Terrorismo y dominación

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Por Alejo A. Brignole

Hasta la década del 1990 fue el comunismo soviético el gran problema para una hipotética supervivencia estadounidense y de Occidente. Luego hubo un breve paréntesis de una década en donde el enemigo se difuminó y penduló, siempre según los estrategas norteamericanos, entre el poder narco y el terrorismo islámico. La balanza recayó finalmente sobre el terrorismo islámico por la sencilla razón de que su zona de origen e influencia –Oriente Medio– es un punto global de alto valor económico y geoestratégico. En cambio, la guerra contra el narco proporciona cuantiosos gastos militares, pero probablemente muy pocos recursos claves que nutran a la maquinaria productiva norteamericana. Sin dudas la excusa del narcotráfico sirve para el control militarizado de todo el hemisferio, tal como siempre buscó afanosamente Estados Unidos en nuestra región.

En cualquier caso, el petróleo resultaba mucho más atractivo –y necesario– para consolidar la finalidad última de Washington y que condenó a Oriente Medio a la situación actual (tal y como sucedió en el pasado a instancias del colonialismo británico y francés después de la Primera Guerra Mundial). En 2001 y tras el 11-S, difícilmente la guerra contra los cárteles narcos de México, Colombia o Centroamérica hubiese reportado beneficios similares.

Hoy, a continuación de aquellas guerras preventivas de Irak y Afganistán, y la preponderancia de la seguridad estadounidense por sobre el derecho internacional, se ha estructurado una lucha contra el terrorismo de proporciones bíblicas –medievales podríamos decir– debido a las connotaciones religiosas y culturales que unos y otros han dado al conflicto, definiéndolo como “choque de culturas” y con evocaciones a las cruzadas cristianas contra el Islam.

No olvidemos que también Nelson Mandela –probablemente el mayor símbolo humanista del siglo XX, junto con Gandhi– estuvo señalado como “terrorista”.

Una confrontación que empezó su auge con la caída soviética, pero que tres décadas más tarde exhibe líneas difusas y sirve para legitimar la tortura institucionalizada entre otros muchos aplastamientos humanista.

Este terrorismo, como figura enemiga sustitutoria del comunismo, resulta de gran utilidad estratégica debido, fundamentalmente, a que su presencia es fantasmagórica, sin bases militares que atacar ni organizaciones visibles, a excepción del llamado ISIS, Estado Islámico, o Daesh, producido por efecto del intervencionismo yanqui en Irak. Es decir, surgido como un efecto y no como una causa.

Esta corporeidad de un terrorismo casi siempre fantasmal se manifiesta, ante todo, en sus salvajes atentados, aunque aislados y relativamente escasos (muchas veces ni siquiera perpetrados por grupos terroristas sino por los servicios secretos de los propios Estados). Un terrorismo que se ve magnificado por la gran atención que suscita en las cadenas noticiosas occidentales. Fenómeno comunicacional de masas que se encuentra claramente alineado con el interés estadounidense, pues justifica un control militarizado de alcance mundial. Publicitamos el miedo y luego acudimos a ofrecer sus soluciones, distintas al control ciudadano.

Esta amplia difusión mediática, de una coordinación que es programada para todo el orbe, promueve una reacción paranoide que propicia la sanción de leyes regresivas y monstruos jurídicos que permiten avances en la militarización de las políticas y en la criminalización de toda la sociedad, en donde cualquier individuo, por respetuoso de la ley que sea, puede convertirse en sospechoso de afinidades terroristas. Este mismo artículo, que es apenas un ejercicio de reflexión política y una meditación sobre las estrategias ocultas de los intereses corporativos, podría incluso entrar en la categoría de material promotor del terrorismo, pues es lo fantasmagórico y lo difuso lo que define a esta nueva lucha del siglo XXI. No olvidemos que también Nelson Mandela –probablemente el mayor símbolo humanista del siglo XX, junto con Gandhi– estuvo señalado como “terrorista”, en las listas confeccionadas por Estados Unidos. El gran libertador negro fue un enemigo público internacional hasta el día anterior de asumir la presidencia sudafricana. Similar estatus recibió Gandhi, considerado un “terrorista y agitador” por la Corona británica durante sus años de lucha contra el colonialismo; siendo Gandhi el mayor pacifista político de la historia.

No resulta extraño saber que muchas reuniones de gabinete en Washington durante la Era Bush, se iniciaban con rezos colectivos y apelando al Dios.

La indefinición o el carácter difuso de lo que puede llegar a ser considerado “terrorista”, crea así sugestivos nebulosas conceptuales que amplían los márgenes de interpretación y permiten, en última instancia, utilizar razonamientos dispares para quitar del medio todo aquello incómodo para el sistema, catalogándolo según la conveniencia coyuntural. Exactamente como en la Edad Media, que bastaba la sospecha de herejía para comenzar una tarea represiva sin fundamentos claros, pues hasta bostezar durante una celebración religiosa podía ser considerado un acto hereje. Lo cual resultaba un eficaz método para silenciar críticas, atacar librepensadores o eliminar focos de desobediencia al sistema.

Sin dudas las analogías con lo medieval y oscurantista no se agotan allí, aunque sería muy largo de describirlas en este espacio.

Sólo diremos que no resulta extraño saber que muchas reuniones de gabinete en Washington durante la Era Bush, se iniciaban con rezos colectivos y apelando al Dios omnipotente para que permitiera el triunfo de una nación excepcional, elegida por el Señor para hacer justicia entre los hombres.

Tal y como pensaban sus enemigos, los talibanes. Como los terroristas islámicos, que manipularon la idea de que Alá los eligió para hacer una Guerra Santa.

¡Bienvenidos al medioevo!… Pero con Whatsapp y Smart TV.

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