9 de agosto, Día Internacional de los Crímenes Estadounidenses Contra la Humanidad

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La breve historia de Estados Unidos está llena hasta rebosar de actos tan execrables como los del 9 de agosto. Hay suficientes investigadores que han tratado de poner cifras de víctimas que han provocado la multitud de guerras que Estados Unidos ha generado. No son cálculos fáciles, porque los criterios son difíciles de homologar. Uno de ellos destaca que, solo después de la Segunda Guerra Mundial, la cifra de muertes provocada por EEUU supera los 20 millones en 37 naciones atacadas. Otro estudio realizado por la Universidad de Brown (EEUU) referido a las muertes causadas en Oriente Medio y en Asia tras el 11S habla de 800 mil víctimas directas (sin contar enfermedades y hambrunas provocadas por la destrucción) y 21 millones de desplazados con incidencia en alrededor de 80 países. Cálculos diferentes, también norteamericanos, los cifran en seis millones de muertes y seis países arrasados desde 2001 (Libia, Siria, Somalia, Yemen, Irak y Afganistán).

Ante su propia crisis sistémica interna y su progresivo debilitamiento como primera potencia guerrerista,  hoy existe una creciente conciencia internacional sobre el rol de Estados Unidos como epítome de una civilización que, ya se sabe, camina por la cornisa de la auto extinción. Abismo terrible que se fragua año tras año con cada nueva guerra y cada genocidio silenciado por la prensa corporativa. También con cada nueva opresión de los países fuertes sobre los económicamente más débiles y menos militarizados.

Ese abismo, cuya estructura tiene profundas grietas históricas, se ha ensanchado de manera dramática a partir de la irrupción de Estados Unidos en el escenario civilizatorio, hace ya dos siglos y medio. Influencia siniestra que se expandió como un rojo mar de sangre desde la primera mitad del siglo XX.

Desde entonces, los más delirantes horrores, las injusticias más surrealistas y las opresiones más obscenas se sistematizaron de múltiples maneras, cada vez de forma más científica, con metodologías renovadas y con un pasmoso corpus doctrinal concebido en contra del ser humano y de las naciones.

Esta urdiembre tenebrosa que no ha cesado –sino más bien perfeccionado en sus alcances– tuvo en los sucesivos gobiernos estadounidenses su mejor vanguardia, pues todos ellos desplegaron recursos infinitos, sus dialécticas de muerte, sus máquinas de guerra y sus pensadores más agudos para darle forma a las arquitecturas imperiales que ya conocemos en todos los continentes, pero sobre todo en África y América Latina. Constructos que permitieron a las élites norteamericanas ampliar su hegemonía y asegurar un flujo constante de bienestar a esa misma plutocracia demencial, siempre sedienta de una acumulación sin escrúpulos. Ninguno.

Nuestro mundo está ya configurado según estos esquemas y como tal se halla a las puertas de su propio colapso. Ya no existen acuerdos colectivos que no hayan sido violados con todo tipo de fórmulas infames –o simplemente por la fuerza bruta– mientras hemos sido sumergidos en una deriva militarista que va mucho más allá de nuestra imaginación y genuina comprensión.

Por estas razones resulta de enorme significación simbólica –pero también concreta– que activistas, intelectuales, comunicadores y artistas de diferentes países hagamos oír nuestra voz contra esta herencia necrófila que una sola nación –de momento, la más poderosa– le impone al conjunto humano.

Tras el dantesco genocidio palestino a manos del sionismo israelí, toda la mejor humanidad grita y vibra con el anhelo insatisfecho de vivir en un mundo sin dueños ni opresores. Sin ladrones de la dignidad, ni vejadores de las esperanzas. Esa humanidad interpela a la civilización y a nuestras conciencias sobre el derecho y el imperativo moral de construir algo diferente, alejado de los paradigmas de muerte y saqueo que los Estados unidos ha impuesto a nuestro tiempo y a nuestra casa común, la Tierra.

Estoy convencido de que una forma de esa construcción, quizás pequeña –pero nada desdeñable– es conmemorar cada año el 9 de agosto, Día Internacional de los Crímenes Estadounidenses Contra la Humanidad. Hacerlo en nuestros ámbitos naturales, por humildes que éstos puedan parecer: en nuestras fábricas, escuelas y barrios. En oficinas y claustros universitarios. En los grandes estadios y multitudinarios festivales, pero también en el íntimo seno de nuestras familias. Hagámoslo con nuestros teléfonos y redes sociales. Con nuestros cantos y poesías. Con gestos de furia o con manos amorosas. Debemos conmemorar, recordar, condenar y visibilizar ante quienes quieran escucharnos, que existe un día en donde los horrores más abyectos de un Estado imperialista –y por ello criminal– salen nuevamente a la luz, como un muerto redivivo que nos enseña con su rostro corrompido la barbarie de unos pocos.

Llevemos, pues, esa luz hecha de verdades terribles a este mundo dormido que marcha como ciego hacia aquel abismo negro. Tan negro que sus oscuridades resultan ominosas. Sin embargo, jamás perdamos de vista que nuestra historia colectiva como civilización y como especie puede –y debe– discurrir de otra manera.

Seamos partícipes activos de esa posibilidad.

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Alejo Brignole Argentino, analista internacional, escritor y miembro de la Red de Intelectuales y Artistas en Defensa de la Humanidad (REDH)

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ESTADOS UNIDOS CONTRA LA HUMANIDAD

MÚSICA | «9 de agosto», por Daniel Devita

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