Preguntas de un hombre común

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Por Alejo A. Brignole

¿Qué preguntamos cuando nos preguntamos sobre nuestra realidad y nuestro lugar en el mundo?

A veces los hombres comunes, cuando leemos los periódicos, o vemos televisión o simplemente pensamos sobre cómo funciona el mundo en que vivimos, nos surgen algunas preguntas que parecen no tener respuesta. O por lo menos sabemos que la respuesta no la hallaremos en un programa de televisión o en las consignas grandilocuentes de los organismos mundiales, que parecen estar viviendo en otro planeta distinto al que habitamos los hombres comunes. Por eso a veces me pregunto:… ¿Por qué países pequeños y casi sin recursos viven en una abundancia desmedida, sus gentes gozan de todo tipo de comodidades y pueden realizar sus vidas al amparo del confort material, con educación plena y garantías vitales? Y luego, casi al mismo tiempo, otra pregunta irrumpe… ¿Por qué naciones de grandes territorios y rebosantes de recursos naturales, siguen en la pobreza y sus pueblos apenas pueden sobrevivir?

Pero al no tener respuesta, comienzo a preguntarme muchas otras cosas, aunque probablemente tampoco halle respuestas adecuadas. Hacerse preguntas siempre es un problema filosófico en sí mismo y además de difícil solución, pues toda pregunta siempre abre nuevos interrogantes. Entonces indago… ¿Cuál es la razón por la que muchas naciones arrollan el derecho internacional y otras son obligadas a respetarlo? ¿Hay naciones mejores que otras? ¿Y seres humanos? ¿Los hay más humanos que otros? Cuando escucho a los que hablan de paz y libertad… ¿Realmente comprenden que ambas deben ser el resultado de construir sistemas más justos?

Otras veces me pregunto… ¿Por qué el mundo mira con indiferencia a millones de muertos de hambre e ignora a los cientos de miles de muertos que sus guerras económicas producen para el bienestar de las sociedades ricas? ¿Por qué los diarios no se ocupan de los niños latinoamericanos que son explotados por multinacionales fruteras, electrónicas o textiles, y sin embargo expresan su indignación cuando, por una bomba o un tiroteo, mueren unos pocos en los países ricos? ¿Hay injustas muertes humanas más indignantes que otras? ¿Todos los seres humanos somos iguales o, como ironizaba Eduardo Galeano “hay algunos más iguales que otros”? ¿El mundo busca el bien común del género humano o solo busca el beneficio de unos pocos integrantes del ese género?

Y ante la imposibilidad de obtener respuestas, empiezo a formularme nuevas preguntas, lo cual reafirma el problema filosófico anteriormente señalado… ¿Cómo es posible que esto suceda? ¿Quién hace posible estas incongruencias y quien facilita las cosas para que las injusticias y estas desigualdades existan? ¿Soy responsable con mi quietud y mi omisión, de las tragedias que suceden lejos? ¿Y de las que ocurren a mi lado?

Y como soy latinoamericano, hago un intento por hallar las respuestas en mi propio entorno: ¿Por qué padecemos esta realidad? ¿Es acaso el resultado natural de nuestra forma de vivir, o es una realidad construida e inducida por aquellos que viven una realidad mejor? ¿A quién beneficia mi realidad? ¿Las riquezas de mi tierra, de mis cerros y sus entrañas, me hacen rico a mí, o enriquecen a algún otro ciudadano ignoto de un país lejano y con una vida mejor, lejana a la mía? Y si es así… ¿por qué sucede?

Y como tampoco encuentro respuestas que me satisfagan, empiezo a indagar a las personas que me rodean. Miro lo que hacen, cómo piensan y me surgen otros cuestionamientos. Empiezo a darme cuenta que el mundo está loco, o que el demente soy yo, porque leo con estupor en las noticias internacionales que aquellos que matan e invaden países para apropiarse de los recursos y que masacran poblaciones enteras con eficaces métodos militares, son llamados “líderes de la democracia”.

Y en mi probable demencia veo que los gobiernos que venden armas, que militarizan el mundo, que espían la sagrada intimidad de millones de personas y que devastan el planeta para extraerle su savia vital, son los que dictan unas reglas suicidas y criminales que todos debemos acatar.

Cuando me informan que personas como Edward Snowden o Julian Assange –que aportaron al mundo el escaso bien de la verdad y la transparencia, y lo hicieron al precio de su propia libertad y confort personal– hoy son perseguidos por la justicia internacional, entonces me pregunto… ¿Hacia dónde vamos?

Pero obsesivamente me planteo más cuestiones incómodas de difícil conclusión: ¿Por qué un planificador de genocidios y golpes de Estado como Henry Kissinger es Premio Nobel de la Paz? ¿Por qué una nación como Estados Unidos que ha desaparecido, asesinado y torturado a millones de personas en los cinco continentes durante el último siglo, que ha editado manuales de tortura y apoyado dictaduras atroces con dinero y asesores, hoy se arroga el derecho de definir lo que es democrático o no? ¿Es este el mundo correcto o hay otro mundo posible?

Y como no puedo abordar ninguna respuesta convincente sobre esta realidad extraña que vemos diario en una civilización atrozmente confundida, dirijo mis preguntas a alguien que las pueda contestar: yo mismo. Y entonces me pregunté: ¿Puedo soñar otra forma de convivencia? Puedo tener esperanzas en una América diferente, unida y de pie frente al mundo? ¿Puedo pensar y también ayudar a entender que el mundo está diseñado para el engaño, la esclavitud de las mayorías y la vulneración de la dignidad humana? ¿Puedo hacer algo por otro mundo posible, aunque sea pequeño e insignificante en apariencia?

Y quizás fueron estas pocas y humildes preguntas finales en donde hallé las respuestas que buscaba, pues en todas me di cuenta que podía decir SÍ.

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