Retrato cuarentañero de Bolívar

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Por Gabriela Mistral

El rostro cuarentañero de Bolívar es y será siempre uno de los que más intriga en la iconografía americana, cosa muy diversa de la placidez sonrosada de Washington, y menos feo pero no menos patético que el de Lincoln. No tiene más de cuarenta años, y las arrugas le hacen una reja de prisionero, y la prisión es verdadera y corresponde a la fatiga y al desengaño que, por fin, le han atrapado. Las arrugas lo trabajan de dentro afuera, al revés de los demás hombres maduros. A los otros les estropea la edad y a este el corazón, su enemigo, el clavo de adentro que no se puede despuntar.

El aguileñismo salta aquí y allá en la iconografía indo-española, del cura Hidalgo a Sucre, de Sucre a San Martín, de Portales a Alberdi, salta con todos sus grados y sus matices: aguileño-árabe, aguileño indígena, aguileño caucásico. Como el más riguroso aguileño se nos queda el de Bolívar.

Dicen que entre las facciones este tabique divisorio de la cara cuenta muchísimo y en el de Bolívar lo cuenta con su delgadez de navaja que es el filo de la voluntad y sin lentitud de grosuras.

Nos han hablado mucho de los ojos, muy negros y muy grandes, que gobernaban cuando querían, y también cuando no querían, por bellos y por cargados de pasión.

¿Quién no querría ver la mirada de Bolívar y repartírsela en este momento? Las mujeres desearíamos que nos diera la que daba a Teresa de Toro; los muchachos le pidieron la que lamió la urna en que iba el corazón de Girardot; los generales, la que tenía en lo apretado de las batallas, cuando la derrota posible lo endurecía los ojos o se los enloquecía; los viejos buscarían la meditación de Jamaica, aplacada y melancólica. Todos querríamos mirarle, pero habría que saber a quién él querría mirar.

Si queremos averiguar algo de cualquier personaje entre los que clavetean nuestro oficialismo sudamericano con tachuelas de oro o clavo rústico, hagamos este ejercicio sencillo: “¿Comería este Señor en la mesa del fino Bolívar? Le tomaría Bolívar del brazo yendo al comicio? ¿Le retendría cerón de su cama de morirse, para hacerle un encargo respecto de su gente?

La frente le desequilibran enteramente la cabeza; se la llevaba consigo, o como dice no sé quién, se le comía. La mitad de la cara la toma ella de sien sien, aquella especie de llano surcado, de campo de labor con la esteva visible que acaba de pasar. Es tan vieja la frente que se necesita saltar pronto a los ojos, para que nos devuelva la fuerza. La mitad inferior de la cara humana parece ser aquella que da: aliento, mirada, sonrisa da, gestos y frases; la mitad superior recibe, muy quieta, muy parada las respuestas que le echan al rostro. Ha oído tristes cosas esta frente de Bolívar; le han contado las miserias que sabemos de Páez sobre la lealtad, el Perú las suyas sobre la anarquía, y todas las otras el agradecimiento. Peores son las que ha recibido después, el gran pobre.

Esta frente se pone a mirar la tierra de Sudamérica para ver si la han dividido, y allí se está ella, todavía hecha provincias, con su poltrón mestizo dueño de la cosecha india; se echa atrás la frente para mirar lejos, y lo que ve son las fronteras que él no quiso y que cada día se cuajan y se enderezan más; a veces, esta frente con ojos intrusos se nos cae encima de nosotros a ver lo que somos, y nos haya celosos como  Páez, traicioneros como el negro malo de Jamaica, y sobre todo, lacios como el trópico que a él no lo descoyuntó nunca.

La boca delgada y larga, que hablaba a veces preciso y a veces abundante, tiene los dos canales de la pena que se la desgarran un poco y ella nada muestra de victoriosa ni de confiada. Lo desalentador que vieron aquellos ojos y lo podrido que olfateó la nariz alerta ha bajado a la boca, y allí están las arrugas evidentes contando el sucedido de la cara entera.

Las mejillas se secaron tanto que hacen acordarse del eucalipto o del quillay, cuando lo arrancan de un tirón. No quedó en ellas nada de la grosura infantil, de que todos conservamos algo y si su madre hubiese visto a su hijo cuarentón, ¡qué pena habría sentido de esta lonja de hueso con piel en que había parado la morbidez de su vientre de criollo!

Dicen que el cabello muleteaba, con rizos bien confesados, pero estos eran suaves y brillantes. Las que habrían contado este cabello de ardentía y suavidad en el tacto habrían las mujeres de su vida. Lástima que entre los contadores del héroe los  O’Leary y los Ludwig lo pongan todo, y las mujeres, que mucho podemos decir, digamos nada o digamos lo mismo que se les ocurre a los hombres.

Ya sabemos que el cuerpo pecaba más bien de pequeño y yo no escondo que un Bolívar con cuatro palmos más de cuerpo, llenaría al gusto de mis ojos, que disfrutan viendo los sarmientos en llamas del Greco, que se estiran todo lo posible. Sin embargo aún esto se lo alabe como manera de… lealtad a la raza. Nuestro indio-español es pequeño, sin la insignificancia del otro mongol, pequeño y eléctrico como el andaluz, o pequeño suficiente con el francés. Hay que bajar una quebrada de Chile para bailar en el mestizo de vasco cuerpos lanzados con un puñado de barro la altura posible. Pequeño, Don Simón, y lo ágil que se sabe; no cansó monturas, no ladeó sillas, y Edison diría de él que era la materia de su gusto, la bombilla eléctrica, que da lo más con lo menos.

Sabemos que a este hombre de batallas no lo volvió matonesco la montura y que, en cuanto bajaba, era civil, como si al general le dejase de frente en el estribo, y por añadido tan cortesano, que bailaba como si pasara el día danzando sobre los tapices.

Servía para muchas cosas, y en esto y en el cuerpo menudo, hay que anotarle el sudamericanismo. Para muchos menesteres servimos, a fuerza de llevar dos y tres sangres, y no somos raza tiesa ni de un solo pedal.

Fascinante, ágil y definitivo Bolívar.

Hagámosle criatura cotidiana mejor que nombre de aniversario; vivámosle  en la permanencia y no solo en las lentas puntadas de los centenarios breves.

Vivámosle  en continuidad como se vive una ley; pongámonos a tenerlo por paisaje nuestro, hasta que nos corra por la sangre, hecho la masa de nuestra sangre.

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Gabriela Mistral Poeta, Premio Nobel de Literatura

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