Por Ana Cristina Bracho
La educación es de los procesos humanos más hermosos. Suelo imaginarlo como una línea imaginaria infinita que nos conecta con lo que nuestros padres y madres fueron y les llega a nuestros hijos e hijas para ayudarles a ser lo que serán. Por ello, educar no es transferir y depositar saberes, sino aprender a preguntar, a crear, a pensar.
¿Cómo se hace eso? ¿Cómo nace el nuevo estudiante? ¿Cómo se hace el nuevo maestro? Creo que desde que Simón Rodríguez se sentaba bajo sus ceibas lo estamos pensando. Esta tarea la retomó brillantemente el buen maestro Beltrán Prieto, que nos legó esa idea de la función docente del Estado y nos dejó tanto trabajo pendiente.
Hoy todas las cosas que antes no resolvimos nos caen encima. Tenemos que educar con lo que tenemos y de maneras que nunca lo habíamos pensado. Con el paso de los días, educar se ha vuelto una especie de obsesión nacional. Queremos, noblemente, que los estudiantes no pierdan un solo día, que todos aprovechen el tiempo, que lean, que escriban, que creen.
Para hacerlo, hemos podido contestar las preguntas más grandes pero nos han surgido un millar de pequeñas preguntitas odiosas, fulminantes. Las madres comienzan a ver dos cosas que antes no vieron. Primero, que ser maestra es un trabajo difícil y exigente. Segundo, que no todas las maestras están tan capacitadas para enseñar como ellas pensaban.
Una amiga recopila meticulosamente las faltas de ortografía que comete la maestra cuando escribe las instrucciones para la actividad del día, al tiempo que otra se sulfura cuando recibe la instrucción de hacer una tarea para la cual su hijo no tiene la habilidad y ella no tiene los materiales. Ambas lucen cansadas, nerviosas y convencidas que el proceso no va exactamente bien.
Algunas cosas ya resultan evidentes. La primera es que la educación a distancia es un concepto que tiene sus características y que el aula no se calca con una pantalla. La idea de poner a maestros a dictar clases por televisión revela que muchos de ellos no conocen un estudio ni el correcto uso de las cámaras; que el viejo formato de simular un salón no convence a un millenial, cuya atención se reduce, porque el orador tiene mucha competencia, y que en última instancia se puede dormir, distraer e incluso retirar sin que nadie se dé cuenta.
«Educar no es transferir y depositar saberes, sino aprender a preguntar, a crear, a pensar»
La segunda es que seguimos pensando en la educación desde una concepción que Freire denominaba “educación bancaria”, en la que “el único margen de acción que se ofrece a los educandos es el de recibir los depósitos, guardarlos y archivarlos”, porque creemos que lo fundamental es evaluar y para ello la herramienta fundamental es mandar a hacer tareas. Incluso se ha reducido dramáticamente la interacción del estudiante con el profesor, maestro o instructor. Se trata tan solo que el estudiante como subordinado obedezca y que lo haga en el tiempo, forma y modo que se le indica.
La tercera es una de las que me resulta más curiosa. Hemos decidido tratar la educación a todos los niveles desde la óptica que se adoptó para la educación básica y obligatoria. Es cierto, por ley en esta etapa el Estado debe recurrir a cualquier alternativa que evite que las clases se detengan y todos, incluso si no les gusta estudiar, deben recibir esta formación. ¿Funciona esto del mismo modo con los niveles de educación no obligatorios?
Un estudiante inscrito en la maestría, en la que actualmente doy clases, al segundo día se retiró. Su motivación era clara y sencilla: no quería estudiar a distancia y se había anotado para un curso presencial. Cuando mejoren las cosas –me dijo– me vuelvo a inscribir, y sin ningún drama abandonó el barco lleno de turbulencias por la falta de Internet, el desconocimiento de los medios utilizados para la educación virtual y el deber de leer por horas pantallas de computadora o celular.
