La condición periférica

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Por Alejo Brignole

Pocas veces en los medios de comunicación o en los análisis de periodistas, politólogos y economistas, escuchamos o leemos referencias a las relaciones entre centro y periferia para explicar el funcionamiento causal de los distintos temas que se analizan. Pareciera que se elude de una manera sistemática –y por tanto deliberada– que el mundo actual, tan lleno de posibilidades, tan pujante y dinámico, basa su funcionamiento en desigualdades que se estructuran en una centralidad y se padecen en las periferias. Evidentemente no resulta cómodo, ni políticamente adecuado (si uno adscribe a ideas o filosofías de mercado) abordar tales tesis. Y como los mercados y sus axiologías, es decir, sus valores de interpretación, dominan los grandes medios y al pensamiento único, resulta esperable que no se escuchen discursos desde ese otro ángulo interpretativo. Hablar de ello sería exponer de manera abierta que el mundo se rige por zonas geoestratégicas de confort y zonas de sufrimiento. Esto es, un mundo elitista. Por tanto, abordar abiertamente estos conceptos desde los medios o en boca de analistas, conlleva implícito el riesgo filosófico de la reflexión de las masas. Y con ello, el de la búsqueda del cambio, que es lo que perentoriamente el discurso dominante desea evitar.

Pero… ¿Qué significa ser periférico? ¿Qué implica la condición periférica?

Independientemente de su aplicación contextual –ya sea la geometría, la economía, el urbanismo o la sociología– la periferia designa aquello que no está en el centro. Que no pertenece, no existe o no es constitutivo de lo central. Para hallar ejemplos de distintas situaciones o esquemas periféricos, no hace falta mayor esfuerzo que observar la realidad circundante en cualquier área del conocimiento, las relaciones humanas, e incluso el funcionamiento de la naturaleza.

Pero como todo proceso que abriga tensiones subyacentes, en algún momento éstas tienden a la ruptura del sistema que los une o vincula.

Podemos observar dinámicas periféricas en el arte y la cultura, donde lo producido lejos de los centros de irradiación conceptual, es poco difundido o apreciado, aun cuando su valor pudiera ser objetivamente superior. El propio diseño urbano del mundo entero se adscribe a esta dicotomía entre centralidad y periferia, en donde los grandes centros urbanos (pensemos en París, en Buenos Aires o en Río de Janeiro) gozan de mejores condiciones, infraestructuras y organización que las zonas del extrarradio que se extienden allende la centralidad.

Estos modelos relacionales han sido constitutivos de la organización política y económica humana, desde la antigüedad hasta el presente, con muy diversas variantes y estructuras. Podríamos decir que todas las civilizaciones se desarrollaron, en buena medida, bajo estas tensiones entre una centralidad aglutinante pero también excesiva –citemos a Roma y a sus políticas imperiales para las provincias– y unas periferias que pugnan contra ese poder central que generalmente avasalla, o bien ignora, e incluso ambas cosas.

Pero como todo proceso que abriga tensiones subyacentes, en algún momento éstas tienden a la ruptura del sistema que los une o vincula. Y esta ruptura, o sus primeras grietas, siempre surgen desde las periferias. Es decir, el derrumbe lo propicia la parte afectada por esa centralidad omnímoda que arroja lejos a esa periphéreia, a esa parte que en la geometría de Euclides se define el afuera de la circunferencia.

La tensión rupturista también se dio de manera clara y frontal entre las metrópolis europeas y sus colonias americanas.

En el plano político y también económico, esto ocurre porque la periferia desea los beneficios de la centralidad y las oportunidades inherentes a esa situación. Los burgueses franceses del siglo XVIII, en tanto periféricos de la realeza absolutista, iniciaron un cambio para ubicarse ellos mismos como los nuevos árbitros de la realidad política francesa y constituirse así en su propia centralidad. No deseaban vivir a la sombra de una clase superior que los ignoraba y sometía. Luego ellos, ya gobernantes de sí mismos, también generaron otras periferias conformadas por la expansión colonial francesa en todo el mundo.

