Por Luis Britto García
Al fin están reunidos los amos del poder para celebrar la pandemia perfecta. Extingue a los viejos que no producen y a los pobres que no consumen; arrasa minorías étnicas en trance de convertirse en mayorías y reduce mayorías excluidas a minorías anónimas; disuelve la carga de pensiones y beneficios sociales; desestabiliza el empleo y posibilita automatizar tareas a ritmo nunca antes conocido: pone en cuarentena la protesta social y desconcentra a las masas. De no haber aparecido, hubiera sido necesario inventarla. En medio de la celebración un mesonero deja caer la cápsula con la pandemia más que perfecta. Consume a los parásitos con organismos exhaustos por no haber trabajado un día en sus vidas. Paraliza a los gerentes con el cerebro congestionado por no haber admitido jamás una nueva idea. Disuelve a los espías que no vivieron de tanto vivir ocupados en investigar la vida ajena. Sume a los fabricantes de fake news en la esquizofrenia de no poder distinguir si ellos mismos son verdaderos o falsos. Condena a los financistas que obtienen beneficios a partir de nada a obtener nada a partir de beneficios. Después de todo los seres humanos no fueron más que animales de cría para alimentar la multiplicación de un virus que ni crea ni siente ni piensa, para lo cual fue necesario lograr que la humanidad no sintiera ni pensara ni creara.
Pandemias
Se predica la eficacia del distanciamiento social, la mascarilla y los guantes de goma contra contagios de pandemia. A veces con más celeridad que el padecimiento se transmitían los supuestos remedios en su contra. De niños podíamos estar en perfecta salud pero nada nos salvaba del saquito con alcanfor colgado del cuello contra la gripe imaginaria. Quizá sean eficaces también contra la transmisión de las malas mañas. Ninguna profilaxia nos salva de la infección de las modas, de las cuales, decía Oscar Wilde, que son tan horribles que hay que cambiarlas cada seis meses. No hay barrera sanitaria que nos resguarde del hit musical que atormenta todos los altoparlantes sin posibilidad de vacuna. No reconoce barreras el morbo de alguna palabra como alienación, que todos repiten sin saber qué significa. Repunta la infección de la temporada deportiva que vibra en todos los televisores y reduce la conversación a bramidos guturales cada vez que se anota un gol o un tanto. La pasión hípica consumía a la administración pública y privada dejándola sin más oficio que elaborar cuadros para el cinco y seis, hasta que se demostró que se contagiaba por televisión y se curó prohibiendo la transmisión de las carreras. Sin ton ni son nos contaminaron con películas de Harry Potter o esperpentos de zombies. Se pudo muy poco contra la pandemia que imponía nombres de celebridades efímeras o de telenovelas a las niñitas, revelando la época de su nacimiento: Jacqueline, Estefanía o Milady. Azotó a media niñez la pandemia del Bebé Querido, y a la otra mitad la del animalito virtual que se moría si no lo alimentabas apretando botones cada cierto tiempo. Quién pudiera inmunizarnos contra la melancolía, que se transmite por contacto. Quién desarrollará la vacuna contra la obligación de estar alegre en Navidad o triste el Viernes Santo. Al fin no vamos siendo más que la historia de las tonterías contra las cuales el aburrimiento nos ha ido inmunizando.
Mascarillas
La máscara nos oculta y nos revela. El Carnaval nos permite ser quien somos. En el Diablo Danzante aflora el diablito que nos danzaba dentro. Condenados estamos el resto del año a la máscara del rostro, que sonríe a la amargura y asiente a lo inadmisible. Revelar la expresión a los demás es entregar el alma; reservar el gesto es potenciarlo. Mediante la máscara los primeros sacerdotes se convertían en dioses y los primeros actores en personajes. La misma máscara laboral inviste de fuerzas y prestigios: la del soldador convierte al obrero en titán dueño del rayo y los metales; el yelmo del guerrero o del policía lo nimba de fuerza contundente y anónima. Toda la vida envidié la escafandra del cosmonauta, que iluminan las estrellas, pero apenas he cursado la máscara de buceo, que abre ventanas a mundos silenciosos e ingrávidos con habitantes inexpresivos. La concentración de nitrógeno en el sistema nervioso debido a la profundidad nos alivia del razonamiento matemático y despierta la brutal percepción del instante. La máscara es frontera de una asimetría de poder. Quien reserva su identidad lo hace por prepotencia, para eludir solicitudes de los débiles, o por debilidad, para evadir la venganza, como el ladrón o el verdugo. Nos revelan el Panteón de una religión nueva las máscaras de los Superhéroes, que mantienen el orden revelando el desorden mental de quienes lo preservan. Entre tantas mascaradas ninguna con tanto prestigio como la del cirujano. La ciencia es poderosa y a la vez anónima. No permitiríamos que nos descuartizara un pelagatos: la mascarilla quirúrgica que oculta el rostro del mortal que nos opera lo inviste de sabidurías perdurables. El inhalador de la anestesia con sus tubos y sellos de caucho por el contrario nos revela vulnerables y sella la diferencia entre operador y operado. Me escribe un eminente cirujano amigo que le extraña ver a todo el mundo con mascarillas como si fuera el mundo un inmenso quirófano. Con esta multiplicación y banalización queda el tapabocas quirúrgico como desinvestido de su prestigio. Apenas revela que todos somos vulnerables.
__________________________________________________________________
Luis Britto García Historiador y escritor