Hace dos años, el 7 de diciembre de 2022, un golpe infame se llevó por delante la poca democracia que quedaba en Perú. No fue un hecho aislado ni espontáneo. Fue una operación meticulosa y premeditada, orquestada por el Congreso, la Fiscalía, los grupos de poder económico, las fuerzas armadas y la policía, todos complotando contra el presidente constitucional Pedro Castillo. Este acto de violencia institucional desató la ola de protesta popular más grande en décadas. Durante tres meses, campesinos, indígenas, trabajadores informales —ese «sujeto plebeyo» que el neoliberalismo quiso domesticar sin éxito— tomaron calles y plazas con una fuerza política que no había sido vista antes.
Las calles de Perú se convirtieron en el escenario de una lucha feroz. La resistencia popular no se limitó a las demandas locales o sectoriales habituales. Esta vez, las consignas fueron nacionales y claras: la renuncia de la usurpadora Dina Boluarte, el cierre del Congreso golpista y la convocatoria a una nueva Constitución. Este estallido popular puso en jaque a un orden político decadente que había sobrevivido gracias a la fragmentación de las luchas sectoriales. Pero el régimen respondió con brutalidad: 50 peruanos asesinados, más de mil 200 heridos y mil 800 líderes sociales judicializados. Dos años después, no hay ni un solo responsable tras las rejas por estas muertes.
En este contexto, desde Argentina participamos en una Misión de Solidaridad y Derechos Humanos que se desplazó a Perú para constatar in situ la represión contra el pueblo y la violación sistemática de los derechos humanos. Lo que se encontró fue un panorama desgarrador: uso desmedido de la fuerza, persecución de líderes sociales y judicialización de la protesta. Los testimonios recogidos por la misión dan cuenta de torturas, detenciones arbitrarias y ejecuciones extrajudiciales.
La represión no se explica solo por el afán de mantener el poder. Detrás de la violencia del régimen se esconde una lógica racista y clasista profundamente arraigada en la élite peruana. Los sectores populares —campesinos, indígenas y trabajadores informales— son vistos como sujetos inferiores, «otros» a los que hay que controlar, domesticar o eliminar. Esta misma lógica se aplicó contra Pedro Castillo, un presidente campesino y mestizo que rompió con el molde tradicional de la clase política peruana. Su encarcelamiento ilegal e injusto responde no solo a una maniobra política, sino a una expresión de racismo estructural que niega a los sectores populares la posibilidad de ocupar espacios de poder. Su figura sigue siendo un símbolo de resistencia para millones de peruanos que ven en él la encarnación de sus propias luchas.
Sin embargo, la potencia de la movilización no alcanzó para remover el sistema político. No hubo una estrategia común ni una organización unificada que pudiera canalizar esa fuerza hacia la transformación. Se cometieron errores tácticos, como desgastar a los manifestantes con una larga estadía en Lima, una urbe de 11 millones de habitantes que terminó por diluir la protesta. También hubo fallas estratégicas, como no aprovechar el momento de máxima ebullición para construir un gran frente político partidario. Y mientras la movilización se desinflaba, el liderazgo de Castillo pasó de ser una referencia política a un símbolo de resistencia. Lo simbólico importa, pero no alcanza para revertir un golpe de Estado.
El campo popular se fragmentó más aún. La Conulp (Coordinadora Nacional de Unidad y Lucha Popular) intentó ser el germen de una articulación unitaria, pero las estructuras del poder contestatario impusieron la CNUL (Coordinadora Nacional de Unidad de Lucha), provocando una paralización y una pérdida de contundencia. La lucha popular se vio dividida, mientras el régimen avanzaba.
Dina Boluarte, tras dos años en el poder, se sostiene por la fuerza bruta, no por el respaldo popular. Con un mísero 3% de aprobación, acumula ocho procesos judiciales abiertos por crímenes de lesa humanidad y corrupción. La sostienen sus cómplices del Congreso —de todos los colores políticos—, así como las fuerzas armadas y policiales. La izquierda institucional, que colaboró en la destitución de Castillo al votar la vacancia ilegal o pedir respaldo internacional para Boluarte, hoy intenta recuperar protagonismo en la oposición, pero el pueblo ya no se deja engañar.
Mientras tanto, el deterioro del país es inocultable. La decadencia y la invivilidad crece de la mano de robos y extorsiones que golpean especialmente a las clases populares. Pero de la crisis emergen nuevos actores populares, como los trabajadores informales o «emprendedores» —transportistas, barberos y otros— que, sin apoyo de los sindicatos, lograron organizar dos paros exitosos y politizaron el problema de la inseguridad. La confluencia de estos sectores urbanos con los campesinos e indígenas movilizados podría abrir una grieta en el sistema, pero la fragmentación y la desconfianza son enormes. Construir una unidad electoral que permita disputar el próximo proceso será una tarea titánica.
Gonzalo Armúa Argentino, docente y periodista