Homenaje a María Laprea, viuda de Aquiles Nazoa

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El pasado 25 de febrero, recibí una noticia tan triste que me estremeció el alma: María Laprea, esposa y viuda de Aquiles Nazoa, mi segunda madre, había muerto. Aunque todos sabíamos que esto sucedería en cualquier momento debido a su avanzada edad, me cuesta mucho aceptarlo. Estos días, sentada en una mesa del restaurante Mestizo, en la zona sur de La Paz, y con la ayuda de mi entrañable amiga Cris González, directora de la revista Correo del Alba, repaso este tiempo vivido con los Nazoa-Laprea.

Mariíta se fue de este plano a casi 103 años, consciente y lúcida hasta el último momento. La conocí cuando yo era una niña, por la década de los cincuenta, y me ha acompañado desde entonces. Mariíta nació en Venezuela el 17 de marzo de 1921 en San Fernando de Apure. Era llanera y fue la segunda esposa de Aquiles Nazoa, quien a su vez fue su segundo esposo, después de que ambos enviudaran. Formaron una familia en la que nacieron tres hijos más. Su primer esposo fue el físico Raúl Estévez, con quien tuvo a Raúl, y él a su vez tuvo a Puni, Karúm y Sumito Estevez, un famoso chef venezolano. Mariíta y Aquiles tuvieron tres hijos: Claudio, Mario y Sergio. Este último nació en La Paz, casi en brazos de mi padre.

Mariíta y la familia Nazoa, con Aquiles, el gran poeta venezolano, y sus hijos, representan casi toda la historia de mi vida. Durante la dictadura de Pérez Jiménez, Aquiles Nazoa se exilió en La Paz, Bolivia, entre 1955 y 1958 debido a su vinculación con la izquierda. Durante su traslado al aeropuerto, esposado, el avión haría dos paradas, una en Panamá y la otra en Bolivia. Un amigo de mi padre, Pepe Ballón, y también el artista, Luis Luksik, le escribieron a María un papelito que decía: “María querida, dile a Aquiles que opte por Bolivia y busque a Pepe Ballón en la Librería Aliaga”. Este fue el comienzo de un amor eterno.

Cuando Aquiles llegó, lo primero que hizo fue buscar a Pepe Ballón, y se convirtieron en grandes amigos solidarios con la causa de las luchas antidictatoriales. Luego, Mariíta llegó con Claudio y Mario, Sergio nació en julio de 1968. Para entonces, éramos una sola familia, con un profundo amor entre nosotros. Recorrimos La Paz en los días festivos y realizamos un viaje por Chile y Argentina. Aún conservo vivos los recuerdos de la familia en Chacaltaya, cuando este hermoso cerro estaba cubierto por una capa de nieve, de los cumpleaños y de las reuniones en las que Mariíta cantaba acompañada del sonido de su extraordinario cuatro, ese bello instrumento musical que nos presentó con gran entusiasmo y cariño. Ese sonido me ha acompañado toda la vida y es una parte muy importante de mi sensibilidad musical. Además, recuerdo claramente la vez que estuve en 1966 en Chile, en la Peña de los Parra, donde vimos a Isabel tocar el cuatro. En ese momento, todo mi cuerpo se erizó, al principio no entendía por qué, pero luego caí en cuenta de que estaba conectado con Mariíta en los años 50.

Los Nazoa nunca superaron el frío y la altura, pero amaron a Bolivia como a una segunda patria.

Mi padre editó los dos libros que Aquiles hizo en su exilio: Cuentos hispanoamericanos y Diez poetas bolivianos contemporáneos.

La familia Nazoa, ahora con un boliviano entre los suyos, el pequeño Sergio, regresaron apenas cayó el dictador Pérez Jiménez.

