Por Katia Gumucio
Van cinco días y el papel sigue en blanco, hay tanto por decir y nada sale, el dilema está ahí, sin identificar, cómodamente sentado en su poltrona, nos mira, respira al lado y nosotras aquí, sintiendo su respiración cerca a la oreja, al cuello. Viendo cómo el sueño se va transformando en melancolía, en rabia, resistiéndonos desde la palabra y el silencio a transformarlo en pesadilla, buscando la forma de salvarlo.
La música, las series, el arte, se asoman en silencio a observarnos, diciendo vamos a hacerlo de nuevo, a rescatar con palabras la esperanza, empecemos con una, una chiquita. Las grandes revoluciones mantienen la esperanza y la sonrisa, son posibles cuando nos encontramos y el arte es territorio de encuentros.
“Si no puedo bailar, tu revolución no me interesa”, dijo Emma Goldman, allá por 1917, en plena crisis de la Revolución rusa, siendo previamente considerada la mujer más peligrosa para el gobierno norteamericano, cosas del exilio. Más o menos por ahí, Soledad denunciaba los privilegios de “nacer hombre”, mientras Martí afirmaba: “Los derechos se toman, no se piden, se arrancan, no se mendigan”.
El arte es revolución, nos lo contaron las paredes, condenadas al blanco impoluto en épocas de dictadura; cuando pensar era altamente peligroso. En Argentina, las “locas de la Plaza de Mayo, eran ejemplo de salud mental, porque ellas se negaron a olvidar en tiempos de amnesia obligatoria”, nos recuerda Galeano. Mientras en Chile nacía la “Cantata de Santa María de Iquique”, de Quilapayún, e Inti-Illimani nos preguntaba “¿Qué dirá el Santo Padre?” Y Violeta se hacía jardinera.
“Si uno es honrado y honesto, se compromete para siempre con su pueblo y no hay fuerza capaz de separarlo de su pueblo, que le mostró esa confianza y esa solidaridad”, nos dijo Domitila, cuando le permitimos hablar.
“La nación clandestina” nos obligó a mirarnos, cuando el individualismo había roto los espejos en que quisimos reconocernos.
Gracias a la vida que me ha dado tanto, y mientras cambia, todo cambia y se esparcen los susurros de papel, como la pólvora.
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Katia Gumucio Periodista