La hegemonía de Estados Unidos enfrenta una crisis estructural que redefine el panorama geopolítico contemporáneo. Desde los atentados del 11 de septiembre de 2001 y la crisis financiera de 2008, su liderazgo global ha sido erosionado por el ascenso de China y el fortalecimiento de polos de poder como los BRICS. En este contexto, emergen tres posibles escenarios para el reordenamiento global: una transición hegemónica clásica, un esquema bipolar y una multipolaridad creciente.
El primero, la transición hegemónica clásica, plantea que China podría reemplazar a Estados Unidos como potencia dominante, replicando procesos históricos como el desplazamiento de la hegemonía británica tras las guerras mundiales. Sin embargo, esta transición difícilmente será pacífica. La «Trampa de Tucídides» sugiere que una potencia declinante no cede su lugar sin conflicto, lo que alimenta tensiones en regiones clave como Taiwán y el Mar del Sur de China, áreas que podrían anticipar un conflicto bélico de magnitud global.
El segundo escenario, la bipolaridad, encuentra eco en las narrativas occidentales que comparan la competencia entre Estados Unidos y China con la Guerra Fría. Sin embargo, esta analogía es limitada: a diferencia de la confrontación ideológica con la Unión Soviética, las economías de ambos países están profundamente interconectadas. El comercio bilateral, las inversiones cruzadas y la interdependencia en sectores estratégicos, como los semiconductores, dificultan una división clara entre bloques antagónicos. No obstante, esta narrativa es empleada por Washington para justificar su liderazgo global y alinear a sus aliados bajo el discurso de la democracia y los derechos humanos.
El tercer escenario, la multipolaridad, representa un mundo con múltiples centros de poder en lugar de un hegemón, claro. Este modelo, impulsado por actores como China, India y Rusia, podría abrir espacios para alternativas al capitalismo neoliberal si se articula bajo lógicas pluripolares. Sin embargo, esta configuración enfrenta la resistencia activa de Estados Unidos, que refuerza su dominio mediante alianzas estratégicas y un aumento del gasto militar.
El «Lebensraum» norteamericano
En este contexto, la visita de Donald Trump Jr. a Groenlandia y las declaraciones del presidente electo sobre la anexión de territorios soberanos como Groenlandia y Canadá han reavivado las alarmas sobre un resurgimiento del expansionismo territorial estadounidense. Algo ya conocido en América Latina con el nombre de Doctrina Monroe. Groenlandia, con sus vastos recursos y ubicación geoestratégica en el Ártico, representa un enclave clave en los intereses de seguridad de Estados Unidos. La narrativa de Trump al presentar esta adquisición como un «gran negocio inmobiliario» Detrás del discurso económico subyace una estrategia geopolítica más amplia que implica controlar rutas marítimas polares, que “gracias” al cambio climático se abren a la navegación en gran parte del año. Además, esta zona es enormemente rica en recursos minerales.
Este resurgimiento de debates históricos sobre la expansión territorial refuerza el análisis de que el proyecto trumpista busca legitimar la anexión de territorios, bajo la lógica del «Lebensraum», un término que, aunque controversial, se asocia en este contexto con la idea de asegurar el espacio vital para el desarrollo económico y militar de Estados Unidos. El interés renovado en Groenlandia se enmarca en una serie de propuestas que incluyen también la eventual adquisición de bases estratégicas en otras partes del mundo, evocando los antecedentes imperiales que figuras como Theodore Roosevelt Jr. o George W. Bush, a inicios del siglo XXI.
A se vez, la especulación sobre la anexión de Canadá ha generado una fuerte respuesta en el país vecino. Encuestas recientes indican que solo un 13% de los canadienses apoyarían un proceso de este tipo. Esto evidencia la resistencia interna a las narrativas de integración forzada y pone de relieve la complejidad de un proyecto expansionista que podría exacerbar tensiones diplomáticas en el hemisferio norte.
