Por Alejo A. Brignole
La pertenencia a Occidente resulta una definición cada vez más líquida, tan ambigua y arbitraria, que ni siquiera los antropólogos culturales saben dónde pisar en firme.
Si buscamos en libros o en formatos digitales la definición de Occidente, veremos que existen muchas áreas nebulosas, verdaderos limbos conceptuales para definir con certeza qué o quiénes pertenecen a ese Occidente de tradición latina y judeo-cristiana. En un mundo de cierta liquidez conceptual, en donde las clasificaciones filosóficas y antropológicas se mueven según los dictados de los mercados y la distribución de la riqueza, América Latina entra de manera condicional en ese conjunto conocido como Occidente.
Observando el mapa diseñado por el politólogo estadounidense Samuel P. Huntington, en su libro de 1996, Choque de Civilizaciones, veríamos que América Latina está incorporada al área occidental, pero con colores diferenciales a los utilizados para demarcar el Occidente compuesto por Europa, América del Norte, Australia y hasta Sudáfrica. Una demarcación similar de Occidente la hace Tzvetan Tódorov en su libro de 2008 El Miedo a los Bárbaros.
Pero para apreciar adecuadamente la pérdida conceptual sobre la idea de Occidente, o de aquello considerado occidental, podemos remitirnos a la definición que da la Real Academia de la Lengua Española, en su cuarta acepción del vocablo Occidente: “Conjunto formado por los Estados Unidos y diversos países que comparten básicamente un mismo sistema social, económico y cultural”.
Esta definición oficial de una institución rectora de una de las más importantes lenguas mundiales, no deja de sorprender por sus implicancias semióticas, históricas y epistemológicas, pues parece –y lo es– una definición surgida de un razonamiento acultural, es decir, colonizado. La explicación taxativa que ubica a Occidente como un apéndice cultural de Estados Unidos, desacredita ya desde su base conceptual esta definición, no sólo ridículamente errónea, sino además del todo disruptiva en su interpretación histórica.
Según lo expresado por la R.A.E, equivaldría decir que Italia –que a través de Roma fue cuna de Occidente como transmisora de la cultura griega y germen del Renacimiento que moldeó la modernidad– dejaría de ser occidental si adoptase un gobierno socialista contrario a los postulados capitalistas estadounidenses. Cabría decir, según este razonamiento, que Antonio Gramsci, Karl Marx o Perry Anderson quedarían fuera de pensamiento occidental por sus ideas alejadas de una concepción capitalista. Este ejemplo casi hilarante expuesto por la RAE, sirve al menos como patrón de estudio para medir la contaminación existente en la dialéctica global, que llega a los extremos de tergiversar muchas de las bases epistemológicas vigentes.
Considerar que la significación histórica de Occidente está determinada por la existencia de Estados Unidos, sería como creer que Jesucristo posee importancia religiosa, en tanto forma parte de la interpretación luterana de la cristiandad. Equivaldría a decir que las culturas africanas fueron civilización a partir de la irrupción del colonialismo europeo. O que América fue civilizada a partir de la era colombina.
Lo que deja en claro la definición académica española, es que Estados Unidos ha logrado contaminar dialécticamente la manera de conceptualizar, no sólo al mundo contemporáneo, sino a la Historia misma, muchas veces interpretada de manera casi analfabeta, o cuando menos torpe en sus fundamentos epistemológicos, como en el caso de la RAE.
Pero embarcándonos en un análisis un poco más exhaustivo, el origen de muchos de estos vacíos y superposiciones ahistóricas puede rastrearse en la auténtica guerra dialéctica librada durante el siglo XX, en el marco de las revoluciones sociales, el auge del capitalismo y la Guerra Fría.
Fue durante esta última –un período histórico ideológicamente intenso– cuando se produjeron algunas divisiones trasversales en la clasificación cultural del mundo. Tras la posguerra el mundo se dividió en Primer Mundo, Segundo o Tercero, según su alineación a uno u otro lado del Telón de Acero. Hoy esas categorías se han reconvertido en clasificaciones mucho más líquidas y además económicamente estigmatizantes, por cuanto el Segundo Mundo –aquel alineado a la Unión Soviética– ya no existe, y el Tercer Mundo, aquel que no se alineó ni con Estados Unidos ni con el comunismo soviético, ha pasado a ser sinónimo de atraso incivilizado y pobre.
Siguiendo estas corrientes dominantes de clasificación cultural… ¿Rusia hoy en qué grupo se encuentra? ¿Es Occidente por haber superado su etapa soviética, o se adscribe a Oriente por su tradición ortodoxa heredada del imperio romano bizantino? ¿Pertenece al Primer Mundo por ser una gran potencia económica y militar, o al Tercero por las desigualdades y subdesarrollos que padece su sociedad? ¿Es Rusia transitiva entre estas calificaciones, o está ubicada en categorías trasversales, perteneciendo al Primer Mundo pero no a Occidente, a pesar de su rol fundamental en la historia europea de los últimos tres siglos? ¿Son Uruguay y Argentina parte de Occidente, aunque estén dentro de un difuso Tercer Mundo, o son países con desarrollos que superan esa clasificación? ¿La tradición judeo-cristiana que impregna la cultura de Colombia, Chile o Brasil, les otorga la pertenencia a Occidente, o quedan fuera de ella, al igual que la de Oriente? ¿Es España tan Occidental como Francia o Luxemburgo, o su impronta arabizante la aleja de ese concepto occidental?
He aquí la dificultad para ubicarse en el casillero adecuado que el mundo rico dispone arbitrariamente para compartimentar el mapa del orbe. En cualquier caso, América Latina debe horadar estas estratificaciones y buscar su propio núcleo conceptual, su propio carisma indentitario con los múltiples elementos con que cuenta en su arsenal cultural. Podemos desechar sin complejos la clasificación de occidental y encaminarnos a una identidad posoccidental, superando muchos de los pathos que Occidente ha demostrado en su trágica historia y que probablemente nos llevará la extinción como especie organizada.