¿Estamos realmente adecuados al ejercicio de autodisciplina que conlleva la lectura solitaria e incómoda de documentos digitales? La mayor parte de los estudiantes que conozco parecen bastante insatisfechos, necesitan la voz que les guía, el pizarrón que les esquematiza y, finalmente, la socialización con los otros en espacios que les son privativos, donde ese profesor que no es más que un número de teléfono, simplemente no participa.
Cuando una, en tiempos normales, camina por la calle o asiste a un espacio público, tiene la impresión que la gente pasa en estos tiempos la mayor parte de su tiempo leyendo la pantalla de su celular. Ni siquiera la seriedad de una clase, la majestuosidad de una conferencia o la emoción de un concierto hacen que suelten aquel aparato.
Hace más de 20 años, Giovanni Sartori pensaba que ese uso permanente del Internet iba a cambiar las cosas y nuestra manera de vivir. Íbamos a tender a ver la vida de otro modo, uno que él consideraba teledirigido o intermediado. Perderíamos el placer de ir a ver a un artista y lo sustituiríamos por el placer de publicar una foto o un video que pruebe que lo vimos.
«Es tiempo de aprovechar la crisis para saldar las deudas de reflexionar cuál es la educación que ha de brindarse en el país y cómo debe adecuarse, para dejar atrás aquel lastre irreflexivo, bancario y colonialista»
Por estas razones, nosotros podríamos creer que la gente se adaptaría fácilmente a leer e incluso a estudiar en línea. A un mes de ejercicio como “profesora virtual”, creo que esto no es cierto. La gente sufre de una especie de parálisis al encontrarse palabras serias en un chat y sufre de pánico cuando el adjunto del chat no es una imagen que hace reír, sino un documento PDF en blanco y negro, cargado de conceptos y bibliografías.
Me descubro pensando sobre esto e intentando darles a mis clases una apariencia de chat. Incluyendo imágenes que les den ánimo, emoticones y consejos. Al rato, la mensajería se desborda y parece que es más contagioso el desánimo que el optimismo. Allí me doy cuenta que mi capacitación docente y los cursos virtuales que he hecho no me han dado herramientas para convencer a nadie que siga estudiando en un clima apocalíptico como este.
Se me devela otro sujeto cuando empiezo a recorrer estas ideas. Otras preguntas. ¿Hemos pensado en el/la profesor/a, en el/la maestro/a, en el/la instructor/a en medio de esta pandemia? ¿Cuáles son las herramientas que requiere? ¿El apoyo, la infraestructura o la capacitación?
En estos días, alguien me recordaba que la docencia en Venezuela, en especial en posgrado, es casi un acto de voluntad. Las remuneraciones han hecho tan poco atractivo el trabajo universitario que la mayor parte de los miembros de los claustros lo hacen por actualizarse o prestar un servicio social. ¿Puede esto seguir así en medio de la pandemia? ¿Cómo se sufragan los gastos de conectividad, del acceso a los materiales, entre otros?
En medio de todo esto, me sorprenden algunas cosas y me generan enormes alegrías. La primera es ver que las propuestas de educación en línea que recibo son cada vez más variadas y la mayor parte gratuitas. Que instituciones como Unearte, el Inces, la Fundación de Museos Nacionales y otras universidades anuncian que han debido cerrar los cupos por exceso de solicitudes y que mis propios/as estudiantes siguen en su mayoría tratando, semana a semana, de avanzar.
Finalmente, dos cosas se me hacen palpables y no son contradictorias, sino complementarias. Es tiempo de aprovechar la crisis para saldar las deudas de reflexionar cuál es la educación que ha de brindarse en el país y cómo debe adecuarse, para dejar atrás aquel lastre irreflexivo, bancario y colonialista que hemos arrastrado. Segundo, sé que en este esfuerzo –que debe buscarse los mecanismos para hacerlo más llevadero y satisfactorio– valdrá la pena, pero no debe darse por natural o automático, sino como difícil pero posible, que debe revisarse y mejorarse, semana tras semana, curso tras curso.
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Ana Cristina Bracho Abogada