En este contexto, América Latina se encuentra en el centro de las disputas por recursos estratégicos y mercados emergentes. La región, rica en litio, petróleo, gas, biodiversidad y otros bienes esenciales, atrae tanto a Estados Unidos como a China. Sin una estrategia regional coordinada, las políticas exteriores fragmentadas de los gobiernos latinoamericanos intensifican esta disputa.
Estados Unidos, centrado históricamente en mantener su hegemonía hemisférica, ha intensificado la militarización de la región mediante el fortalecimiento del Comando Sur y un discurso que posiciona a China y Rusia como amenazas a contener. La disputa por recursos como el litio ha ocupado un lugar central en su estrategia, reforzando la subordinación de gobiernos aliados y ejerciendo presión sobre aquellos que promueven una política exterior independiente.
China, por su parte ha afianzado su presencia mediante inversiones y acuerdos comerciales que convierten al gigante asiático en socio comercial clave para muchas economías latinoamericanas. Un ejemplo de esto es la inauguración del puerto de Chancay en Perú, uno de los mayores nodos logísticos del pacifico sur.
La política exterior de Donald Trump hacia América Latina
La política exterior de Donald Trump hacia América Latina puede analizarse considerando sus antecedentes y las promesas de su campaña. Su estrategia se basa en un repliegue estratégico enfocado en reforzar el control hemisférico, lo que posiciona a la región como una esfera de influencia prioritaria dentro de su doctrina geopolítica. Esta lógica busca reafirmar la supremacía de Estados Unidos mediante políticas unilaterales y una postura agresiva hacia los gobiernos críticos de su liderazgo.
Uno de los ejes centrales de esta estrategia es la apuesta por acuerdos bilaterales en lugar de los tradicionales mega acuerdos comerciales multilaterales. Al abandonar el multilateralismo, Trump, refuerza la posición dominante de Estados Unidos en el hemisferio occidental, evitando compromisos en escenarios internacionales que puedan diluir su poder de negociación. Este enfoque permite a Washington imponer condiciones más ventajosas en cada acuerdo y mantener a sus socios regionales dentro de su órbita de influencia, a la vez que minimiza su participación en conflictos externos ajenos al continente.
La postura de Trump hacia los gobiernos antiimperialistas se ha caracterizado por un endurecimiento de sanciones y bloqueos económicos, particularmente contra Cuba, Venezuela y Nicaragua. Durante su primer mandato, implementó una política de «máxima presión» destinada a aislar y debilitar a estos procesos, consolidando un cerco político y económico respaldado por figuras clave como Marco Rubio. En contraposición, las administraciones demócratas, como la de Biden, han optado por una estrategia de «Soft Power» que privilegia el diálogo y la diplomacia. Sin embargo, esta estrategia sigue manteniendo elementos de militarización y control de recursos, lo que perpetúa la lógica de subordinación y fragmentación de los movimientos popular- progresistas en la región.
Impactos económicos del proteccionismo y la política monetaria restrictiva
Un eventual gobierno de Trump con políticas proteccionistas y una política monetaria restrictiva tendría efectos significativos sobre economías vulnerables como la argentina. La elevación de aranceles a las importaciones por parte de Estados Unidos podría debilitar el comercio internacional, impactando negativamente a los exportadores argentinos, especialmente aquellos dependientes de mercados globales interconectados.
Uno de los efectos más preocupantes sería el aumento del costo de la deuda externa. Una política monetaria contractiva implementada por la Reserva Federal, con tasas de interés más altas, encarecería el acceso al financiamiento internacional. Para un país como Argentina, cuya economía depende del financiamiento externo para sostener sus cuentas públicas, este escenario significaría un aumento considerable en los costos de refinanciamiento de su deuda, agravando su ya delicada situación fiscal. La apreciación del dólar resultante de estas políticas atraería inversiones hacia activos seguros en mercados desarrollados, lo que podría generar una fuga de capitales desde países emergentes como Argentina. Esta situación presionaría el mercado cambiario y provocaría una devaluación de la moneda local, con consecuencias inflacionarias y una reducción en el poder adquisitivo de la población.
