Haití: magnicidio y después

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El asesinato del presidente de Haití, Jovenel Moïse, en la madrugada del día 7 de julio, alteró la ecuación en la que se desenvolvió la política haitiana en los últimos años. Hasta entonces, la realidad venía marcada por tres fenómenos: la persistencia de la crisis económica, la profundización de la deriva autoritaria oficial –hasta la consolidación de un gobierno de facto el 7 de febrero de este año– y una espiral de inseguridad y criminalidad –políticamente– organizada que indujo la desmovilización de las clases populares.

Aunque es necesario resaltar que estas ya estaban agotadas por tres años de protestas multitudinarias e ininterrumpidas que no lograron destituir al gobierno de Moïse ni encontrar una canalización política, más allá de notables avances y esfuerzos como la creación del Foro Patriótico, rebautizado y reorganizado luego como Frente Patriótico Popular, la coalición sociopolítica más amplia y representativa del país.

En los años que van desde la insurrección popular de julio de 2018 –o incluso antes, desde el año 2016– contra el intento del Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Gobierno de aumentar el precio de los combustibles, hasta por lo menos comienzos de 2020, la polarización pueblo-gobierno fue la que organizó la escena política nacional. En estos años, el partido en el poder, el Partido Haitiano Tèt Kale (PHTK), perdió el apoyo pasivo y activo de numerosos sectores –populares urbanos, campesinos, sindicales, e incluso eclesiásticos y empresariales– hasta hundirse en el más completo solipsismo. Apenas tres factores lo sostuvieron en el poder: el control de los cuerpos securitarios del Estado, la participación en el esquema de poder de las fracciones más poderosas de la oligarquía y la burguesía importadora, pero más relevante aún, el apoyo incondicional de Estados Unidos y la mal llamada “comunidad internacional”.  

Pero ahora la conflictividad parece haberse desplazado de las protestas de calle a las intrigas palaciegas, y del eje pueblo-gobierno a las espurias disputas internas de la propia clase dominante, el partido en el poder y sus puntales internacionales. Contra la mirada estereotipada o los sesgos intencionados de la gran prensa corporativa, la población haitiana respondió al magnicidio en paz y con cautela: no se registró ningún hecho violento de masividad ni importancia, ni muchos menos el país fue arrojado al borde de la guerra civil, según la ocurrente lectura de algunos periodistas con asiento en París, Montreal, Santo Domingo o Miami.

Tampoco generó fervor popular el hecho, más allá de su condena enérgica y transversal, dado que la impopular figura de Moïse era y es asociada a la ruptura democrática, a la corrupción institucional, a las políticas económicas ultraneoliberales, a la connivencia con las bandas armadas y el narcotráfico, y con el giro anti-bolivariano y anti-latinoamericano de la política exterior de Haití en los últimos tres años.

Sí generó profunda indignación la violación flagrante de la soberanía nacional y la infiltración de 28 mercenarios –dos norteamericanos y 26 colombianos–, así como el asesinato de una persona, aunque se tratase de un presidente de facto, que debía comparecer, sin violencia, a los tribunales de justicia, para responder ante el conjunto de la población nacional.  

Ante todo primó la consideración de que cualquier tipo de movilización o acto de desobediencia civil podía justificar la creación de chivos expiatorios, dar pie a algún tipo de salida represiva de parte de la Policía o las bandas armadas o, peor aún, dar argumentos a quienes por ese entonces pregonaban algún tipo de intervención internacional, desde Iván Duque en Colombia y Luis Abinader en República Dominicana, hasta las propias autoridades que ejercen el gobierno interino y de facto, quienes llegaron a solicitar a través de uno de los ministros en funciones el envío de tropas de parte de los Estados Unidos.

Al momento, la voluntad del Gobierno parece ser la de dar vuelta rápido la página y la de juzgar de forma sumaria y expeditiva a los responsables o presuntos responsables, aunque esto implique el sinsentido de involucrar en las investigaciones a los servicios de inteligencia y agentes de seguridad de Colombia y Estados Unidos, los propios países implicados en el magnicidio. La palabra, en boca de todos, es la de transición, y ya se adivina en ella la injerencia más asfixiante de factores externos.

Así, por ejemplo, el día 17 de julio, un lacónico comunicado del Core Group eligió virtualmente a la actual autoridad política al frente del Estado. Ariel Henry fue ungido como Primer Ministro, sin importar que tanto él como su predecesor ocupen el cargo de forma anti-constitucional, dado que la Carta Magna de 1987 exige que los jefes de gobierno sean ratificados por el Parlamento.

Es decir que, en pleno siglo XXI, un grupo de interés y de presión como el Core Group, conformado por los países occidentales con intereses económicos y geopolíticos en Haití, se permitió elegir a control remoto a la máxima autoridad de una nación independiente.

Pese al escándalo de nadie o casi nadie, este peligroso antecedente para el conjunto de la Región echa un manto de dudas sobre los comicios previstos para el 26 de septiembre, los que incluirían la elección presidencial, de parlamentarios y la celebración de un resistido referéndum para modificar la Constitución.

Con el país sometido aún a la autoridad última de las Naciones Unidas, con la infiltración probada y permanente de mercenarios norteamericanos y de otros países que cumplen tareas de represión política, con algunos de los barrios más populosos de la zona metropolitana de Puerto Príncipe tomados por bandas armadas y con una autoridad electoral débil y completamente dependiente de la asistencia internacional, parece poco más que una quimera lograr, para dentro de dos meses, unas elecciones transparentes, democráticas, seguras y respetuosas de la voluntad popular. ¿Será que es efectivamente esto lo que sus promotores quieren?

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Lautaro Rivara Sociólogo, periodista y ensayista argentino

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