Por Javier Larraín
Con el triunfo de la Revolución cubana, el 1 de enero de 1959, no sólo fue derrocado uno de los más trogloditas, sanguinarios y chimpancé –no da para gorila– militares del Caribe, Fulgencio Batista, sino que además trastabillaron los planes de explotación capitalista que las burguesías nativas tenían reservados para las amplias mayorías de nuestra América. En efecto, en menos de un lustro, la nueva Cuba abrazó abiertamente las ideas humanistas de José Martí, el comunismo de Carlos Marx, Federico Engels, Lenin y José Carlos Mariátegui, y se dispuso a construir aceleradamente la primera revolución democrática-popular, agraria, antiimperialista y socialista del Hemisferio occidental.
Hasta antes de aquel año, verdadero «parteaguas» en la historia de las luchas sociales y políticas de las y los pobres del continente, la vieja Cuba fue una semicolonia yanqui devenida en guarida de mafiosos de la talla de Al Capone, Lucky Luciano, Meyer Lansky y Santo Trafficante Jr. Tal como quedó espléndidamente registrado en el film dirigido por Francis Ford Coppola: “El Padrino”.
Las tempranas medidas adoptadas por «los barbudos del Granma», como la depuración de los Tribunales de Justicia y Fiscalía, la Ley Orgánica de las Fuerzas Armadas, la intervención de la Compañía Cubana de Teléfonos, la Reforma Urbana, el uso público de las playas, la Ley de Reforma Agraria y la creación de las Milicias Nacionales Revolucionarias (MNR), entre otras, causaron tres efectos: 1) La Revolución amplió su base social de apoyo entre los pobres del campo y de las ciudades; 2) La Revolución creó las condiciones materiales para la extinción de todas las formas explotación social y con ello facilitó la emancipación económica, racial y de género; 3) La burguesía nacional y extranjera –sobre todo estadounidense– reaccionó con fiereza ante la pérdida de sus privilegios y la emergencia de una radical revolución, como dijera el propio Fidel Castro, “de”, “por” y “para” los humildes.
Como en décadas pasadas, cuando una internacional burguesa liderada por el Imperio Británico, Francia y EE.UU. –junto a otra decena de países– intentó ahogar en sangre a una recién nacida Revolución bolchevique, fue invadida también la isla por mercenarios en Playa Girón (1961), amenazada con hacerla desaparecer de la Tierra a punta de bombas nucleares en la Crisis de Octubre (1962) y, entre tantos macabros estratagemas, sometida al más cruel e inhumano bloqueo económico, comercial y financiero de la historia universal (1962 hasta la fecha).
Con la desintegración de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas-URSS (1991) y la consecuente desaparición del Consejo de Asistencia Económica Mutua-CAME (1991), la Revolución cubana dio inicio al Periodo Especial en Tiempo de Paz, sobrellevando otra ofensiva del capital empecinado –en la nueva coyuntura– en endurecer el bloqueo mediante las leyes Torricelli (1992), Helms-Burton (1996) y Reforma de las Sanciones Comerciales e Incremento de las Exportaciones (2000). Poniéndose a prueba Cuba, otra vez, frente al amenazante objetivo original del bloqueo que, en palabras del secretario asistente de Estado del presidente Eisenhower, Lester Mallory, era y continúa siendo: “provocar hambre, desesperación y el derrocamiento del gobierno”.
El bloqueo ha significado a la nación caribeña un costo que asciende a los 933 mil 678 millones de dólares, lo que equivale a aproximadamente 25 veces la economía de Bolivia (2017). En el libro de ensayos “Cuba defendida”, el prestigioso escritor cubano Roberto Fernández Retamar nos habló del imaginario “Haipacu”, utopía emanada de la Revolución de Haití, la Paraguay del doctor Francia y la Revolución socialista de Cuba, tres procesos liberadores radicales, tres intentos de redención humana, tres modelos genuinos autónomos-antiimperialistas- nuestroamericanistas, tres experiencias enérgicamente reprimidas por los imperios metropolitanos y las oligarquías del continente, dos modelos derrotados y sólo uno sobreviviente.
La gran tragedia de Cuba es que justo en su territorio se estrenó el imperialismo de EE.UU. al mundo (1898) y, por azares de la historia, igualmente allí comenzó el progresivo declive del imperio más poderoso de la humanidad (1959), cuestión que las elites norteñas jamás perdonarán. El boqueo contra Cuba tiene un profundo trasfondo político e ideológico, condensa una carga histórica sin precedentes, por eso, aun pidiendo los países miembros de las Naciones Unidas su cese definitivo –como ha sucedido en 28 ediciones–, es altamente improbable que esto ocurra.
Mientras tanto, a toda mujer y hombre honesto del planeta le cabe apoyar sin miramientos a la Revolución cubana, demandar el inmediato fin del bloqueo, revelar la política genocida de la administración Trump y con la mano en el corazón preguntarse: ¿mientras exista el bloqueo qué podemos hacer para socorrer a esa gloriosa y única revolución socialista de América?