La destrucción hispánica de los Códices Mayas en 1562

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Desde hace algunas décadas tenemos la imagen de una España moderna y plenamente inserta en una Europa rica y unida. Sin embargo, en los hechos, España nunca dejó ser esa entidad descrita en la denominada Leyenda Negra, luego ampliada a otras categorías como la España Negra retratada por el pintor Francisco Goya y Lucientes; o la España profunda, descrita en el siglo XX por autores como Miguel Delibes. Todas aproximaciones que nos relatan un país castigado por el trauma del hambre endémica (hasta bien entrado el siglo XX), enfrentado socialmente y despreciado por sus vecinos europeos, que vieron siempre en España a una nación africanoide, culturalmente exótica y racialmente inferior.

Si nos detuviéramos a investigar la historia peninsular en sus diversas épocas desde la unificación de las coronas de Castilla y Aragón, o bien desde 1492 (año de la expulsión de los judíos y del primer viaje de Colón), veremos que ciertos parámetros culturales y políticos fueron una constante en su decurso. La misma Conquista de América fue una sucesión de actos cuestionables por su barbarie manifiesta, propios de una nación que a fines del siglo XV aún vivía en la época feudal, a pesar de que en el resto de Europa irrumpía el Renacimiento lleno de nuevas ideas y cosmovisiones que darían paso a la modernidad. Y una de esas expresiones más reaccionarias y paradigmáticas en la sociedad hispánica, fue sin dudas la Inquisición.

Las torturas, los Autos de Fe y las persecuciones a herejes y judíos alcanzaron un grado paroxístico acorde al fanatismo religioso que la propia Corona española legitimaba bajo su gobierno.

Lejos de las posturas que detractan a la Leyenda Negra, España fue institucionalmente activa en el genocidio americano y por diversas vías: la militar, la económica y la cultural, sirviéndose ante todo del terror y el silenciamiento cultural.

Para darnos una idea aproximada del sistema sangriento en que se sustentaban las monarquías españolas, señalemos el Auto de Fe que tuvo lugar en la Plaza Mayor de Madrid el 30 de junio de 1680, bajo el reinado de Carlos II, cuyo gobierno estuvo sometido a la influencia eclesiástica e inquisitorial. En esa jornada fueron quemadas vivas 39 personas acusadas de herejía, hechicería, prácticas judaizantes y otros delitos contra la fe. Creencias, por otra parte, enraizadas en una profunda cosmovisión medieval totalmente divorciada de las nuevas corrientes científicas y renovadoras que estaban cambiando a Europa en ese siglo XVII.

Analizar incluso la arquitectura peninsular del Renacimiento (siglo XV y XVI) nos puede dar una pauta del espíritu austero y castrante que impregnaba a toda la sociedad española. Y si en Italia, Alemania o Francia se construían palacios de unas líneas deslumbrantes y renovadoras, en España se erigían macizos castillos al uso medieval y residencias fúnebres como el Monasterio de San Lorenzo del Escorial, quizás la expresión edilicia y política más representativa de la psique colectiva española. Allí residía el monarca (el campeón de la cristiandad, Felipe II y quienes le sucedieron), rodeados tumbas y nichos funerarios, con una Corte sumisa de clérigos fanáticos.

Pero más allá de estos signos que la historia nos ofrece, muchos intelectuales de ambas orillas han intentado apaciguar esta Leyenda Negra española. Entre ellos, el gran poeta y ensayista cubano, Roberto Fernández Retamar, autor de un valioso ensayo Acerca de España: Contra la leyenda negra (1977). Al respecto, en un artículo titulado Desacreditando a la “leyenda negra”[1] Fernández Retamar argumenta:

“En apariencia, esta Leyenda Negra fue provocada por el compartible rechazo a los crímenes monstruosos cometidos en este Continente por los conquistadores españoles. Pero el menor respeto a la verdad histórica muestra que esto es sencillamente falso. Los crímenes existieron, sí, y fueron monstruosos. Pero, vistos desde la perspectiva de los siglos transcurridos desde entonces, no más monstruosos que los cometidos por las metrópolis occidentales que sucedieron con entusiasmo a España en esta pavorosa tarea y sembraron la muerte y la desolación en todos los continentes. Si algo distingue a la conquista española no es la proporción de crímenes, en los que ninguna de aquellas naciones se deja aventajar, sino la proporción de escrúpulos. Las conquistas realizadas por tales países tampoco carecieron de asesinatos ni de destrucciones; de lo que sí carecieron fue de hombres como Bartolomé de las Casas, y de polémicas internas como las que encendieron los dominicos y sacudieron al Imperio español, sobre la legitimidad de la conquista”.

