Por Alejo Brignole (cuento*)
Una tarde de sol, cuando el crepúsculo comenzaba a anunciarse con esos minutos espléndidos que los cineastas llaman hora mágica, yo caminaba por el malecón de La Habana junto a mi pequeño hijo, tomados de la mano. La luz del cielo era perfecta. Perfectamente acogedora y balsámica. Por eso los cineastas la llaman la hora mágica, porque todo lo baña con una luminosidad que trasciende el tiempo, que apacigua la violencia del sol y lo vuelve maternal. Ese momento prodigioso no dura mucho, apenas un cuarto de hora, tal vez un poco más. Un preludio extático antes de que el sol enrojezca y comience su trágico descenso hacia sombras cada vez más negras.
En esa tarde cubana yo podía respirar el aire de toda Latinoamérica. Lo supe porque estaba perfumado con cien aromas distintos: olía a guayabas, a barco, a Revolución, a esperanza vieja sazonada de pólvora. Mi niño caminaba a mi lado tan vacilante como su propia vida y mi mano abierta y fuerte era su dios, su salvavidas y su mejor ancla para no caer. Y así juntos, embriagados por un viento caribeño que nos despeinaba mansamente, fuimos avanzando palmo a palmo por la costa más audaz de la América del Sur. Yo le miraba y él sonreía. Yo le cantaba un son y él movía sus caderas de juguete con esa maravillosa gracia de los niños que aún no conocen el dolor. Simplemente estábamos felices y a veces nos lo decíamos con la mirada que sólo un padre y su pequeña astilla pueden prodigarse.
El malecón parecía infinito y a lo lejos vi un hombre que caminaba hacia nosotros, tal vez gozando también de aquella tarde.
Estuve a punto de detenerme varias veces para realizar el trivial ejercicio de tomarle una foto y eternizar lo efímero. Para congelar ese sol caliente que nos embelesaba la piel. Pero me abstuve por el simple placer de seguir sintiendo su pequeña mano aferrada a la mía.
No recuerdo hacia dónde caminábamos ni cuál era nuestro destino. Solo sabía que esos instantes bienhechores no se repetirían y traté de registrarlos en mi memoria con todos sus detalles: su infantil gozo, el viento salobre que teñía de azul mi sonrisa, y los resplandores de un cielo irrepetible que nos regalaba su eternidad.
El malecón parecía infinito y a lo lejos vi un hombre que caminaba hacia nosotros, tal vez gozando también de aquella tarde. Caminaba con un paso lento, como meditando alguna cosa, aunque todo él parecía habituado a las marchas, al rigor de unas pisadas que dejan huella y marcan caminos nuevos. Según me pareció, llevaba botas de campaña y una gruesa chaqueta militar abierta y vestida con descuido. Supe que sus cabellos eran largos y oscuros porque el viento jugaba con ellos de manera caprichosa. Tanto, que resultaban visibles en la distancia.
Mi hijo señaló en lo alto un remolino de golondrinas jugando con el viento, pero no les presté demasiada atención, pues el hombre que venía hacia nosotros me resultaba familiar. Más que eso. Me di cuenta que quizás fuera una figura amada… ¿Conocía yo a aquel sujeto de cabellos hirsutos que venía hacia nosotros?
Detuvimos nuestra marcha y me dediqué a observarlo mientras iba haciéndose cada vez más grande y nítido para mi pupila incrédula. Vi que llevaba una boina y que en ella resplandecía un trozo de metal, quizás una insignia. Entonces esperé, suponiendo que hacia nosotros venía caminando el Che.
Vi en él esa expresión firme, inconfundible y maravillosa que llenaba toda la escena a su alrededor y confirmé mis sospechas: aquel hombre que venía caminando pensativamente por el malecón era el soldado de América.
Para mí siempre fue un viejo amigo, un camarada cercano. Mi más brillante ejemplo. Así que sin decir nada solté con ternura la mano de mi hijo y adelantándome dos pasos le sonreí, hasta que ambos nos abrazamos con esa parca intensidad que tienen algunos hombres para expresar su sentimientos.
Entonces el Che se puso casi de rodillas y miró a mi hijo a los ojos, como un padre, pues él también entendía ese lenguaje profundo…
Por su expresión me di cuenta que no se había olvidado de mí. Que aún guardaba en su memoria mi amor filial. Sentí otra vez el olor de su chaqueta verde oliva, impregnada de un justo sudor ganado en combate. Sus ropas arrastraban sobre sí ese perfume rancio que se pega en las emboscadas, en las marchas extenuantes y en el alivio de las victorias. Era un hedor que le ennoblecía, pues hedía a lucha por los pobres y a batallas por una América libre.
–Este es mi hijo… –dije orgulloso.