En la década de los setenta, la militancia de izquierda de mi padre y su participación en la Galería de Arte, Artesanía y Folklore y en la Peña Naira estaban en el centro de la tormenta cuando se instauró la dictadura de Hugo Banzer en 1971. La represión, los allanamientos y las detenciones contra la izquierda eran constantes. Mi padre, un luchador muy visible, tuvo que exiliarse, por lo que ese mismo año debimos salir, coincidentemente, hacia Venezuela. En ese momento, yo estaba separada de mi esposo y ya tenía a mi hijo Mauricio de 11 meses. En estas circunstancias, mi padre y yo llegamos al apartamento de los Nazoa en Caracas, en Vista Alegre, causando una gran sorpresa para todos ellos. A pesar de que el gobierno venezolano nos protegía como exiliados por convenios existentes en estos casos, ya no nos permitieron salir. Tuvimos la dicha de compartir casi un año junto a ellos, un tiempo inolvidable para todos. Luego, mi padre consiguió un trabajo y alquilamos un apartamento en Caracas, siempre alentados por Mariíta y Aquiles. Fue en ese apartamento donde recibimos la terrible noticia de la muerte de Aquiles un 25 de abril de 1976.

En 1980 regresamos a Bolivia, pero dos meses después se produjo un nuevo golpe militar, esta vez encabezado por Luis García Mesa, lo que nos obligó a salir nuevamente, esta vez hacia México. Mientras estábamos en este maravilloso país, mi padre decidió regresar a Venezuela, ya que Miguel Enrique Otero Silva, dueño de la Librería Foro que habían fundado juntos años antes, lo estaba esperando para retomar nuevamente las riendas. Al enterarse, Mariíta nos ofreció solidariamente su casa, ya que ella estaba sola, para alojarnos nuevamente. En 1982, regresé sola a La Paz, porque mi madre Nena Morales estaba delicada de salud y en 1983 mi padre y mi hijo también regresaron. Para entonces, Bolivia ya vivía en democracia. Habían pasado tres décadas y la relación familiar se había vuelto indestructible.

Compartimos las tristezas y alegrías de los exilios, las llegadas y despedidas, la muerte de Aquiles y luego la de su hijo Sergio, la de mi madre y la de mi padre. En Mariíta y Aquiles encontramos nuestra verdadera familia, la que la vida tan generosamente nos regaló. Mariíta fue madre, hermana, amiga, abuela de mis hijos y compañera. Ella fue esencial en la vida de todos nosotros, al igual que Aquiles, los muchachos y toda la familia. María era una mujer muy culta; todos los días que la vi, estaba leyendo un libro. Era alegre, llena de vitalidad y poseía una enorme fortaleza para sobreponerse a todos los desafíos que le puso la vida. Además, era una gran cocinera; mi hija Claudia, su nieta postiza, heredó de alguna manera su afición por la gastronomía.

Mariíta era la alegría de Aquiles, y viceversa; su hogar estaba lleno de risas y ternura. En la cocina y en su mesa, se disipaba la melancolía de los exilios y se celebraban las alegrías de los regresos. Tanto en las lecturas de los libros, como en las tertulias poéticas en casa de Mariíta, en las profundas librerías que frecuentaban, como La Galería del Libro y Foro (estas últimas dirigidas acertadamente por mi padre, Pepe Ballón, y ubicadas en el sector de El Silencio, con una gran clientela y prestigio, dejando también buenos recuerdos entre los asiduos lectores), o en los textos que llegaban con prioridad antes que cualquier otra necesidad, se leía y se escribía sobre el mundo que vivíamos, con la firma de personas tan valiosas para la cultura boliviana y venezolana. Humildemente me siento orgullosa de poder, como protagonista, escribir esta nota en homenaje a ellos, quienes me dieron vida y me acogieron durante la suya, formándome a mí y a los míos.

Decía el poeta cantor venezolano Alí Primera, a quien tuve el privilegio de conocer en Caracas junto a la gran luchadora boliviana, Domitila Chungará, en los años 70s: “Nosotros, hagamos la historia y otros que la escriban en un mundo mejor”. No estamos en un mundo mejor, sin embargo, hay que escribir esta historia dulce y breve que ya tiene casi setenta años.

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Leni Ballón, Boliviana

Las opiniones expresadas en esta sección son de exclusiva responsabilidad del autor/a

Juan José Peralta Ibáñez
Fotógrafo documentalista, fotoperiodismo, naturaleza, video, música

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