Por Javier Larraín
Lo absurdo y criminal sería
no ayudarte con más fuerza cada día,
no ponerse de tu lado
ni luchar aquí contigo
por la vida.
Noel Nicola
No es nada raro al andar La Habana –como nos convida el historiador Eusebio Leal– hallar entre la grandiosa arquitectura colonial y moderna, además de simpáticas gentes, obras que homenajean las más nobles luchas sociales de mujeres y hombres por su emancipación, erigidas con motivo de recordar de dónde vinimos y hacia dónde vamos.
De esta manera, del Teatro Karl Marx –el Prometeo de Tréveris– en Miramar, podemos allegarnos pronto hasta el Parque Víctor Hugo en El Vedado y rendir tributo a la gesta estoica de Bobby Sands y sus compañeros del IRA, muertos en la huelga de hambre por la independencia irlandesa en 1981. También en ese barrio somos testigos de la Avenida de los Presidentes, donde se congregan Simón Bolívar, Eloy Alfaro, el valeroso Omar Torrijos y el consecuente socialista Salvador Allende.
En lugares algo más alejados presenciamos la Colina Lenin en Regla, un maravilloso monumento del pueblo trabajador al Prometeo ruso; el Hospital Clínico Quirúrgico Miguel Enríquez en el Municipio 10 de Octubre, cuyo nombre recuerda al líder del MIR chileno, de quien el propio dirigente comunista cubano Armando Hart Dávalos dijera que “despuntaba un jefe de Revolución”; y claro, emplazado en el corazón de la amplia y transitada calle 26 contemplamos con orgullo el Parque Ho Chi Minh, donde el Tío Ho nos mira inquisitivo.
Ya en Centro Habana, al arrimarnos al Parque de la Fraternidad somos testigos predilectos de una inusitada aunque justa reunión entre Abraham Lincoln –presidente que abolió la esclavitud en EE.UU.–, el precursor independentista venezolano Francisco de Miranda, el preclaro haitiano Toussaint Louverture, los amigos José de San Martín y Bernardo O’Higgins, el decoroso y valiente Benito Juárez, entre otros. Por supuesto, de regreso en El Vedado, para las y los amantes de la subversión se reserva una esquinita de poesía como bala –y nunca flores– en el modesto frontis de un edificio de la calle J, entre 9 y 7, donde se inscribe la tarja que dice: «En este edificio vivió el gran revolucionario y poeta salvadoreño Roque Dalton (1935-1975), quien escribió: ‘Dos patrias tengo yo: Cuba y la mía’. La Habana, mayo de 2015».
Y, por fin, al llegar al Malecón nos topamos con la Casa, la Casa de todas y todos, la Casa de las Américas, la de Mario Benedetti y Julio Cortázar, de René Depestre y Manuel Galich, por donde caminara el boliviano René Zavaleta Mercado, trazaran sus lienzos Roberto Matta y Mariano Rodríguez, recitaran Gelman, Neruda, Guillén, Ernesto Cardenal, Onetti y Eduardo Galeano, guitacanturrearan Mercedes Sosa, Carlos Puebla, Sara González, Víctor Jara y Viglietti, y donde juntos se estrenaran en la Sala Che Guevara –cual daltónicos trovadores revoltosos– Silvio Rodríguez, Pablo Milanés y Noel Nicola, el 18 de febrero de 1968. Todas y todos capitaneados por la inagotable Haydée Santamaría primero, y por el insustituible Quijote caribeño Roberto Fernández Retamar después.
Ah, y para no olvidarnos, a tan sólo cuatro cuadras de la Casa, en Calzada esquina calle G, el Hotel Presidente, hogar de paso de Haydée Tamara Bunke (Tania), del poeta y guerrillero peruano Javier Heraud, y de tantas y tantos revolucionarios de América y del Tercer Mundo que pasaron algún día por la isla en parada obligada antes de disponerse a asaltar los cielos en sus respectivas patrias chiquitas, como Jorge Ricardo Masetti, Rodolfo Walsh, Luciano Cruz, Juan Pablo Chang-Navarro, Carlos Marighella, Carlos Lamarca, Mario Roberto Santucho, Raúl Sendic, Beatriz Allende, Inti Peredo y Carlos Fonseca Amador.
En sus Versos sencillos, esa “misteriosa presencia” llamada José Martí –como le definió el escritor José Lezama Lima– juró: “Con los pobres de la tierra quiero yo mi suerte echar”. Desde entonces, Cuba ahijó y se hizo hija de los pobres de la tierra, recibiendo el socorro presuroso del dominicano Máximo Gómez en la segunda guerra de independencia y del venezolano Carlos Aponte cuando la lucha de Antonio Guiteras por una revolución socialista contra el Batista infame; además del abrazo despojado y sincero de Ernesto Che Guevara desde el exilio de los moncadistas en México.
El mismísimo Julio Antonio Mella, fundador del Partido Comunista cubano, no pudo si no disponer sus oídos receptivos al juramento martiano y apoyar sin condiciones la hazaña de Augusto César Sandino y su “pequeño ejército loco” en Nicaragua. De hecho, años antes de conducir la guerra de guerrilleras en la Sierra Maestra, el joven Fidel se enroló en las campañas para librar a la República Dominicana del sanguinario dictador Trujillo.
De este modo, con enrabiada coherencia, después del 1 de enero de 1959 la Cuba de los rebeldes martianos y comunistas se hizo América y el mundo, a la vez que América y el mundo se hicieron Cuba. Las y los pobres de la tierra tuvieron sus primeros programas políticos con la Primera y Segunda Declaración de La Habana, sus coordinadoras libertarias regionales y mundiales con la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS) y la Organización de Solidaridad de los Pueblos de África, Asia y América Latina (Ospaaal), la verdad histórica de que se debe combatir al imperialismo en cualquier rincón del mundo y es posible construir aquí y ahora –incluso a 90 millas de los EE.UU.– el socialismo.
Pasar revista a los primeros 60 años de la Revolución cubana es hacer memoria de cientos de mujeres y hombres, epopeyas, resistencias heroicas, internacionalistas combates en tierras africanas, latinoamericanas y asiáticas, es precisar, como dijera nuevamente Martí, que “la libertad cuesta muy cara y es necesario, o resignarse a vivir sin ella, o decidirse a comprarla por su precio”. Si Karl Marx conminó a los proletarios de todos los países a unirse, Martí y Fidel acudieron a la misma arma y ofrendaron sus vidas por las y los pobres de Cuba y la tierra toda, convencidos de que sólo la lucha unida contra el capitalismo y por el socialismo nos hará libres.