El pensamiento insular

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Por Alejo A. Brignole

Analizando el entorno de los países ricos podríamos llegar a aceptar que el pensamiento insular –“vivo en una isla y lo que sucede fuera de ella no me afecta”– puede resultar muy funcional en términos culturales o de bienestar material. De hecho, esta idea de una burbuja gozosa separada del resto fue vertebral en muchos momentos de la historia humana, desde Babilonia o Roma, hasta el moderno “sueño americano” estadounidense.

Sin embargo, este pensamiento insular –la historia así lo demuestra– tarde o temprano termina cobrando su precio con pérdida de derechos, sufrimiento social y represión –efectiva o larvaria– en la propia isla, pues para mantener la condición de ínsula resulta necesario exportar métodos aberrantes que, como una marea inevitable, termina alcanzando a la propia sociedad aislada. También, por último, al propio bienestar que se intenta preservar. Suponer que la estrategia insular es una línea continua que puede perpetuarse en el tiempo, es un grave error de análisis que las sociedades modernas no pueden permitirse nuevamente.

La Gran Guerra de 1914 no fue sino el producto de las tensiones coloniales entre las propias potencias europeas que explotaban al continente africano para acrecentar el bienestar material en las metrópolis. Finalmente, el precio de tales tensiones surgidas entre élites económicas e industriales, lo pagaron millones de jóvenes europeos aniquilados en las trincheras. También pagaron su precio las propias metrópolis coloniales con sus élites incluidas, pues la sociedad completa de Europa fue desbordada por la muerte y la destrucción. Situación cuyo cénit fue alcanzado veinte años más tarde, al estallar la Segunda Guerra Mundial.

El ciudadano estadounidense hoy es vigilado por fuera de todo control republicano y padece un sistema represivo antiterrorista.

De manera consonante, si observamos el militarismo estadounidense y su intervencionismo global sin justificativos, veremos que ha terminado por afectar a la propia sociedad norteamericana, que debe padecer los mismos desvíos totalitarios que su sistema exporta. El ciudadano estadounidense hoy es vigilado por fuera de todo control republicano y padece un sistema represivo antiterrorista que contradice las más elementales garantías constitucionales, generando así estructuras altamente lesivas que afectan severamente la idea democrática y a la sociedad en su conjunto, que es –o debería ser– el sujeto colectivo a resguardar.

Este pensamiento insular hoy persiste en su vigencia y tiene su expresión paroxística en las grandes corporaciones y empresas multinacionales que arrasan el planeta, como si este arrasamiento no fuera un crimen contra los mismos que lo perpetran. Un suicidio, en esencia.

La burbuja tecnocrática y económica que construyen los concentradores de riqueza terminará algún día por explotar junto con el equilibrio medioambiental, y con ella toda posibilidad de resguardar las plusvalías. El problema es que, junto con estas fuentes de lucro, también serán arrasados los tejidos sociales. La humanidad misma.

Si observamos el caso de Europa, que históricamente se ha comportado como una ínsula en función de su propio desarrollo y bienestar, veremos que los reflujos que hoy la bañan, sus mareas negras, son el resultado trágico de ese artificio insular. Luego de siglos de exportar muerte y expansionismo colonial hacia sus vecinos africanos, sus fronteras se ven desbordadas por millones de hombres pauperizados y castigados por esas mismas acciones europeas. Sirios, magrebíes, subsaharianos y de otras regiones pobres africanas, amenazan con saturar las estructuras sociales europeas y su estilo de vida apacible, rico y pretendidamente aislado.

Los electorados de mundo rico aún no han hallado un equilibrio real que acuda en favor de las víctimas invisibles del sistema mundial.

De igual manera, mientras América Latina, Asia y África eran hundidas por las políticas asfixiantes del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial durante las décadas de 1980 y ‘90, Europa miraba con indiferencia esas estrategias sumergentes del poder financiero global. Los europeos no intuyeron –o prefirieron ignorar– que aquellos eventos eran un laboratorio de ensayo. Un preludio atroz de las mismas políticas que luego les serían aplicadas a ellos. Fue a partir del 2008, tras la última crisis, que pudieron constatar que no existe ninguna ínsula eficaz. Omitieron que lo que sucede allá lejos, en las periferias mundiales, será lo que algún día padeceré en mis carnes. Hoy Europa vive las políticas de ajustes que América Latina ya transitó con dolor década atrás, pues el capitalismo global ya no reconoce a propios o extraños. Fagocitadas las periferias, el poder mundializado necesita ahora la sangre fresca de sus pares estratégicos (las masas de los países ricos) para que éstas también transfieran sus riquezas a las élites. Los masivos desahucios hipotecarios que dejaron a millones de familia en la calle y sin viviendas, o el monumental y surrealista rescate bancario con los dineros públicos, son una perfecta muestra de ese reflujo, de esa marea pestilente que ninguna orilla insular puede contener por mucho tiempo.

Sin embargo, los electorados de mundo rico aún no han hallado un equilibrio real que acuda en favor de las víctimas invisibles del sistema mundial. Ni siquiera cuando ya comienzan a compartir su misma suerte (en diverso grado). Se resisten a abandonar el pensamiento insular para superar los procesos elitistas que permanecen en la sombra y que irrumpen en su propio escenario doméstico.

Los jóvenes de este siglo XXI, sin distinción geográfica, deberán toda ilusión de perpetuidad en el sistema que hoy sigue vigente, pues las variables ecológica y climática –sin olvidar la militarista y energética– irrumpirán en el escenario de manera insoslayable en las próximas décadas. O como mucho, a lo largo del siglo venidero. Habrá pues, que definir el rumbo político real y concreto que deberán escoger los ciudadanos globales que no podrán escapar a esta distopía que se avecina.

Será, pues, el momento de confrontar al establishment con todos los instrumentos cívicos y democráticos que existen.

De ninguna de las maneras deberemos dejar en manos de las élites el diseño de nuestro futuro y el de las generaciones que vienen. No deben ser los agentes económicos –aquellos que hipotecan el planeta y a sus sociedades sólo para expandir su base de capital– los que decidan el tipo de estructuración política que ha de administrar el funcionamiento planetario, malversando sus democracias y sistemas institucionales. Será, pues, el momento de confrontar al establishment con todos los instrumentos cívicos y democráticos que existen –y si no existen, reinventarlos, o crear nuevas instancias modificadoras– para evitar ese horizonte distópico de sufrimiento colectivo y arrasamiento humano. Las generaciones futuras deberán volver la vista y recordar que la verdadera democracia se gana en la calle, con ideas nuevas y con un pluralismo activo y transformador. Al igual que en tantas otras épocas de la historia, parte de la solución residirá en el derribo de aquellos sistemas decadentes que envejecen y conllevan, por efecto transitivo, a la decadencia de toda la sociedad.

De la misma manera que los movimientos proletario-burgueses de 1848, el Mayo Francés de 1968, o el Movimiento 5 Stelle italiano en 2009, o el 15-M de España en 2011, y los períodos bolivarianos de América Latina marcaron hitos de participación ciudadana y fueron portadores de una nueva manera de entender la política; en el derrotero del siglo XXI habrá que salir a la calle a buscar los espacios arrancados, los derechos alienados o directamente conculcados, e intentar construir un nuevo humanismo que intoxique de manera bienhechora a otros procesos mundiales, también inmersos en una senda necrófila de devastación economicista impuesta por sus élites. Habrá que generar, en definitiva, frentes de confrontación con un sistema que es en realidad cadavérico y terminal.

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