Acerca de la IA en la educación

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Son pocos los espacios de la sociedad que, en las últimas tres décadas, han ido tan de la mano con los avances tecnológicos como las escuelas, cuyas aulas transitaron vertiginosamente del pizarrón y la tiza a la pizarra digital, de la biblioteca tradicional a sistemas de consultas virtuales y todo el espectro de Internet, de cuaderno y lápiz a celulares, laptops y tabletas.  Sin mencionar, en el rol docente, planificaciones de trabajo y evaluaciones informatizadas y hasta métodos de enseñanza en línea.

Sin embargo, en los últimos meses se ha abierto un serio debate al interior de la comunidad educativa, uno que tiene que ver con las funciones, alcances y utilidad de la Inteligencia Artificial (IA) aplicada al ejercicio pedagógico. ¿Cómo se adaptarán las profesoras y los profesores a este nuevo salto tecnológico que llegó para quedarse? ¿Qué provecho sacarán las alumnas y los alumnos de la IA?

Son interrogantes que a los nativos analógicos nos remiten rápidamente a los orígenes de Internet y a la aparición de la expresión “globalización” (o la más entrañable “aldea global”) en los libros de texto y en el imaginario de la época, entre otros hitos que nos pusieron de cara a esos saltos que a algunos proyectan directo al vacío y a otros les plantean horizontes fabulosos. Un amigo recordaba el efecto que tuvo la aparición de la calculadora inteligente en la mente de su padre matemático, que auguraba la eliminación automática del cerebro humano. Los pronósticos van a seguir siendo igual de maniqueos y, por el momento, solo nos queda probar.

En las aulas (al menos en las que se enseña lengua y literatura), algo que resulta muy fácil –si uno está medianamente atento– es reconocer el registro en el que escriben los alumnos y las alumnas, por lo que el peligro del plagio se desvanece y surge, en su lugar, la más brillante alternativa del uso creativo de la máquina. Lo dijo hace más de 10 años el  escritor Kenneth Goldsmith en su brillante ensayo Escritura no creativa. Gestionando el lenguaje en la era digital, en el que plantea las posibilidades de una escritura liberada de los imperativos de la originalidad: “El éxito se encuentra en saber qué incluir y, más importante todavía, qué excluir”. En el mismo libro aparece la idea de que el lenguaje actual, el del reguero de tinta virtual, no puede entenderse descontextualizado, como si no existiera la cultura, como si los procesos de mediación se anularan por una aparición extraterrestre. En ese sentido, entonces, la IA puede ser una fuente de inspiración para escrituras creativas (o no creativas, en los términos de Goldsmith: No artificiales) y es en esos usos en donde reside el desafío para encontrar vías menos oscurantistas y más liberadoras.

Por el lado aparentemente temible del chantaje académico, no está de más insistir en no dar batalla a algo que tampoco la merecía antes del parteaguas: La copia, el hurto, la paráfrasis a medias pueden ser fuente (lo sabemos hace mucho) de gran creatividad y de ideas nuevas. Si en algo los profesores coincidimos es en que lo más abrumador de la IA es su imprecisión. Hablamos concretamente del ChatGPT (que exploramos mientras los estudiantes surfean novísimas variantes), y quizá con eso que identificamos como falta de rigor venga también el alivio. Porque si el procesamiento velocísimo de datos puede atentar contra formas del conocimiento que se estructuran en ritmos más frenéticos (sobre todo de mercado), la educación requiere que mostremos el circuito, que se vean el proceso, el andamiaje, los hilos.

“La IA puede charlar, o simula que te charla, pero no puede leer”, dice un colega que experimentó con sus alumnos un diálogo sobre Aristóteles con la máquina. “Además, las fuentes que da son muchas veces incorrectas”. La experiencia les sirvió para analizar el rigor de los datos y qué podían hacer con la información que se les proporcionaba. También fue un buen ejercicio para poner en práctica la formulación de preguntas y analizar la pertinencia de las respuestas. En ese sentido, es importante trabajar con (y aprender de) las y los estudiantes en el uso de la IA, ya que de ese modo se puede generar conocimiento genuino, tomar lo que sirve y detectar los límites. 

Finalmente, algo que a los profesores nos viene quedando claro es que los chicos pueden usar la IA para inventar un ensayo que gritará fuerte su procedencia (y en el camino habrá que mostrarles cómo nos dimos cuenta), pero la eligen sobre todo para lidiar con cosas de otro orden, más propias de la inteligencia emocional que están construyendo y que, de paso, les sirven para explorar otras variantes del lenguaje y divertirse en el proceso.

Hay una frase que es trending topic en los pasillos de los colegios este 2023: “Le corté por ChatGPT”. Los alumnos ponen la IA al servicio de sus emociones, para decir cosas que les resultan urgentes o para chequear cuánto de lo no humano les es más propio o más ajeno; para mezclar, por ejemplo, una canción de Bad Bunny con una elegía adolescente. Tal vez algunas sensibilidades detecten un peligro en la falta de copyright de los sentimientos. Otros preferimos quedarnos con el asombro, las posibilidades y el nuevo pastiche que propone la época.

La llegada de la Inteligencia Artificial (IA) recién comienza a sentirse en nuestra vida cotidiana, pero sus efectos en mayores y diferentes escalas aún son imperceptibles. Sin bien se comenta que en un futuro podría poner en riesgo muchos puestos de trabajo y transformar rotundamente el mercado laboral, poco se sabe de la dependencia que esta tiene en los seres humanos y que sin nuestro trabajo no es tan “inteligente” como se dice. Es así que los efectos que ya viene causando en el mercado laboral hace algunos años están más vinculados a la explotación laboral que al reemplazo de seres humanos por sistemas de IA.

