La batalla de los nombres

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Por Alejo A. Brignole

De la diferentes guerras silenciosas que hoy definen las relaciones internacionales, quizás la más importante la que se entabla en la filosofía del lenguaje.

Es comúnmente aceptado por los latinoamericanos y también en otras regiones históricamente relegadas, que debemos prestarnos al juego dialéctico de perpetuar ciertas nominaciones que disponen los países dominantes para definirse a sí mismos y a sus periferias. Sirva de ejemplo nuestro hábito de llamar Primer Mundo a unas naciones que expolian y saquean los respectivos entornos y desvinculan de las decisiones globales a la gran mayoría de los países.

Entonces el interrogante que se plantea es… ¿Por qué multiplicamos el mensaje que nos aplasta? ¿Por qué perpetuamos el sentido elitista de una denominación que nos margina a nosotros y eleva a nuestros oponentes?

Evidentemente existen múltiples razones históricas y sociopolíticas que explicarían la hegemonía de estas dialécticas subordinantes, pero sería importante centrarnos en las posibilidades de impugnar estas tendencias y mecanismos que, de tan enquistados en nuestra dinámica interpretativa de la realidad, ya nos resultan naturales. De la misma manera que el mundo rico nos subordina en su discurso, nosotros deberíamos (y sería muy económico hacerlo desde un punto de vista estratégico) impugnar con las mismas armas estas categorías que nos encasillan en roles y lugares históricos que debemos superar. Sin embargo, antes de superarlos fácticamente, habrá que hacerlo dialécticamente, es decir, en el ámbito de la filosofía del lenguaje.

Desde una postura correctiva del discurso central, sería un avance importante comenzar a introducir nuevos parámetros lingüísticos que minen y horaden el sistema de ideas que nos margina, y que por la doble vía consagra y eleva a la centralidad. Si sabemos que formamos parte asimbiótica de relaciones asimétricas en las cuales nuestra pobreza alimenta la riqueza y el progreso de aquellos países, deberíamos pues referirnos a ellos como países sumergentes, pues para mantener su bienestar y sus múltiples hegemonías sumergen al resto de naciones.

Si establecemos que, en efecto, el mundo rico ha instrumentado a lo largo de la historia moderna diversos mecanismos de dominio, segregación económica, expolio y colonialismo, y ello ha propiciado el hundimiento de regiones enteras y tejidos sociales e interrumpido multitud de procesos desarrollistas, entonces deberíamos elaborar un recurso lingüístico que describa esta realidad. Hacerla visible sería, pues, el inicio para transformarla.

De la misma manera que el mundo rico ha categorizado a países periféricos relativamente industrializados como emergentes (y si emergen, significa que estaban hundidos o sumergidos en alguna situación desfavorable) los países periféricos también deberían nominar con mayor precisión y perspectiva autónoma a aquellas naciones que son exportadoras de atraso y subdesarrollo, es decir, sumergentes.

Sin dudas resultaría muy higiénico iniciar esta labor de zapa que nos ayude a identificar al contrario desde nuestra propia mirada, abandonando definitivamente el carácter unidireccional de la dialéctica dominante, como ha sucedido hasta ahora. La imposición del norte sobre el sur en la articulación de la realidad, comienza con una imposición del discurso, pues es el lenguaje el que permite el acceso a la realidad.

En su célebre novela 1984, el británico George Orwell nos dice que si el pensamiento puede corromper el lenguaje, el lenguaje también puede corromper el pensamiento. En su novela, el objetivo de la neolengua (una forma de expresión utilizada por el Estado totalitario descrito en la ficción) no es crear un medio de expresión sino establecer un canal ideológico. Las analogías entre la obra de Orwell y las relaciones dialécticas entre el norte y el sur son notables.

Por todo ello deberíamos empezar a recorrer un camino de transformación en el uso del lenguaje. Cambiar su relación dialéctica, pues en esa relación se hallan los componentes de nuestra sumisión o liberación. Si aceptamos pasivamente que nuestra realidad es el Tercer Mundo, frente a un Primer Mundo (el mundo mejor y por tanto con derecho a tutelar) estaremos prolongando la cadena que nos ata a una manera falaz de entendernos. Nos introduce en una comprensión del mundo que es esencialmente artificial.

Cuando logremos que en una radio, en la página de un periódico, en la revistas políticas o en un noticiero hablen de países sumergentes en vez de la categorización verticalista de Primer Mundo, estaremos iniciando el camino de nuestra autonomía dialéctica. Nos pensaremos a nosotros mismos sin parámetros alienígenas y renunciando a ser funcionales a las mismas fuerzas que nos destruyen. El camino puede ser largo, pero cambiar el lenguaje es algo asequible al propio hombre común, en tanto la palabra es uno de los instrumentos más democráticos de la civilización y de la cultura. De ahí los esfuerzos por controlarlo que han tenido los diversos sistemas de dominación. Cambiemos el lenguaje, y veremos como lentamente cambiará la realidad.

Pero eso ya depende de nosotros.

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