Sin embargo, el siempre lúcido Retamar, en mi opinión omite que la primera gran conquista colonial a escala transcontinental moderna fue precisamente la española y la que marcó una senda, un modus operandi brutal que luego guiaría al resto de naciones europeas a seguir con esa tesitura genocida sin atenuantes. Retamar intenta exculpar a España participando en la evaluación ética a otras naciones igualmente criminales, como Inglaterra, Portugal, Francia, y prácticamente todo el espectro europeo.

Fray Bartolomé de las Casas, el primero en denunciar sistemáticamente los abusos contra las poblaciones originarias, y Juan Ginés de Sepúlveda, su contrincante en el famoso debate de Valladolid que tuvo lugar entre 1550 y 1551.

En este sentido, las protestas de Fray Bartolomé de las Casas[2] en su célebre debate con Juan Ginés Sepúlveda[3], en la famosa Controversia de Valladolid iniciada en 1550, sobre el derecho a tutelaje de España sobre los nativos americanos, sin dudas fue un punto interesante en el debate ético sobre el incipiente colonialismo europeo, pero de ninguna manera alcanza para maquillar –o atenuar– moralmente las pulsiones de la Corona española, llena de atrocidades institucionalizadas y premisas doctrinales masacradoras que se desplegaron en los territorios americanos.

Desde una perspectiva histórica, podríamos aventurar que  estas pulsiones aún perduran en la sociedad española como elemento idiosincrático. Y lo hacen de manera latente, pues afloran cíclicamente. LA Guerra de los Comuneros (1520), las guerras carlistas del siglo XIX, o la Guerra Civil de 1936, fueron probables eclosiones de este espíritu nunca superado.

El actual autoritarismo corrupto y los devaneos neofascistas de la sociedad española del siglo XXI podrían tomarse como los síntomas de una sociedad aún impregnada de atavismo y que actualiza el legado de una Leyenda Negra que prevalece en el espíritu colectivo español y lo condiciona siglo tras siglo.

En cada conmemoración de un nuevo 12 de octubre sería acaso útil recordar las muchas manifestaciones de ese espíritu prevalente. Esta vez elegiremos al Auto de Fe llevado a cabo en la población de Maní, en Yucatán (actual México) en la noche del 12 de Julio 1562 por el obispo español Diego de Landa.

En  ese acto religioso de carácter punitivo, el poder eclesial y secular español destruyó la casi totalidad del legado escrito perteneciente a la cultura maya contenido en unos códex, o textos hechos con papel de corteza de árbol, cuya calidad y durabilidad era superior a los papiros construidos por el Egipto de los faraones.

En estos códices estaba registrado mediante glifos figurativos todo el saber religioso, astronómico, científico y social de los antiguos pueblos mayas.

El mismo obispo Diego de Landa describiría los códex en su obra titulada Relación de las Cosas de Yucatán escrita en torno a 1566: “unos libros de hojas a su modo encuadernados o plegados, en que tenían los indios sabios la distribución de sus tiempos, y conocimiento de plantas y animales, y otras cosas naturales, y sus antiguallas; cosa de grande curiosidad y diligencia. Pareciole a un doctrinero que todo aquello debía de ser hechizos y arte mágica, y porfió que se habían de quemar, y quemáronse aquellos libros”.

De los códices mayas solo cuatro llegaron a la actualidad y escaparon de la quema inquisitorial ordenada por el Obispo Diego de Landa.

Señalemos del obispo Landa, natural de Castilla, que conocía a la perfección la lengua maya, e incluso introdujo reglas para su fácil aprendizaje por parte de los evangelizadores. También Diego de Landa era reconocido en su gusto por la tortura e inclinado a las confesiones forzadas en casos de supuesta herejía.

Los antecedentes históricos de la quema de los códices mayas –verdadero acto de genocidio cultural– podemos hallarlos en el viaje que el franciscano Diego de Landa hizo hasta la población de Maní en 1558 para formar un tribunal religioso que quedaría finalmente bajo jurisdicción inquisitorial. En esa localidad yucateca organizaría cuatro años más tarde los interrogatorios y torturas con que facilitaron la confesión de apostasía de los indígenas. Los naturales fueron quemados con grandes velas en el pecho, la espalda y las piernas, o colgados de las manos atadas por detrás y con pesos en los pies, desgarrados con pinzas o desollados mediante flagelación. Prácticas que también dio lugar a los abusos propios de una supremacía masculina altamente represiva y sistémica, como lo demuestra otro fragmento de la obra del obispo Landa, que señala: “(…) en este mismo pueblo y en otro que se dice Verey, a dos leguas de él, ahorcaron a dos indias, una doncella (soltera) y otra casada, no porque tuvieran culpa sino porque eran muy hermosas (…) de estas dos hay mucha memoria entre indios y españoles por su gran hermosura y por la crueldad con que las mataron.”