Para que esta maquinaria pueda funcionar un sinnúmero de trabajadores tuvieron y tienen que permanecer activos contribuyendo a su desarrollo. No me refiero a sus desarrolladores técnicos, sino a aquellos que ni siquiera son nombrados: “Los entrenadores de la IA”. Mano de obra ultra barata que ofrece el hemisferio sur, que trabaja clasificando la información disponible en Internet y que se utiliza para alimentar a las IAs, las nuevas máquinas de generar dinero de las empresas tecnológicas megamillonarias.

Puesto que no todo el desarrollo de una IA requiere de personal altamente capacitado, el “mercado libre” laboral internacional se pone una vez más al servicio de los empleadores, quienes eligen subcontratar trabajadores fuera de sus fronteras, y la precariedad laboral de los países en vías de desarrollo permite contratar empleados con salarios mucho más bajos que los mínimos de los países económicamente más desarrollados.  

Se debe entender que la IA, sobre todo en su estado inicial, es como un “niño” que debe aprender a dar las respuestas “correctas”, y que mientras más se entrena mejores respuestas dará. Por lo tanto, la intervención humana en el proceso de entrenamiento es necesaria e inevitable.

Ese proceso de entrenamiento puede llevar varios años e incluso tener que continuar a lo largo de su existencia debido a la infinidad de circunstancias que una IA tendrá que enfrentar. Para indicarle a una IA qué imágenes, textos, vídeos, situaciones, acciones, etcétera, son las correctas, no es preciso contar con altos conocimientos técnicos, pero sí es necesario dedicar tiempo, atención y sobre todo salud mental, dada la gran cantidad de información que una IA debe reconocer como perturbadora. Es así que durante el entrenamiento de una IA se le debe indicar cuál es el contenido violento, pornográfico y considerado perturbador que debe aprender a distinguir y desechar, puesto que una IA puede “nutrirse” constantemente del contenido publicado en Internet. Para eso previamente se necesita de trabajadores humanos que revisen toda esa información.  

Por lo tanto, las compañías que explotan las potencialidades de la alta tecnología que son las IAs, se basan, por un lado, en el conocimiento humano acumulado a través de la Historia, que se encuentra en Internet; por otro lado, en los seres humanos que se dedican a clasificar y etiquetar esa información para que la IA aprenda a distinguir qué es perturbador y qué no, para así dar respuestas coherentes y en lo posible libres de sesgos considerados nocivos para la población que interactúe con una IA.

El etiquetado de este tipo de datos es un trabajo tedioso, repetitivo y requiere mucho tiempo, por el cual los trabajadores reciben un salario de menos de dos dólares la hora y en muchos casos trabajan hasta 12 horas diarias. Además, es un mercado inmenso, hasta ahora liderado por países como India, Kenia o Venezuela. Se calcula que el mercado de la etiquetación de datos para la IA superará los dos mil millones de dólares en 2023.

Al subcontratar este trabajo las grandes empresas tecnológicas no se hacen responsables de las condiciones laborales de los trabajadores, ni de limitar a los empleados a la sobreexposición a contenidos en extremo perturbadores, que afectan su salud mental y estado psicológico. Tampoco los trabajadores de estas empresas tienen acceso a información y material confidencial, y puede darse el caso que estos la publiquen. Por ejemplo, en Venezuela se compartió en redes sociales fotografías íntimas de personas en su hogar, tomadas por un artefacto electrodoméstico (una aspiradora “inteligente”, que toma y envía regularmente fotografías, utilizadas para ser analizadas por personas y le indiquen a la aspiradora qué superficies debe o no aspirar).

La responsabilidad de la salud mental de los trabajadores como la de no publicar información confidencial recae en los contratistas. Sin embargo, al operar en países donde las normativas laborales y de derechos digitales son escasas o nulas, estos no tienen obligación alguna ante la ley y aprovechan esta situación para generar sus amplias ganancias a expensas de explotar a sus conciudadanos.

OpenAI, la empresa que desarrolló ChatGPT y en la cual invirtió Microsoft, está valorada en más de 26 mil millones de dólares y los etiquetadores de información, que ayudaron a hacer su producto más seguro y viable, son explotados laboral y psicológicamente. Para la experta en informática y activista Timnit Gebru, fundadora del Instituto de Investigación de la IA Distribuida, es vital “apoyar la organización transnacional de los trabajadores [y] debería estar en el centro de la lucha por una ‘IA ética’”. 

La creación de una organización transnacional de trabajadores suena utópica dada la poca regulación laboral en países del hemisferio sur. Con todo, es una propuesta que los gobiernos involucrados deben colocar entre sus prioridades si de verdad se quiere impulsar el desarrollo económico y social de sus habitantes.

La tecnología de la IA se presenta con un potencial extraordinario para el bien de la Humanidad, pero aún no se ven todos sus efectos negativos. Que los datos que la hacen funcional sean reconocidos de manera adecuada, inevitablemente, requiere de seres humanos que le “enseñen” a las IAs a hacerlo, por lo que ese trabajo debe ser valorado, bien remunerado y contar con las garantías laborales y de salud necesarias. Se trata de contribuir eficazmente a mejorar la calidad de vida de los trabajadores que realizan esa tarea. Esto supone no solo pagar mejores salarios, sino también preocuparse de que reciban atención en su salud mental y psicológica. No es posible que las condiciones laborales se sigan degradando a favor de las grandes tecnológicas que se enfocan en obtener mano de obra barata. En esta situación se vuelve a repetir que los explotados son personas de países como el nuestro y, una vez más, a favor de los países económicamente más desarrollados.

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Florencia Chiaretta Argentina, docente investigadora en literatura

Juan José Peralta Ibáñez
Fotógrafo documentalista, fotoperiodismo, naturaleza, video, música

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