Lo (in)finito en «Las desapariciones» de Mónica Heinrich V.

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¿Alguna vez se han imaginado que la normalidad se rompe con las letras y se quiebra delante de sus ojos? Yo no, hasta que leí el libro del que voy a hablar en esta pretendida reseña.

Las desapariciones fue escrito por la autora boliviana Mónica Heinrich V., publicado hace algunos meses, por lo que me imagino que muchos ojos están sobre los nueve cuentos que nos trae. ¿Cómo quedarán esos ojos? –me pregunto–, los míos quedaron desvanecidos, porque no hay cabida para la ternura; pasar de un cuento al otro se siente como recibir sopapo tras sopapo.  

 Realidad/ficción/realidad = enigma

Los cuentos no guardan relación entre sí, solo comparten enigmas; en todos hay una incógnita incomprensible, casi indetectable. Con cierta habilidad la autora nos lleva de la mano a un clímax en cada historia y después nos suelta bruscamente y nos empuja a seguir solas el camino. ¿Hay camino? Yo solo pude detectar huecos profundos de misterio con cierto sabor. Hay sabores diferentes, pero predominan los ácidos y los amargos.

Desde lo sensorial, agrupé los cuentos por sabores para contar sobre las temáticas con las que Las desapariciones hace una afrenta a la normalidad y la quiebra.

Sabor ácido: maternida-des (s)

En los cuentos “Happy Ending” y “La cosa” la maternidad se presenta alejada de la norma que le rodea. Nadie se derrite ni se desvive por el hijo o por la hija. Encontramos a una madre primeriza confesar tranquilamente: “dar a luz llaman al acto de parir, pero yo acabo de parir y estoy sumida en la oscuridad”. Expresar sin pudor: “alguien diría que así nacen todos los bebés del mundo, pero he visto a bebés-hijos ajenos, y de verdad, juro que nunca vi uno tan feo como el mío”.

También hallamos a la madre adulta que, desde la rudeza como pedagogía, enseña: “nunca te desesperés, hay que pensar estúpida. Pensar. Ahí está la diferencia entre vivir o morir”.

¿Por qué sabor ácido?

Quizás porque me enfrentó a mis todavía rancias expectativas de la maternidad. Quizás mi subconsciente esperaba ternura y encontró realidad.

Sabor amargo: exclusiones (s)

En el cuento “Bárbaros”apareció la náusea. No sé si ella me halló a mí o yo a ella, pero me acompañó mientras la crueldad de los niños hacía de las suyas: “Gustavito observó el surco rojizo que se abrió y la cantidad de sangre que manó sin control. […] Se emocionó cuando lo vio despertar, él se incorporó de golpe arrebatado por el dolor, por el agudo pinchazo en el costado izquierdo que la navaja acababa de provocar”.

Ya lo recordé. Aquí me topé con la náusea: “¡Niño Avo! Gritó al verlo con una rama de árbol que en la punta tenía amarrada una pequeña navaja de afeitar que el niño sostenía. Gustavito no pudo más que echarse a reír, los otros niños se unieron en un coro de risas cristalinas”.

Feroz, así es la niñez, eso lo sabía, pero esa ferocidad mezclada con racismo y modos señoriales en verdad es amarga y de efecto nauseabundo.

En “El niño” se huele miedo, resignación, curiosidad, todo envuelto en una sábana percudida que no permite detectar si hay un “ajuste” de cuentas histórico, una pantomima de rebeldía o una búsqueda de afecto.

Aquí la náusea hizo una tregua.

En “Las desapariciones” la náusea vuelve, de distinta manera pero vuelve.

Hay personajes abyectos que sobreviven. Lo abyecto no conoce de vivir, solo de la atrevida destreza de sobrevivir.

¿Cómo sobrevivir a la hostilidad de la intolerancia humana, a la bestialidad de la superioridad?

“Su nombre era el número 52 de una lista de 100 personas. 100 personas marcadas. Traidoras de esta noble ciudad, según el señor encapuchado.”

“Desaparecer no era tan mala idea, a 52 la idea de vivir ya la tenía agotada.”

¿Por qué sabor amargo?

Quizá porque lo amargo viene de lo putrefacto. Primero se amarga, después de pudre. De lo amargo no te limpias rápido, se queda plegado a la boca y hiede.

Y quizá porque recordé cuán hediondo está nuestro mundo, todavía.

Sabores varios: dulce, salado, amargo, ácido, agridulce: demen-cias (s)

¿Alguna vez han probado algo donde percibieron todos los sabores a la vez? Eso me pasó con “Lucecitas”. Al principio sentí lo dulce de volver a empezar: “La disciplina estabilizó su ánimo, le permitió tener un objetivo diario a cumplir”; “Entre sus cosas favoritas de esa nueva vida estaban los girasoles”. Empecé a sentir sed, sentí la boca salada cuando la demencia asomó.

En “Las vacas no vuelan” afloró lo agridulce, un misterio bonito, hasta enternecedor y de repente lo agrio del delirio.

En “Paralelo 33” se sintió lo ácido desde un inicio, luego la boca agria y volvió la náusea cuando identifiqué las heridas.

En “El entierro”la boca permaneció agria, hubo espacio para lo agridulce y, finalmente, sentí lo ácido de lo recóndito.

Los finales, no finales

Y así, estos  nueve cuentos me enfrentaron con el dilema de lo infinito y lo finito. La encrucijada del final. ¿Cómo cerrar historias? ¿Delinear el final o dejarlo con puntos suspensivos? En todos identifiqué puntos suspensivos que solo la lectora o el lector pueden volver en punto final, ya en soledad, solo él o ella con su imaginación.

Autora: Mónica Heinrich V.
Género: Cuento
Editorial: Heterodoxia, 2023
Páginas: 162

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Anahí Alurralde Molina Boliviana, feminista, escritora y cientista política

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