Diagnóstico de una civilización crepuscular que… o renace o se hunde

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Son muchísimas las personas que, a falta de algo mejor, quieren vivir para siempre… aunque sea vivir una vida vacía, sin más esperanza que la de repetir una y otra vez, para la eternidad, la rutina de satisfacer mediocres sensaciones placenteras que aún se hagan sentir a través de una costra de monotonía.

Entre esas personas destaca don Ray Kurtzweil, un señor de los Estados Unidos que ya anunció que se propone vivir “eternamente”, disfrutando de buena salud y en condiciones de ir recobrando gradualmente su juventud, ya que él es un hombre de edad mediana, un cincuentón avanzado, y por supuesto se dispone a pasar su vida eterna disfrutando de un cuerpo que fisiológicamente se mantenga como si no tuviera más de unos 30 o 40 años.

Para conseguirlo, cuenta con que ya hay una combinación de tecnología y medicina pueden conservarlo vivo y sano durante unos 30 años más, tiempo sobradamente suficiente para que los científicos resuelvan unos poquitos problemas que siguen pendientes.

De hecho, ya los biólogos han logrado prolongar la vida de animalitos de laboratorio hasta cuatro veces más que la edad natural de muerte. Animalitos destinados a vivir cinco años han vivido saludablemente más de 20 años.

O sea, según los cálculos de don Ray Kurtzweil, contratando esa clase de servicios biológicos, ya puede darse como un hecho que él podrá vivir cómodamente hasta los 200 años

Una vez conseguido eso, bueno, simplemente a pasarlo bien. A darse una y otra vez esos gustitos propios de una buena vida rutinaria, libre de majaderías metafísicas, teológicas o poéticas, o lo que sea.

Una vida que él considera buena en la medida en que se cumplan, día tras día, año tras año, siglo tras siglo, las mágicas Cuatro palabras que comienzan con la letra c: consumir, comer, y esos otros dos verbos con la letra c, que tienen que ver con el entrepiernas y que, bueno, prefiero no mencionar.

Pero junto con esa noticia sobre Ray Kurtzweil y sus ganas de vivir para siempre, gozando de su orgánica carnalidad, esta semana cobraron importancia otras noticias sobre la vida y la muerte, que, al fin y al cabo, vienen a ser solo noticias sobre el orden y el desorden, es decir, sobre la entropía.

También aquí la noticia reverbera con el concepto de entropía, la gran ley natural que señala que todo fenómeno que se consuma tiene un precio en gasto de la energía disponible, y en pérdida del orden eficaz.

La realidad está hecha de una multitud de fenómenos simultáneos, que son resultado de la unión en un mismo instante, de un conjunto de cosas, de formas y de energías que se encuentran y encajan unas con otras como piezas de un rompecabezas.

El tiempo hace que esa reunión, de cosas, de formas y energías, se transforme, cambie, y, claro, la realidad y la vida obedecen dócilmente al poderoso Señor Tiempo que hace chisporrotear el presente y al instante lo convierte en pasado.

Pero hay otra noticia en el mismo ámbito: en el año 2009, en Washington, el Pentágono, equivalente al Ministerio de Defensa de los Estados Unidos, informó que existe gran preocupación por el aumento exponencial en los casos de suicidio de los jóvenes soldados que prestan servicio en ciertas bases militares estadounidenses, en diversos países del mundo.

Específicamente, el informe indica que el número de suicidios había aumentado, fíjese bien, en un 400%, entre enero de 2008 y enero de 2009.

Es decir, había aumentado exponencialmente el número de jóvenes soldados que, al contrario del señor Kurtzweil, lo que finalmente desean es…  ¡dejar de seguir viviendo!

De hecho, la vida se les vuelve tan insoportable que finalmente resuelven matarla, matar a su propia vida igual que a la de esos otros seres humanos que eventualmente tendrían que matar obedeciendo órdenes de sus superiores.

En realidad, ya en 1999, durante el gobierno de Bill Clinton, en la guerra de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN contra Yugoslavia, un alto funcionario del Gobierno lanzó una severa advertencia sobre los efectos de mandar a jóvenes soldados a realizar cruentos operativos como fuerzas de ocupación.

Según este asesor del presidente Clinton no se trata solo del peligro de que los muchachos sean heridos o muertos. No. Más bien se trata de que todos, incluso los que salen incólumes en sus cuerpos, recibirán heridas invisibles y profundas en sus mentes y en  sus espíritus.

Y esas heridas invisibles serán tanto más ponzoñosas en la medida en que se les ordene a los jóvenes realizar acciones que repugnan a sus valores, especialmente esos valores que se reciben en el seno del hogar.

Cuando sienten que la Ley, el Estado, les manda realizar acciones de sabor criminal, los jóvenes experimentan un descalabro de todo el ordenamiento de su fe, su confianza y sus parámetros sobre cómo se hace el bien y… ¡cómo se perpetra el mal!