La tensión rupturista también se dio de manera clara y frontal entre las metrópolis europeas y sus colonias americanas, que desembocaron en las respectivas guerras de independencia. En el Norte la ruptura fue contra Inglaterra, que era el centro jurídico, económico y cultural de las colonias norteamericanas. En América del sur se produjo el mismo conflicto contra España y Portugal. Sin embargo, en el caso sudamericano, y a pesar de su exitosa ruptura con una centralidad que resultaba odiosa e intolerable, las condiciones periféricas no cesaron, sino que cambiaron de eje.

Si bien los nuevos territorios emancipados lograron autonomía política, no fue así en lo económico. Ni siquiera en lo cultural, por cuanto el foco de irradiación siguió siendo Europa. Desechada España de la órbita política y repudiada desde lo costumbrista por poco dinámica y ausente de brillo, la visión social de América Latina siguió encadenada a la Europa ilustrada, con Francia como modelo cultural y con Inglaterra como mediador económico.

Deberemos, pues, iniciar sistemas rupturistas de lo dominante, lo cual no significa aislarse ni dar la espalda, sino cambiar.

Esta continuidad periférica informal, acontecida en aspectos casi sutiles como la economía dependiente o los modelos culturales vigentes, luego revirtió también en una conformación periférica política, que fue la que se intentaba superar en primer término. Hoy América Latina, por circunstancias diversas y complejas, se ha constituido como una región que no ha podido elevarse de su condición periférica y continúa dependiente y sin una autonomía efectiva, por cuanto esta condición la somete a variables generadas fuera de su órbita. Es decir, debe acatar estipulaciones, reglas y convenios organizados desde una centralidad que le es ajena, autónoma y rival: ese reducido y elitista Primer Mundo que condiciona a una gran periferia mundial que la triplica en tamaño.

Deberemos, pues, iniciar sistemas rupturistas de lo dominante, lo cual no significa aislarse ni dar la espalda, sino cambiar los parámetros con que América Latina se vincula. A esta ruptura con los modelos centrales vigentes, el economista argentino Aldo Ferrer (1927-2016) la denominó estrategia de la desconexión, muy similar a las ideas del economista y sociólogo egipcio Samir Amin, (verdadero padre de esta teoría económica) basada en una desconexión del mundo central para alcanzar un progreso económico firme y cada vez menos asimétrico. También para alcanzar la vía al socialismo, incluso en los países centrales, pues esta desconexión lo es, ante todo, de las premisas capitalistas del funcionamiento sistémico.

Una de las más extraordinarias pruebas de campo sobre la eficacia de estas teorías es sin dudas el período virtuoso que vive Bolivia desde el 2006. El trabajo de desconectar la economía de los mecanismos –y tentáculos– que la subordinaban, fue el primer paso indispensable para un crecimiento real, efectivo y estructuralmente afianzado. Bolivia se constituyó en su propia centralidad y dejó de ser periférica en muchos aspectos de realidad. La Libia de Muammar Kadhafi, a partir de 1969, fue otra gran demostración de que una economía desenchufada de lineamientos impuestos produce resultados positivos para la sociedad desconectada.

Una de las más extraordinarias pruebas de campo sobre la eficacia de estas teorías es sin dudas el período virtuoso que vive Bolivia desde el 2006.

He aquí también que los gobiernos neoliberales de todas las épocas recientes en América Latina a partir de 1990, propugnaran como premisa y eslogan “la inclusión al mundo” o “estar insertos en el mundo”, pues esa idea resulta medular para los países centrales: un mundo interdependiente, en donde unos son más dependientes que otros. Esta idea unificada, de maridaje sistémico, no es otra cosa que un atrapamoscas para establecer vías de explotación, extracción y transferencia de riquezas hacia la centralidad. Por eso este discurso es asumido con fervor por los gobiernos de Lenín Moreno en Ecuador, o Temer en Brasil y por supuesto de Macri en Argentina, que en 2016 produjo un criminal retorno al Fondo Monetario Internacional, a pesar de que recibió una razonablemente saneada economía que había sido desconectada de los extorsivos mecanismos financieros internacionales.

Podríamos aventurar a decir que nada que hagamos fuera de una inteligente y responsable desconexión, –ni siquiera los logros más espléndidos ni las políticas más efectistas– podrán sobrevivir en el tiempo si no asumimos con energía y frontalmente el problema de nuestra posición periférica frente a una centralidad avasallante.

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