Por Jaime Iturri (en primera persona)
Casi todos mis recuerdos de una infancia recorrida entre las calles del barrio de Sopocachi tienen que ver con lecturas. Cuenta mi mamá que cuando tenía un año no me sentaba en la bacinilla si es que no tenía un libro entre las manos, y era ella quien me entregó mis primeras lecturas y con infinita paciencia me leía por horas las historias de Sandokan y de sus tigres de la Malasia. Llevado por su mano, me hice amigo del capitán Nemo, odié al sheriff de Nottingham, soñé que repartiría a los desposeídos las riquezas robadas a los poderosos (quizá mi sueño más eterno y permanente) como Robin Hood, viajé junto a Miguel Strogoff y pensé que algún día la pequeña vendedora de fósforos de Hans Christian Andersen no moriría de frío en el helado invierno, tan sólo porque iría a su encuentro para llenarle de calor.
Y así pasaron los años, con la convicción de que perdía el tiempo al ir al colegio, añorando volver hasta los libros que, alineados en mi cuarto, parecía que esperaban todas las tardes mi llegada. Leí entonces Dos años de vacaciones, y envidié la suerte de Briant, que podía aprender de la naturaleza mientras yo tenía que recorrer mi vida entre disciplinadoras filas y rejas, que me evitaban volar. Para extender las alas escapaba hasta mis libros. Algunos de mis maestros me entendieron, por ello guardo especial gratitud a Blanca, mi maestra de matemáticas, quien al corregir el trabajo en clases, piadosamente pasaba por alto que, en vez de aburridas operaciones de álgebra, aparecieran unos versos en las hojas de cálculo; y a la de inglés, que tolerante me dejaba guarecerme en el fondo del salón a leer en vez de repetir el verbo «to be».
“En La Chojlla hablé con un joven de mi edad que me dijo: ‘cuéntales a todos nuestro dolor, soy bachiller, pero me voy a morir en la mina’».
Hasta que descubrí que los seres humanos también son libros que pueden contar historias aún más sorprendentes que los textos. Entonces me llené de amigos y comencé a viajar hasta minas y campos. Miles de lágrimas recorrieron mi rostro, mientras otro tanto de kilómetros quedaban horadados por mis huellas. Fue en uno de esos viajes, hacia los Yungas a pie, cuando en La Chojlla hablé con un joven de mi edad que me dijo: «cuéntales a todos nuestro dolor, soy bachiller, pero me voy a morir en la mina»; entonces descubrí que mi verdadera profesión sería la de contador de historias y me hice periodista.
El cielo por asalto
No había cumplido aún los 16 años y ya militaba en un partido para cambiar el país. Seis meses después, al descubrir que en el PS-1 nada era posible hacer (si es que todo no pasaba por manos de Marcelo Quiroga Santa Cruz) y cansado de que la organización no me diera nada para leer, comencé a «devorar» los textos de Trotsky, hasta que un día me presenté en la casa de un militante del POR, con quien había sido condiscípulo en el Instituto Americano y le dije: «Quiero militar en tu partido». Leí durante una semana un libro por día, hasta superar «todos los obstáculos teóricos» y por 11 años fui parte de esa tienda política.
Como porista fui ocho años Secretario General de URUS, Secretario Ejecutivo de la FUL y ocupé casi una veintena de puestos sindicales y direcciones estudiantiles. En 1988, las autoridades de la UMSA de entonces, encabezadas por el neoliberal Guido Capra, me expulsaron de por vida de esa casa de estudios, por cuya lucha autonomista había estado en prisión. Poco después, y tras una huelga de hambre que me llevó al hospital donde me operaron de apendicitis, fui expulsado «tan sólo» cuatro años, siendo acusado de ser el «autor intelectual» de la violencia en esa casa de estudios.
Para construir el mañana
Un atardecer, en medio de penas de amor (de las que he tenido muchas, pero nunca demasiadas) pedí permiso al POR un mes hasta que lograra ordenar mi cerebro. Nadie me dijo que me quedara y al cabo de los treinta días tampoco que volviera, por lo que me tomé mi tiempo hasta que una vez que había reconstruido mi orgullo, y cuando podía sostener de nuevo la mirada ante todos, descubrí que me había equivocado. Entendí que en mi lucha por una sociedad libertaria había caído en un autoritarismo aún más grande y que incluso en el hipotético caso de que se hiciera la revolución, el resultado seguiría siendo la dictadura de unos cuantos sobre la mayoría.
He descubierto que si los libros y personas permiten que los seres humanos viajemos, conozcamos, descubramos y nos llenemos de asombro, es importante recorrerse por dentro, para descubrirse y celebrar la fiesta de encontrarse vivo, por más tortuosos que sean los caminos internos, que ¡por supuesto! no todos llevan a Roma.
Apostar no sólo es una opción de vida, para la mía es la única posibilidad de sentirse pleno.
Creo en el poder curativo de las plantas, en la sabiduría de las montañas, en el regreso de las Huacas, en la unión del Incarri dentro de la tierra, en los idiomas del corazón y de los cuerpos. Me descubro en los besos que «robo», pero sobre todo en los que me «roban», y sé que nada es tan condenable como la propiedad sobre los seres y sobre las cosas, por ello apuesto y pierdo. Todo, menos lo vivido y la memoria, y eso me basta para reunir la fuerza de volver a intentarlo. Nada condeno más como la cobardía de vivir, que convierte a los seres en tristes rocas, porque hasta los vegetales sienten. Apostar no sólo es una opción de vida, para la mía es la única posibilidad de sentirse pleno.
Por último, si tuviera que elegir en quienes reencarnarme, no dudaría en alinearme junto a los judíos en los campos de concentración nazis, a los negros en los guetos de Estados Unidos, a las mujeres quemadas junto a sus maridos en la India, a los homosexuales golpeados; pero también junto a Espartaco, a los judíos de Mazada, a los hombres de Katari y de Amaru, y, por supuesto, entre los corazones que el escudero del escarabajo Durito logró convocar al grito de: «Para todos todo, para nosotros nada».