Schomburgk: El funesto pirata que sembró la discordia en el Esequibo

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Una particular dificultad para la narrativa antiimperialista de los pueblos a través de la historia, ha sido siempre la disparidad entre los periodos con los que se miden los imperios en relación a los que usan como referentes los estados nación que conocemos en el modelo democrático contemporáneo.

Para los imperios, la evolución es un proceso infinito que puede llegar a proyectarse más allá de los siglos, mientras que para las sociedades democráticas la expectativa del crecimiento o de la transformación del Estado se reduce a los cortos periodos de gobierno que establezcan sus textos constitucionales.

Cuando un imperio se propone una acción o una política de Estado que de alguna manera impacte sobre su proceso de consolidación, lo usual es que los cálculos de sus operadores políticos hayan sido trazados bajo la perspectiva del más largo plazo, en la que al operador no le importa en lo más mínimo si le alcanzará la vida para ver los efectos de dichas acciones, sino el cumplimiento de su rol como pieza clave de una historia que puede demorar siglos en concretarse.

En cambio, en los Estados modernos regidos, por lo general, por la lógica de la libertad y la democracia  las expectativas del desarrollo se establecen a partir de una absurda noción de inmediatez, la mayoría de las veces inviable. En estos países, donde los periodos de gobierno se establecen en promedio para entre cinco, seis y hasta ocho años de duración, la élite gobernante está obligada a producir cambios y efectuar transformaciones de fondo en cosa de pocos meses y en esa dirección trabajan los equipos de los gobiernos de turno en cada caso.

Pero, bajo la lógica imperialista, la historia estuvo siempre llena de personajes que estuvieron conscientes de que el verdadero y definitivo rédito de su paso por la vida no sería otra cosa que la eventual notoriedad que les deparará la historia y que la concreción de su obra no sería perceptible por la humanidad ni en el corto ni el mediano plazo, sino mucho más allá.

El diferendo que Venezuela discute hoy con Guyana, originado desde hace casi dos siglos, ha tenido a través del tiempo actores que trabajaron no para concretar una obra que diera resultados en lo inmediato, sino para sembrar un conflicto que tendería a perpetuarse mediante la discordia y la guerra con la que generaciones posteriores pudieran obtener algún beneficio.

El más prominente sin lugar a dudas fue aquel naturalista pirata de apellido Schomburgk, que fuera contratado por el imperio británico para trazar de manera antojadiza los límites en la región selvática más agreste del Continente por aquel entonces, sin el menor criterio topográfico o instrumentación científica adecuada para tal fin, ni mucho menos el soporte cartográfico oficial que orientara correctamente y revistiera de algún atisbo de legalidad su insulso trazado.

Avieso recurso que jamás podrá ser atribuido a falla humana o carencia alguna de documentación o elementos de juicio, porque siempre ha estado claro que no se trató nunca de ninguna otra cosa que de un despojo orquestado por Gran Bretaña gracias a la relativa condición de precariedad en la que se encontraba la naciente República de Venezuela para enfrentar una confrontación como la que podría haberse desatado en ese momento como respuesta a la expresa violación en curso de su soberanía.

Gracias a la arbitrariedad de ese nefasto personaje es por lo que puede resurgir hoy la voracidad imperialista con la misma evidente intención de aprovechar una eventual fragilidad de nuestro país en virtud de la compleja coyuntura de dificultades generadas en los últimos años por la derecha nacional e internacional en connivencia con los poderes fácticos de los mismos bucaneros que desde siempre han pretendido desmembrar a Venezuela para arrebatarle sus riquezas y sus potencialidades como nación independiente y soberana.

La naturaleza compleja del diferendo, o más bien de las eventuales opciones para solucionarlo, revelan que el interés de los filibusteros del imperio británico ha sido siempre la de buscar fatigar la capacidad de respuesta venezolana a medida que transcurriera el tiempo y se consolidaran en el derecho internacional los parámetros de la nueva realidad jurídica que buscan favorecer cada vez más a naciones recién independizadas como Guyana, teniendo en cuenta lo atípico de ese evento de cesión de independencia a la antigua colonia sin haber zanjado primero el litigio limítrofe.

Haber erigido, como fue lo usual a través de la historia en todo territorio asediado por fuerzas enemigas, la muralla que sirviera como obstáculo a Schomburgk a la hora de llevar a cabo aquella demarcación del despojo, podría haber sido la barrera idónea con la que Venezuela defendiera desde un principio sus derechos sobre el Esequibo. Con el transcurrir del tiempo, esas fortificaciones, que los mismos imperios usaron desde siempre para asegurar el resguardo de sus linderos y sus propiedades, pasaron a ser emblemas imponentes de civilizaciones y pueblos cuya sobrevivencia se debió en algún momento a la inviolabilidad de esas legendarias estructuras.

Pero en el Esequibo no hubo nunca una muralla que no fuera la poderosa barrera natural de su torrente. Quizás esa particular condición, que en sí misma tenía que haber sido respetada por Inglaterra como lindero obvio e indiscutible, tal como lo fue siglos antes para el asentamiento de la colonia española en nuestro suelo, fue la que le hizo pensar muy errónea pero muy convenientemente a la corona inglesa que todas aquellas tierras estaban a su más entera disposición.

Los tiempos han cambiado y por mucho que ese viejo imperio siga pensando en los mismos términos de antaño, la realidad venezolana es completamente distinta a la de aquel país precario que se encontró en el pasado.

La muralla que hoy demarca imponente la soberanía de nuestro país sobre el territorio Esequibo es el imbatible pueblo venezolano que una vez más se pone de pie frente a la ignominiosa pretensión extranjera de arrebatarle lo que ha sido siempre suyo. Contra esa inmensa fortificación de amor y de entrega por la Patria es contra lo que hoy le toca lidiar a ese viejo y destartalado imperialismo que a duras penas sobrevive hoy a sus propias e inmorales miserias.

El Referéndum Consultivo del 3 de diciembre será una masiva y contundente ratificación de esa legendaria e irreductible vocación patriótica del pueblo venezolano.

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Alberto Aranguibel B. Venezolano, comunicador social

Las opiniones expresadas en esta sección son de exclusiva responsabilidad del autor/a

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