Por Orlando Rincones
Cuando apenas comenzaba a despuntar el alba de aquel aciago 4 de junio de 1830, un pequeño pero compacto grupo de viajeros se abría paso ya en medio de las agrestes montañas de Berruecos. El ambiente era propicio para el disfrute de los primeros y refrescantes aires del amanecer, sin embargo, el célebre personaje que encabeza el grupo tiene prisa, debe llegar cuanto antes a Pasto y de allí partir hacia Quito donde le aguarda el tan añorado rencuentro con su familia tras los avatares de la guerra emancipadora, nos referimos al Gran Mariscal de Ayacucho, Antonio José de Sucre, en último día de su gloriosa y fecunda existencia.
La estrechez del fangoso camino no permitía mayores libertades y sólo era posible avanzar de uno en uno, en fila india. Los siete viajeros se habrían internado ya media legua hacia las entrañas de la montaña cuando el silencio de la mañana se rompe abruptamente: primero una voz que grita “¡General Sucre!” luego una detonación, e inmediatamente tres más. Herido mortalmente en el pecho el más laureado de los capitanes de la independencia americana cae violentamente de su mula con el corazón destrozado, antes alcanza a exclamar: “¡Ay, balazo…!”.
Insepulto duró su cuerpo un día entero para luego ser enterrado precariamente por sus ayudantes, sin más honores militares que las lágrimas que estos humildes soldados alcanzaron a derramar. La oligarquía colombiana había logrado su cometido, el heredero por excelencia del proyecto bolivariano de integración y justicia social había sido eliminado físicamente del escenario político ¡en la plenitud de su existencia! y cuando más estaba llamado aún a aportar en beneficio de los pueblos que lo aclamaban como Libertador.
Sin embargo, lo que no calcularon nunca los cobardes asesinos, Obando e Hilario López entre otros, es que con la inmolación de Sucre en Berruecos, lejos de extirpar el legado bolivariano de estas tierras, lo que lograrían es sembrar aún más su ilustre figura en la conciencia y el corazón de los latinoamericanos, como glorioso e inagotable referente de juventud, victoria, justicia, clemencia y, sobre todo, de lealtad.