Estas actuaciones, lejos de ser aisladas o excepcionales, formaban parte de un corpus administrativo y legal español pensado para someter a los pueblos originarios mesoamericanos y de todas las tierras conquistadas. Este carácter genocida no tuvo solamente un correlato demográfico, de exterminio físico, sino también –y principalmente– cultural y religioso, aunque ambas planificaciones fueron tan ineficientes como el propio Imperio y fracasaron en sus propósitos. El poder español ni siquiera pudo eliminar las lenguas originarias que hoy hablan amplios sectores sociales en América Latina. El quechua, el aymara, el guaraní  de Paraguay, o el náhuatl en México son la expresión viva de una resistencia triunfante que ya lleva 500 años.

La estatua de Fray Diego de Landa en Izamal, Yucatán (México) resulta quizás la mejor prueba de la continuidad sistémica, represiva y colonial que perdura hasta nuestros días y que obliga a nuestros pueblos originarios a convivir con la memoria odiosa de sus verdugos y genocidas de lesa cultura.

Con el pretexto de civilizar, la hegemonía hispánica pudo imponer una cultura que no era superior, sino apenas en el dominio de las armas de fuego, en la metalurgia y en la navegación. Y si la argumentación civilizatoria se auto justificaba en los sacrificios humanos de las culturas aztecas, mexicas o totonacas, entre otras; no olvidemos que en España se quemaban herejes, empalaban a mujeres acusadas de herejía, vertían agua o plomo hirviendo en la boca de sospechosas de tratos demoníacos, y aserraban el cuerpo vivo de disidentes al poder eclesial o civil. La civilización era entendida, pues, bajo una mirada unilateral que prescindía de un análisis ontológico riguroso. Los civilizadores eran en realidad mucho más primitivos y brutales desde esta perspectiva, por cuanto carecía de un componente ritual: se torturaba para hacer sufrir y obtener confesión, y así legitimar un sistema religioso y jurídico. Los aztecas, mayas, mexicas o tlaxcaltecas, en cambio, extraían el corazón como ofrenda a los dioses, y además con la anuencia de las víctimas.

Por esta y otras razones, los españoles fueron históricamente condenados por los humanistas ulteriores que analizaron la Conquista y fueron dando forma a una justificada Leyenda Negra hispánica.

Obediente a esta matriz cultural represiva y carente de todo apetito progresista, el obispo Diego de Landa ordenó el  12 de julio de 1562 que fueran destruidos en la hoguera cinco mil ídolos y objetos sagrados, entre ellos 13 altares de piedra y 197 vasijas con motivos ceremoniales o costumbristas, además de los códices mayas –solo se salvaron 4 de ellos– junto a 27 rollos con dibujos y glifos.

Fue entre esas cenizas que se perdió para siempre una parte de fundamental de la narración histórica precolombina. La evangelización fue un genocidio maquillado de razones superiores y el inicio del capitalismo moderno, que sigue dando continuidad a sus orígenes, fundados en la explotación y el avasallamiento de los pueblos.

No lo olvidemos.

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Alejo Brignole Analista internacional y escritor argentino

Notas

[1] Revista Correo de la UNESCO, disponible en: https://es.unesco.org/courier/aout-septembre-1977/desacreditando-leyenda-negra

[2] Véase su alegato en favor de los indios titulado  Treinta proposiciones muy jurídicas. Disponible en: https://www.salamanca.school/es/work.html?wid=W0034

[3] Véase su tratado en defensa de la guerra contra los indios americanos titulado: De justis belli causis apud indios. Disponible en: http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/j-genesii-sepulvedae-cordubensis-democrates-alter-sive-de-justis-belli-causis-apud-indos–demcrates-segundo-o-de-las-justas-causas-de-la-guerra-contra-los-indios-0/html/0095ca52-82b2-11df-acc7-002185ce6064_14.html#I_0_

Juan José Peralta Ibáñez
Fotógrafo documentalista, fotoperiodismo, naturaleza, video, música

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