Es decir… usted puede imaginarse muy bien qué sentirá, qué cruzará por la psiquis del muchacho en el momento en que tiene que matar a otro ser humano sin estar seguro de que esté haciendo lo correcto.

Imagínese ahora lo que puede haber sentido hace un par de días un soldado israelí en Gaza al disparar contra una niñita de nueve años que lo estaba mirando a los ojos.

En el diario israelí Haaretz se publica el relato de un oficial, artillero de helicóptero, sobre una de las acciones de la invasión de castigo del Ejército israelí sobre Gaza. El soldado cuenta que estaba iniciando el movimiento del disparador de su lanzacohetes, cuando en la cruz de la mira vio aparecer un muchachito palestino como de siete años.

El oficial cuenta que no pudo dispararle, que su mano simplemente se le encabritó, y lanzó el cohete hacia cualquier lado.

Y, oiga, hablando con sinceridad, uno no sabe quién fue más afortunado. ¿Fue aquel niñito que salvó su vida? ¿O fue aquel soldado que se salvó a sí mismo del horror de haber reventado a un niño?

El escritor, crítico de arte y editor en inglés del diario israelí Haaretz, Bradley Burston, comentando la película Bailando Vals con Bashir, del cineasta Ari Folman, enfatiza cómo los mejores artistas en todos los países del mundo están percibiendo que la Historia entró a una nueva era que han llamado “de la postmoralidad”.

Así como el postmodernismo, tal como se deja atrás por obsoleta una tendencia que antes fue moda predominante, la civilización humana, ahora, parece estar dando la condena de muerte… la pena de la obsolescencia, a la moralidad y a la ética.

Es anticuado tener reservas morales, es pasado de moda hacer una objeción de conciencia o preferir “no ganar” si la victoria se paga con la desintegración de nuestro esqueleto ético, la sutil columna vertebral del alma humana.

Cuenta Burston cómo el cineasta logra meter al espectador adentro de un tanque israelí. Cómo hace que el espectador aprenda a darle buena mantención a la ametralladora y a protegerse los oídos cuando se dispara el cañón, y hace que el espectador sienta sobre su piel el overol ennegrecido, hediondo a sudor, a grasa y pólvora…

Y también cómo escuchábamos los disparos que hacían los milicianos cristianos, cómplices de los judíos, cuando comenzaban a asesinar a los refugiados palestinos en los campos de Sabra y Shatila, al sur del Líbano…

Y cómo se nos retuerce el alma en ese laberinto de locura en que el bien y el mal se entrelazan bailando una horrible danza obscenamente apasionada.

La postmoralidad, dice Bradley Burston, nos refiere a cómo desemboca en el darse cuenta, con repugnancia, de que los gobernantes de Israel mienten al igual que sus aliados, y mienten sus adversarios y mienten los aliados de sus adversarios…

Según las famosas profecías de San Malaquías de Irlanda, el actual Papa, Francisco, el único “Papa  negro” en la historia de la Iglesia católica, estaría ya en el umbral de la muerte. No solo por su edad, 86 años, sino por un supuesto designio del destino.

Antes de llamarse Francisco, cuando todavía era el estudiante Jorge Mario Bergoglio, había aceptado su vocación religiosa, a la vez que las primeras nociones de la llamada Teología de la Liberación, que convocaba a la participación de la Iglesia en los movimientos sociales de los trabajadores.

En 1957, a los 21 años, viajó a Chile, al Noviciado de los Jesuitas de Padre Hurtado, donde fue acogido por el célebre profesor y sacerdote Carlos Aldunate y conoció los primeros trabajos de teología social y política, de los jesuitas Karl Rahner y John Courtney.

Asimismo, ese joven sacerdote de la orden jesuita, conocidos como “los curas negros”, por el color de sus sotanas, pudo seguir muy de cerca y con mucha claridad el histórico Concilio Vaticano II, durante los reinados de los papas Juan XXIII y Pablo VI.

Nuevas directrices de justicia social y de ética cristiana se habían unido, dándole un sentido religioso a las aspiraciones de educación, de salud y de oportunidades de desarrollo a las familias de la clase trabajadora.

De hecho, en gran medida los conceptos religioso-sociales del Concilio Vaticano II dieron origen a los poderosos partidos políticos llamados los “Social-Cristianos” y los “Demócrata-Cristianos”, que con mucho éxito gobernaron la reconstrucción de toda Europa después de la Segunda Guerra Mundial.

La vertiginosa recuperación económica y social de las dos principales potencias derrotadas en la Segunda Guerra Mundial, Italia y Alemania, fue bajo gobiernos social-cristiano y social-demócrata, y llegaron a ser las dos principales economías de Europa.