Otro aspecto relevante sería la disminución de la inversión extranjera directa (IED). Las tensiones comerciales globales y el incremento de medidas proteccionistas podrían desincentivar el flujo de capital hacia Argentina, sobre todo si el país mantiene una alta dependencia de mercados externos tanto para la colocación de productos como para el abastecimiento de insumos clave.
Finalmente, un aumento de aranceles a las importaciones impuesto por Estados Unidos tendría un impacto directo en las exportaciones argentinas hacia mercados estratégicos. Este escenario podría verse agravado si China, uno de los principales socios comerciales de Argentina, enfrenta restricciones adicionales en su comercio con Estados Unidos. Una menor demanda global de productos primarios y manufacturados argentinos resultaría en una contracción de los ingresos por exportaciones, con efectos negativos sobre la balanza comercial y el crecimiento económico del país.
Argentina bajo un gobierno alineado con Estados Unidos
La llegada de Javier Milei, al poder en Argentina marcó un giro radical en la política exterior del país, caracterizado por una alineación incondicional con Estados Unidos e Israel. Este cambio de rumbo, inspirado en las denominadas «relaciones carnales» de los años 90, ha tenido un impacto inmediato en la agenda diplomática y geopolítica del país. Una de las decisiones más emblemáticas ha sido la salida de Argentina del bloque BRICS, un espacio clave de articulación con economías emergentes como China, India, Brasil y Sudáfrica. Esta medida ha sido acompañada por un discurso anticomunista que busca reforzar la cercanía ideológica y estratégica con Washington.
Esta estrategia enfrenta importantes contradicciones y desafíos. Si bien el gobierno de Milei, promete atraer inversiones y financiamiento mediante su alineación con la potencia norteamericana, la dinámica económica global contemporánea sigue mostrando el peso creciente de China como principal socio comercial y motor de inversiones en América Latina. En este contexto, el gobierno argentino se ve obligado a mantener abiertas las negociaciones con Beijing, reconociendo de manera implícita la imposibilidad de excluir completamente al gigante asiático de la ecuación económica. Esta situación refleja la complejidad de operar en un mundo multipolar donde los beneficios de una relación exclusiva con Estados Unidos pueden ser limitados frente a las oportunidades que ofrece la diversificación de socios estratégicos.
Además, la política exterior de Milei ha generado debates internos sobre el costo real de esta alineación en términos de autonomía política y desarrollo económico. Críticos de su administración advierten que la adhesión incondicional a los intereses de Washington podría aumentar la dependencia financiera y comprometer la capacidad de negociación de Argentina en foros internacionales. Asimismo, la postura del gobierno en relación con conflictos internacionales y su énfasis en la privatización de recursos estratégicos ha suscitado preocupaciones sobre la pérdida de soberanía en áreas clave como el litio y la infraestructura energética. En este sentido, la política de Milei pone en tensión los objetivos de corto plazo relacionados con la estabilización económica y las demandas de un proyecto de desarrollo nacional soberano y sustentable.
La necesidad de unión regional
América Latina enfrenta el desafío de avanzar hacia una integración regional que fortalezca sus capacidades de negociación frente a las potencias globales. La competencia por recursos como el litio subraya la urgencia de coordinar políticas que eviten la fragmentación. La falta de unidad regional limita la capacidad de respuesta ante las dinámicas globales. Brasil y México han buscado equilibrar sus relaciones con Estados Unidos y China mientras promueven agendas de desarrollo autónomas. No obstante, estas iniciativas requieren mayor coordinación para consolidar un bloque regional sólido y con peso geopolítico propio.
En este escenario, Argentina ocupa un lugar estratégico por su riqueza en recursos y su ubicación geopolítica como puerta de entrada a la Antártida. Sin embargo, la alineación neocolonial y cipayo con Estados Unidos limita su papel en los esfuerzos de integración regional. Las decisiones políticas y económicas de los próximos años determinarán el lugar de la región en el nuevo orden internacional. Una vieja máxima sigue vigente “Unidos o dominados”.
Gonzalo Armúa Argentino, docente y periodista