Por Alejo Brignole
Las acciones de acoso y derribo de EE.UU. contra Venezuela contienen múltiples aspectos que van más allá de una guerra por el petróleo o por una defensa democrática –jurídicamente surrealista– tal como la presentan parte de los países sumergentes habituados a vulnerar el derecho internacional. La realidad indica que la alianza internacional contra la Revolución bolivariana se entabla en el marco de una verdadera lucha de clases geopolítica en donde se dirimen los desafíos futuros –e inmediatos– de la humanidad. Se entablan aquí los intereses de una supremacía capitalista avasallante que ya muestra sin complejos su intención de derribar derechos colectivos, garantías individuales y la soberanía de las propias naciones para consolidar su avance. Es también una lucha contra nuevas formas emergentes de organización social y política que posibiliten otro entendimiento de las relaciones económicas y humanas.
Dicho esto, vemos que en el actual escenario venezolano se han introducido ya todas las variantes tácticas y estratégicas que contempla la “guerra de cuarta generación”, definida ya en 1996 por los coroneles chinos Qiao Liang y Wang Xiangsui, en su libro Guerra irrestricta: nuevo concepto en un mundo globalizado, en donde ambos estrategas se preguntan y exponen: “¿Qué es la guerra irrestricta? Son ataques integrados explotando diversas áreas de vulnerabilidad: Guerra Cultural, controlando o influenciando los puntos de vista culturales de la nación adversaria; Guerra Financiera, subvirtiendo o dominando el sistema bancario del adversario y su mercado de valores; Guerra de las Leyes Internacionales, subvirtiendo o dominando las políticas de las organizaciones internacionales o multinacionales; Guerra Mediática, manipulando los medios de prensa extranjeros”.
Como vemos, este amplio menú, que es mucho más extenso de lo aquí expuesto, se está aplicando en Venezuela con un milimétrico esmero. La pretendida entronización de Juan Guaidó como presidente a cargo y la paralización de los activos venezolanos en el exterior, sumado a la campaña mediática basada en completas tergiversaciones (o mentiras rampantes) contra el Gobierno de Nicolás Maduro, se corresponden fielmente a tres de los postulados señalados por los autores chinos.
«El problema surge para EE.UU. cuando el menú de opciones se reduce sin haber alcanzado los objetivos planteados»
La guerra contra Venezuela trasciende los cánones que entendemos en un conflicto clásico a la vez que desnuda la dificultad que tiene hoy EE.UU. para resolver por la vía militar su conflicto de intereses hegemónicos con Caracas. Es así que la administración Trump se ve obligada a moverse en esta suerte de contienda inmaterial, en cuanto significa no confrontar tropas y máquinas en combate.
La guerra de cuarta generación resulta básicamente eso: una guerra inmaterial, e incluso metafísica, pues entre sus recursos dispone de tácticas psicosociales, de la información y la informática. Atañe también aspectos religiosos como corpus motivacional para obtener resultados políticos o bélicos. El ISIS como fruto del yihadismo promovido por la CIA en la década de 1980 en Afganistán es la prueba palmaria de lo que aquí analizamos.
Si observamos las etapas cumplidas en la desestabilización programática contra el Gobierno de Maduro para reconquistar y luego expandir la influencia estadounidense en nuestra región, veremos que ya se han agotado casi todas las instancias contempladas para la guerra irrestricta. En primer lugar, la opinión pública mundial ha sido debidamente intoxicada contra la Revolución bolivariana desde sus mismos inicios, para rápidamente poder pasar a una fase de intervención indirecta –en 2002– y derrocar a Hugo Chávez mediante un golpe de Estado planificado desde afuera y concretado por actores internos. Ante este fracaso se pasó a una fase política para consolidar una cohesión opositora asesorada por el Departamento de Estado y financiada por la CIA para polarizar el escenario interno venezolano. La muerte de Hugo Chávez de un cáncer fulminante no está probado como una acción dentro de este esquema de agresión irrestricta, aunque si así fuese se ajusta a la lógica del actual conflicto.
Desde el 2014 vimos cómo las guarimbas cumplían tácticas de terrorismo interno, seguidas por la llamada “Operación Jericó” en 2015, para realizar un nuevo intento golpista contra Maduro. En 2016, un desabastecimiento brutal inducido mediante sanciones económicas unilaterales estadounidenses, completaron el panorama de guerra indirecta y continua realizada de forma multidireccional y siempre sin comprometer una participación frontal del hegemón –a excepción de las inherentes acciones diplomáticas y de presión económica asumidas por la Casa Blanca–.
«El ejército permanece unido, fiel a la Constitución Bolivariana y dispuesto para una guerra frontal sin mostrar fisuras dignas de preocupación»
Los actuales intentos de ingresar una mendaz ayuda humanitaria por la frontera colombiana desde Cúcuta, y el hackeo realizado a los servidores de la Central Hidroeléctrica Simón Bolívar en El Gurí, conforman una suerte de maniobras más bien extremas dentro de esa misma guerra irrestricta que no ha logrado consolidar sus objetivos mediante otras tácticas menos visibles. Es decir, se avanza en la visibilidad de la agresión en la misma proporción en que fallan los mecanismos interpuestos. Las invitaciones de Donald Trump, Mike Pence –y otros– a realizar un golpe de Estado en Venezuela, resultan una visión patética que echa por tierra toda la lógica planteada con anterioridad.
El problema surge para EE.UU. cuando el menú de opciones se reduce sin haber alcanzado los objetivos planteados, en tanto vemos que Nicolás Maduro sigue en el poder y la población venezolana acuciada por problemas –creados artificialmente en la mayoría de los casos– sigue dando su apoyo a la Revolución. El ejército permanece unido, fiel a la Constitución Bolivariana y dispuesto para una guerra frontal sin mostrar fisuras dignas de preocupación. A pesar de que cientos de oficiales, incluidos altos mandos, reciben a diario mensajes digitales tentándolos a la deserción a cambio de futuras prerrogativas cuando se produzca la anunciada (pero cada vez más lejana) caída del Gobierno venezolano. Es decir, nada surte efecto. O sus efectos son insuficientes y constituyen un fracaso para la estrategia planteada.
Muchos se preguntan cuál será el futuro de este conflicto y por supuesto las derivaciones posibles son varias y con pronósticos muy diferenciados. ¿Habrá guerra directa? Es posible, pero poco probable si consideramos las cosas desde la perspectiva estadounidense: enormes costos operativos y diplomáticos para una economía peligrosamente comprometida como la norteamericana, ya inmersa en otros frentes prioritarios. Además supondría una agudización de la nueva Guerra Fría que ya está planteada con China y Rusia. Pero sobre todo, un ataque frontal o tercerizado por países limítrofes a Venezuela (Brasil, Ecuador o Colombia) producirá un seguro repudio de las sociedades regionales, haciendo emerger un concepto históricamente indeseado para la diplomacia norteamericana en el hemisferio sur: que EE.UU. es un país enemigo e imperialista del que hay que protegerse.
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Alejo Brignole Analista internacional y escritor