No es del caso analizar aquí los cambios experimentados en la religión, en la moral y en las maneras de vivir que se ponían de moda en el rápido siglo XX. Pero está muy claro que en asuntos de religión los cambios son algo extremadamente peligroso.

Las reformas en la filosofía social de la religión, en el seno de la poderosísima y secretísima organización de la Iglesia católica, provocaron resentimiento y rabia en sectores conservadores de la propia Iglesia y de una masa de fieles que veían la Doctrina Social de la Iglesia como una invasión de “comunistas”.

El obispo francés Marcel Lefevre se declaró en abierta rebeldía contra el papado por su alejamiento de las prácticas tradicionales y anunció que ningún buen católico podía aceptar un diálogo con esa gentuza como son los masones, los judíos y los comunistas, que son “representantes del diablo mismo”.

En esa atmósfera enconada de reacción contra la Doctrina Social de la Iglesia se llegó a formar una alianza, extremadamente sigilosa y oculta, de altos personajes eclesiásticos dispuestos a imponer un retorno al régimen tradicional del pasado.

A la muerte del Papa Paulo VI, en 1978, todavía el aparato político del colegio de cardenales mantenía una pequeña mayoría favorable a continuar la Doctrina Social de la Iglesia, lo que llevó a la elección del cardenal y patriarca de Venecia, Albino Luciani, quien asumió el 26 de agosto como Juan Pablo I, y anunció que mantendría la doctrina de sus predecesores Juan XXIII y Paulo VI.

Un mes y dos días después, el 28 de septiembre, se le encontró muerto en sus habitaciones, en circunstancias suficientemente extrañas como para engendrar sospechas de asesinato. No se le hizo autopsia y no se llegó a ninguna conclusión que no fuera un “caso de muerte por muerte”.

Convocado nuevamente el colegio de cardenales, esta vez fue elegido papa el polaco Karol Wojtyila, cardenal de Cracovia, quien puso abruptamente fin a la Teología de la Liberación y condujo a la Iglesia de regreso a sus viejas tradiciones.

¡Ese fue el gran Papa Juan Pablo II!

Y estamos llegando a una especie de final, por lo menos en las profecías de San Malaquías, que al parecer se ha venido cumpliendo inexorablemente y sorprendentemente siglo tras siglo. Al polaco Wojtyila, Juan Pablo II, lo siguió Joseph Ratzinger, coronado como Papa Benedicto XVI, y caracterizado en la profecía como “Gloria Olivae”.

Y bien que le calza la referencia, ya que él era miembro de la Orden Olivetana, que usa como símbolo la rama de olivo.

Bueno, tras la misteriosa renuncia de Benedicto XVI, solo va quedando el último Papa, que sería “Pedro el Romano”. Pero, ¿por qué ese nombre de Romano para el argentino Jorge Mario Bergoglio, que tomó el nombre de Francisco?

La respuesta es contundente: al salir al balcón del Vaticano tras ser coronado Papa, él quiso mostrar a los fieles las reliquias del apóstol San Pedro, el primer Papa.

Con ello, quizás, se simbolizaría unir el comienzo y el final del Papado. ¿Y eso por qué tendría que importarnos?

Son muchas las señales de que estamos siendo traicionados… incluso traicionados por nosotros mismos.

Entrevistados por el periódico Haaretz, de Israel, muchísimos jóvenes israelíes han declarado abiertamente que para ellos la democracia no sirve para nada y que Israel necesita una dictadura fuerte y capaz de tomar decisiones dramáticas, más allá de las sensiblerías pacifistas.

Oiga… pero ocurre que también en Polonia y en Rusia, en Alemania, Gran Bretaña, Francia, los Estados Unidos y Brasil, hay una minoría que crece y crece, formada también por jóvenes que desprecian a los políticos y desprecian la democracia. Un sondeo en Brasil indicó que un 30% de los jóvenes menores de 18 años creen que la democracia no sirve para nada.

En Argentina, la proporción es prácticamente la misma.

Hablábamos de vida y muerte, de orden y desorden, como expresiones de la entropía. Pues bien, el desorden climático, con ventarrones de más de 60km por hora, de un aire recalentado a más de 40°C, complementa la ola de nieve y hielo que está paralizando a Europa.

El desorden de la economía, la adulteración de los procesos de producción y abastecimiento para las necesidades de la Humanidad…

El desorden en el sentimiento y el pensamiento religioso y político…

Buena cosa, ¿no es eso un cuadro de diagnóstico de una civilización crepuscular que… o renace o se hunde?

Hay que tratar de entender todo esto. Pareciera que es la Humanidad entera la que está enfureciéndose.

¡Cuídense, gente amiga!…

¡Hay peligro!

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Ruperto Concha Chileno, analista internacional

Juan José Peralta Ibáñez
Fotógrafo documentalista, fotoperiodismo, naturaleza, video, música

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