–Ya veo, compañero… –respondió con una sonrisa.
–Y este es el Comandante Che Guevara –los presenté y mi niño se abrazó a mis pantorrillas como buscando refugio.
–¿Cómo has estado, camarada? –preguntó el Che arrugando su frente. Aquel sol agónico le encandilaba la mirada.
–Bien… Intentando seguir tu ejemplo, que no es fácil.
–No importa la dificultad. Lo importante es no desanimarse –me dijo.
Entonces el Che se puso casi de rodillas y miró a mi hijo a los ojos, como un padre, pues él también entendía ese lenguaje profundo que sólo la sangre puede construir.
–¿Tú eres el Che? –preguntó mi hijo, señalando la estrella en su boina guerrillera–. Mi padre siempre habla de ti.
–¿Ah sí?.. ¿Y qué es lo que dice?
–Dice que nunca morirás.
–¿Y qué más?
–Dice que debo intentar parecerme a ti… Que debo seguir tu ejemplo. A veces me cuenta cuentos en donde tú luchas contra el imperialismo y lo derrotas una y otra vez. Pero dime… ¿qué es el imperialismo?
Ernesto me miró con cierta zozobra, como pidiendo ayuda para responder a tan ardua pregunta. Se quitó la boina y la acomodó en la pequeña cabeza de mi hijo:
–El imperialismo es lo que destruye al ser humano. Lo que convierte al mundo en un infierno.
–¿El imperialismo puede destruir mi casa?
–Sí, puede…
–¿Y puede matar a mi mamá?
–Sí, puede… Yo he estado en África, en otras tierras muy lejanas y en muchos países de Nuestra América y en todos estos lugares vi niños como tú, pero sin su mamá a causa del imperialismo. Niños con hambre, sin techo y sin escuelas por culpa de la ambición de unos pocos.
–¿Y por eso tú luchas contra ellos?… Mi papá dice que algún día todos los hombres vivirán en paz, sin hambre ni guerras… ¿Es verdad?
–Algún día será verdad… De momento habrá que seguir luchando.
–¿Contra el imperialismo?
–Contra el imperialismo y contra el capitalismo, que es lo que terminará por destruir a nuestro mundo si no lo detenemos.
–¿Me muestras tu fusil?
El Che sonríe y a través de su barba escasa veo los hoyuelos que le dan a su rostro esa expresión eternamente adolescente.
–Creo que me lo dejé en casa. De todos modos no sólo hay que pelear con fusiles. Hay que luchar con palabras, con ideas, leyendo muchos libros. Si algún día decides pelear con armas que disparan, espero que antes hayas peleado también las otras batallas más importantes… Cada día tenemos un enemigo para vencer… ¿Sabes tú?
–¿Cómo cuáles?
–Nuestra comodidad, el egoísmo que nos impide hacer grandes cosas, nuestra cobardía interior… Todos esos son enemigos temibles. Por ellos el imperialismo triunfa y avanza. La primera y más grande batalla que tendrás que pelear será aquí, –el Che le toca el corazón a mi niño y él se queda meditando sus palabras–. ¿Tú vas a la escuela, verdad?
–Sí… pero a veces no me gusta ir.
–Pues mira, chico… ahí tienes un combate que debes ganar. Si quieres ser un buen soldado, deberás vencer primero en la batalla del estudio y la disciplina, que son la mejor artillería contra el imperialismo.
–¿Me regalas tu sombrero? –mi hijo me mira con picardía, esperando quizás una reprimenda por su atrevimiento. Yo solamente le guiño un ojo, sabiendo que el Che era generoso hasta en esos detalles.
–¿Mi boina?… ¿Quieres mi boina?
–Me gusta la estrella que tiene…
–Esta estrella es que la guía millones de hombres hacia una forma de libertad que debemos defender si queremos un mundo nuevo. Te advierto que si te doy mi boina, algún día te convertirás en comandante…
–¿Y tendré que pelear?… ¡Pum! ¡Pum!… ¿Así?
–Quizás sí. O tal vez no… A lo mejor para cuando seas un hombre grande y fuerte, la lucha será con palabras y con libros solamente, pero eso no puedo decírtelo ahora, porque no lo sé.
El Che le acaricia una mejilla con ternura infinita y contempla el rostro de mi hijo como si fuera la última vez. Luego se pone de pie para mirarme a los ojos.
–¿Y tus libros, camarada? –me interroga.
–Ahí van… subiendo la cuesta. Eso tampoco es fácil.
–Nada es fácil, compañero. Solo la muerte que perpetran los capitalistas desde sus cómodos asientos resulta fácil. Todo lo demás es arduo y fatigante.
–No queremos molestarte… Tendrás asuntos que atender –le digo y me excuso por interrumpir su marcha.
