Hay figuras en la historia que dejan huella eterna, unos por sus acciones, otros por su pensamiento, y los menos por unir las dos. Rubén Martínez Villena es de esos que unieron una intensa actividad revolucionaria e intelectual y que murió de tuberculosis a los 35 años, un 16 de enero de 1934.
Nacido en Alquizar, en la actual provincia de Artemisa, Cuba, la familia de Villena –como se le conoce mayormente por su segundo apellido– se trasladó a La Habana en 1905, desde donde jugó un papel relevante en las luchas revolucionarias de las décadas de 1920 y 1930.
Desde muy joven se vinculó a la lucha contra la corrupción y el entreguismo de los gobiernos republicanos de Cuba, lideró la Protesta de los Trece y fue fundador del Grupo Minorista. Estuvo vinculado al Movimiento de Veteranos y Patriotas contra el gobierno de Alfredo Zayas y desde el ascenso al poder del general Gerardo Machado en 1925 lo combatió vehementemente hasta dirigir la huelga general que lo derribó en agosto de 1933, pese a su grave enfermedad y de conocer su próximo fin.
Su labor poética comenzó en el transcurso de su carrera universitaria y a los 21 años era ya un poeta conocido. Tuvo una breve, pero fecunda vida como poeta. Legó poemas muy reconocidos como «La pupila insomne», «El gigante», «Insuficiencia de la escala y el iris», «El anhelo inútil», entre otros. El año 1923 marcó importantes hitos en su obra poética, sin embargo, renunció a escribir poesía para entregarse completamente a la lucha revolucionaria.
Consciente de la necesidad de establecer vínculos entre el movimiento obrero, el estudiantado y grupos más radicales de la sociedad cubana, participa en el Primer Congreso Nacional de Estudiantes invitado por Julio Antonio Mella y posteriormente en la fundación de la Universidad Popular José Martí, para la superación de la clase obrera en su lucha por reivindicaciones sociales, impartiendo clases y desempeñándose como secretario de la institución. Sus estudios de abogacía fueron puestos a disposición de Julio Antonio Mella, de quien fungiría como abogado defensor en más de una ocasión.
En junio de 1927 ingresa en la Quinta de Dependientes con el mal que lo llevaría a la muerte: tuberculosis pulmonar. Ese mismo año, en septiembre, ingresó al Partido Comunista, donde lo nombraron Asesor Legal de la Confederación Nacional de Obreros de Cuba (CNOC), organización unitaria del proletariado, de la cual se convirtió en el máximo orientador y su líder natural, aunque nunca asumió la Secretaría General.
En 1928 es electo miembro del Comité Central del Partido Comunista, sin embargo, nunca ostentó cargo oficial alguno debido a los prejuicios del movimiento comunista de la época, y los suyos propios, de que un intelectual no debiera asumir en esa organización la máxima responsabilidad. Tras la muerte de Julio Antonio Mella, en 1929, por acuerdo del Comité Central se convirtió en el principal y más activo dirigente del Partido, desarrollando una ardua labor, a pesar de estar afectado de forma aguda por su enfermedad.
Desde esa responsabilidad le correspondió organizar y dirigir la primera huelga política de la historia de Cuba, que estremeció los cimientos del régimen tiránico, paralizando el país por más de 24 horas el 20 de marzo de 1930. Posteriormente viaja a la Unión Soviética como forma de escapar del terror que sobre él se desata y con el objetivo de intentar curarse.
Al agravarse su enfermedad, en un sanatorio del Cáucaso recibe la noticia de lo irreversible de la misma y decide regresar a Cuba para conocer a su hija, acompañar a su esposa y entregar sus últimos alientos vitales al esfuerzo popular para derrocar a Machado. Su vida termina el 16 de enero de 1934, hace 90 años, entre la conmoción de la caída del Gobierno de los Cien Días y la organización del Cuarto Congreso de Unidad Sindical.
A juicio de Raúl Roa, aquel 16 de enero «el sanatorio La Esperanza vio salir por su pórtico, definitivamente rota, la esperanza más alta y más noble de la juventud cubana». Fue tendido en el Salón de Actos de la Sociedad de Torcedores. Grandes masas de obreros y campesinos desfilaron toda la noche junto a su ataúd, rindiéndole guardia de honor con el puño en alto. Su muerte coincidió con la culminación del Congreso Obrero y a su entierro asistieron todos los delegados con sus credenciales y los estandartes de los sindicatos, seguidos por más de 20 mil trabajadores que le rindieron una combativa despedida gritando consignas y entonando canciones revolucionarias en el tránsito al Cementerio de Colón, desde donde su pupila insomne está siempre vigilante en defensa de la Revolución por la que vivió.
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Pedro Rioseco Cubano, periodista