Por Pedro Ballestero
Manuelote fue la primera obra de teatro que llegó a mis manos. En la carátula del libro se leía en letras rojas «Teatro breve». Transcurría el penúltimo mes de 1980, y no sé si por esos juegos que tiene el drama, la comedia y la tragedia, Rengifo dejaba para siempre las tablas del mundo terrenal y yo descubría que el teatro era una de las grandes pasiones de mi vida.
En 1985 llego a Caracas y comienzo a estudiar actuación en la Escuela Nacional de Artes Escénicas César Rengifo y a conocer maestros del teatro que habían sido sus amigos: Luis Pardi, director y cocreador de dicha escuela, y al eminente maestro de historia del teatro: Orlando Rodríguez.
Pero a César lo fui conociendo poco a poco. En los perros de sus cuadros, en los ojos plasmados en sus pinturas, en su tenaz obstinación por mostrarnos una Venezuela que no estaba en las vitrinas de exhibición.
Y así seguí descubriendo a Rengifo, caminando por el Paseo Los Próceres, viendo sus murales y sintiendo un profundo orgullo por estar estudiando en la escuela de teatro que llevaba su nombre.
En 1997 entré a trabajar como docente en la escuela donde había estudiado.
Eso no me hacía estar ni más lejos ni más cerca del maestro, pero me hacía comprenderlo en una dimensión más profunda. César era un lente que me hacía entender el país donde había nacido.
Él me dijo en sus obras que Venezuela tenía una historia que había que quererla, para poder comprenderla y asumirla como propia.
Rengifo está vivo, pero no está en las tablas. Rengifo está vigente y late fuerte en algunos corazones de quienes creemos en su legado.
Rengifo, al igual que Alí Primera y Aquiles Nazoa, conforman el árbol de tres raíces de la idiosincrasia cultural venezolana.
En estos tiempos en que tanto nos atacan, por estar rebotando con el común de la política mundial, recordemos que César dejó Una espiga sembrada en Carabobo.
Si hoy estuviera vivo, estuviese cumpliendo 105 años. Le prepararía una torta de coco con Aitana y me llevaría el cuatro.
Lo imagino vestido de azul, con sus tirantes marrones.
Le cantaría todas las canciones de Otilio Galíndez y me imagino que se enamoraría y pintaría una y otra vez la parte que dice: «Más allá viene un perro que es puro hueso, con ladridos del hambre que Dios le puso».
Te abrazo fuerte, padre y maestro César, al que –sin él saberlo– elegí como guía en el camino que sigo cruzando, entre puntos y guarañas.
__________________________________________________________________
Pedro Ballestero Director de teatro