–Tranquilo… vine al malecón para pensar. Caminar por aquí me llena los pulmones del oxígeno que siempre me falta. Ya sabes… el asma traidora que parece aliada del yanqui.
–Seguirás luchando… ¿Verdad, camarada Ernesto?
–América es demasiado grande y yo demasiado pequeño para servirla como se merece. Necesito hombres, equipos y armas. Pero sobre todo necesito la voluntad de los pueblos y éstos muchas veces no saben escuchar sus propias voces llenas de dolor y miseria.
–Aquí me tienes, camarada Ernesto… Cuenta conmigo.
–No… tu trinchera está hecha de tinta y de palabras y eso ya es suficiente. No desvíes tus energías en terribles campañas. La voluntad de los pueblos se construye también leyendo y por eso necesitamos soldados que escriban, como tú. Haz lo tuyo y cultiva los campos humanos con ideas constructoras. Eso también es la Revolución, hermano mío.
–Salúdamelo a Fidel, cuando lo veas.
–Y tú saluda a mi patria Argentina, que algún día llegarán allí los vientos que estamos sembrando en esta Cuba liberada. Los viejos horizontes de caña, ron y tabaco los estamos convirtiendo en escuelas y hospitales. En universidades y en fábricas para el pueblo. Por cierto, toma esto… Es para ti –desde algún pliegue de su chaqueta el Che me extiende un habano–. Fúmatelo en mi honor cuando te digan que he caído.
–¿Qué dices?
–Todos moriremos… Mejor morir luchando, ¿no crees?
El comandante mira a mi hijo y levantado apenas el puño izquierdo le dice:
–Cuando seas comandante, no te olvides de esto: el mando es servicio. El que da las órdenes es el que más debe sufrir… ¿De acuerdo? Ser jefe es un deber, no un privilegio. Un líder debe trabajar mucho y sacrificarse para que otros no sufran.
Mi niño levanta también su pequeño puño de algodón y se despide de él: –Gracias por tu sombrero… Cuando sea grande voy a usar barba como tú.
–Y yo me voy a fumar este puro cuando sea un anciano, camarada Ernesto –le digo como un desafío a su agorera sentencia.
–Eso no importa. Lo importante es que cuando eches humo por tu boca, sea para perfumar el aire de una América libre y más justa. He de irme ya… Me despido, compañero.
El Che me rodeó con sus brazos y pude sentir su barba rala raspándome la mejilla. Su olor a guerra, su fragancia a paz y una sutil nicotina que flotaba entre sus telas, los guardaré en mis recuerdos mientras viva.
–Cuídate, le dije… que lo asesinos y los traidores no siempre vienen del norte.
El Che me miró hasta lo más profundo de mis pupilas. Apretó los labios y asintió en silencio, como si aquella verdad que acababa de enunciarle le doliera en la parte más sagrada de su alma revolucionaria. Sentí su respiración con una cadencia asmática, pero dispuesto a vencerla, como siempre.
–América renacerá, una y otra vez…
En ese mismo momento su frase quedó trunca. Un ruido por fuera del balcón me despertó sobresaltado. El Che, el malecón y esa tarde irrepetible con mi hijo se esfumaron en la lobreguez de una habitación de hotel. Los cristales reflejaban un miserable resplandor de neón que invadía las tinieblas. Estaba transpirado y me quedé absorto en la oscuridad, intentado ubicarme en ese espacio degradado de la habitación rentada. Me sequé el rostro con un pliegue de la sábana y maldije mi vida y mi estampa al caer en la cuenta de que todo había sido un magnífico sueño.
–Gracias, Ernesto… Mi querido Che.
Tuve ganas de llorar. Tan vivo y carnal había sido mi encuentro con ese maravilloso espectro triunfante de la historia. Al Che lo habían matado en el ‘67, en Bolivia, cuando yo apenas tenía un año y cinco días de vida. Sin embargo sentí que acababa de conocerlo en el transcurso de esa madrugada cargada de sensaciones. Hasta pude atrapar para siempre su olor en los arcanos de mi memoria. Pude contemplar sus ojos, sentir su abrazo y su barba pegada a mi piel. La vida –lo supe en la tiniebla de esa habitación– me había hecho un regalo tan grande e indeleble como mis hijos, como mi esposa. Como mi amor por una América libre.
Mi hijo nunca tendrá esa boina y yo no podré jamás fumar ese puro que el Che me regaló en sueños. Pero a mí me quedará la inexpresable sensación de su abrazo, de sus ojos mirando a los míos como un hermano. Y a mi hijo le quedará este relato de su padre, para que haga con él lo que su espíritu y su tiempo le ordenen.
*Relato del escritor argentino Alejo Brignole.