En tiempos donde toda clase de información está al alcance de la mano, donde las comunicaciones han alcanzado dimensiones impensadas, se cree que podemos y debemos saber todo sobre cualquier tema. La pandemia recién vivida pareciera mostrar que podemos ser especialistas en todo: sabemos más que los médicos, más que los científicos, somos expertos en vacunas, remedios caseros y químicos y luego vamos por más.
Somos expertos en economía, sabemos perfectamente el porqué de la crisis mundial, en política; sabemos que Rusia invadió Ucrania, porque despertó de mal humor. En zoología, estamos seguros que un zorro puede ser domesticado como un manso perrito en cuestión de meses; y en geología, que es posible que la tierra sea plana.
No se niega la gran utilidad de muchos conocimientos que antes no estaban accesibles, y que día a día han facilitado nuestra vida. Podemos instalar el software de nuestro celular, aprender idiomas, planificar vacaciones. Se nos ha impuesto la necesidad de no ignorar nada, y esto ha provocado, entre otras cosas, una desconfianza en los expertos.
En una anterior columna se dijo que nadie sabe todo, sobre todo, y ni siquiera sobre un solo tema. Ningún experto en astronomía lo sabrá todo sobre los astros, pero la experiencia que poseen hará que sepan y estén consciente del tamaño de su ignorancia, mientras que los inexpertos, al conocer que los primeros ignoran algo, se creen con la autoridad para cuestionarlos, ya que ahora tienen el “poder” que creen les da el tener acceso a “toda información” a través de la Internet.
Hoy se discute hasta la redondez de la Tierra y se cree que los científicos escoden la existencia de los megalodón, lo que dio lugar al fenómeno del koribaumerismo.
La ignorancia parece ya no ser posible, y muchos no parecen darse cuenta de la paradoja de la comunicación moderna: cuanta más información recibimos (verificada o no), menos informados estamos.
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Enrique Claros Boliviano, gestor cultural
