Eso que se llamamos “Occidente” está mostrando en estos momentos todos los síntomas de una grave enfermedad. De partida, están experimentando una inflación desatada unida a desabastecimiento de productos de primera necesidad para la gente.
Los llamados “países occidentales”, incluyendo a los muy asiáticos Japón y Australia, presentan un altísimo nivel de endeudamiento, agravado por la contracción del comercio internacional.
Y todos, al parecer, están preparándose para ir a una guerra como las de antaño, como la Segunda Guerra Mundial, así con hartos soldados, tanques, buques de guerra y aviones. Algo casi tan anticuado como la actual guerra de Ucrania.
Japón y Australia ya anunciaron, orgullosamente, que se proponen realizar maniobras y juegos de guerra naval no en su propia región del sudeste asiático, sino allá lejos, en el Atlántico Norte, frente y bien cerca de las costas de China y de Rusia.
Por su parte, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) anunció que realizará maniobras militares en Estonia, sobre el Mar Báltico, junto a la frontera de Rusia. En esos intensos y amenazantes juegos de guerra participarán tropas de Estados Unidos y otros países de la OTAN, y también de Suecia y Finlandia, postulantes a la OTAN.
Pero lo más significativo es que además participarán en esas maniobras militares, como invitados especiales, varios miles de soldados del Ejército de Ucrania.
Esa operación de ejercicios de combate ha sido anunciada formalmente como “una señal frente a la amenaza de Rusia sobre Europa”.
¿Amenaza de Rusia sobre Europa? ¿Quién que no sea estúpido podría tomarse eso en serio?
De acuerdo a las propias informaciones de la OTAN, en este año 2022, el total de las fuerzas armadas de Rusia no llegan a ser ni la quinta parte de las fuerzas militares instaladas en Europa.
La OTAN tiene 21 mil aviones de guerra, frente a cuatro mil 173 que tiene Rusia. La OTAN tiene tres millones 660 mil soldados activos, frente a 850 mil hombres del Ejército ruso.
La OTAN tiene una fuerza naval de dos mil 49 buques de guerra, frente a 605 de la marina de guerra rusa.
¿Con qué cara hablan de una “amenaza de ataque de Rusia para apoderarse de países europeos?
Y, más aún, ¿para qué querría Rusia conquistar esos países del Este europeo, en vez de seguir haciendo buenos negocios con ellos?
Lo que sí es verdad es que el desarrollo industrial, tecnológico y financiero de Rusia, unido a la tremenda abundancia de recursos naturales de ese gigantesco territorio, hace que su creciente prosperidad, unida al proyecto internacional euroasiático, pone en peligro de extinción la actual supremacía económica de Occidente.
De hecho, el propio presidente de Estados Unidos, Joseph Biden, admitió ante la prensa internacional que Washington necesita derrotar a Rusia para poder luego derrotar a la China.
Y el actual ministro de Guerra de Estados Unidos, Lloyd Austin, refiriéndose a la guerra en Ucrania, declaró que el propósito de Estados Unidos es quebrantar a Rusia para que ya no pueda levantarse otra vez. De ahí que haya impedido todas las iniciativas de llegar a un acuerdo de paz por vía de negociaciones diplomáticas.
Al parecer, los objetivos estratégicos de Estados Unidos y la OTAN contemplaban hacer que la guerra de Ucrania se prolongue por mucho tiempo, con la esperanza de obligar a Rusia a desgastarse militar y económicamente, para que provoque una exasperación popular en contra del presidente Putin, y eventualmente producir su derrocamiento por un golpe militar.
Como he señalado antes, las enormes sanciones económicas contra Rusia no tuvieron nunca el propósito de poner fin a la guerra. Por el contrario, la guerra de Ucrania fue provocada y prolongada a fin de aplicar sanciones contra Rusia.
Pero, ¿por qué las naciones integrantes de la Unión Europea (UE) se apegaron a la estrategia de Washington aún a costa de experimentar ellas mismas un verdadero cataclismo económico y social, aplicando sanciones antirrusas que rebotan sobre su propia gente y sus propias empresas?
Uno de los más importantes analistas de economía de Estados Unidos es Michael Hudson, quien, entrevistado por la revista digital UNZX, emitió, la semana pasada, un diagnóstico muy negativo sobre el momento estratégico mundial, de la economía mundial.
En su análisis, Hudson señala que la triunfante economía liberal de mercado se orientaba a la producción de bienes y obtención de ganancias a través de ella. Era, por excelencia, una economía de producción industrial y agrícola, que generaba riqueza a partir del trabajo bien remunerado, la capacitación tecnológica y la educación accesible a todos.
Según el analista, la economía liberal fue desde el primer momento un proceso revolucionario contra el viejo sistema de latifundistas y nobles que desde la Edad Media aplastaba toda posibilidad de progreso social y económico.
La aparición de vigorosos pequeños empresarios que aplicaban técnicas nuevas, creaban empresitas nuevas y contrataban trabajadores que se capacitaban para producir cada vez más, generó de inmediato riquezas inesperadas a partir de esa producción de bienes concretos.
Especialmente en Inglaterra y Alemania, políticos de origen noble, tal como Disraeli y Bismarck, comprendieron que ese cambio revolucionario necesariamente produciría un cambio revolucionario en la política. Adaptándose a tales cambios, esos líderes políticos modernizaron el concepto de gobierno, con medidas de protección a la iniciativa privada, y con medidas de protección social a la clase trabajadora.
De hecho, Benjamín Disraeli, siendo él un noble, como Primer Ministro impulsó las facultades de la Cámara de los Comunes en el Parlamento, que así pudo sacar adelante los sistemas de educación básica gratuita y un sistema de atención médica gratuita, en favor de los trabajadores y sus familias.
En esos mismos años –me refiero al siglo XIX– el aristócrata prusiano Otto von Bismark comprendió el potencial de la naciente actividad industrial y la necesidad de proteger y estimular no solo a los jóvenes empresarios industriales, sino también a los innumerables jóvenes trabajadores que participaban en la producción industrial.
Y Bismarck, como canciller de Alemania, no solo aplicó medidas sociales similares a las británicas, además concibió la necesidad de que los trabajadores pudieran recibir un beneficio financiero en su vejez o en caso de incapacidad por accidente o enfermedad.
¿Se fija Ud.? Ya dos siglos atrás líderes políticos de Gran Bretaña y Alemania comprendieron y respaldaron una revolución que, siendo básicamente económica, fue profundamente social. Y su efecto fue poner a Alemania y Gran Bretaña como las más grandes potencias industriales y económicas del mundo.
Por cierto, a partir de esos conceptos de economía y desarrollo social se desenvolvieron teorías y doctrinas políticas enfocadas a la participación del Estado en la economía y el desarrollo social de la nación. Incluyendo, por supuesto, las doctrinas de liberal democracia, y las del socialismo marxista.
El análisis de Hudson advierte cómo el liberalismo británico se enfocó, quizás en exceso, en la exportación de sus productos industriales, sobre todo hacia países de bajo desarrollo social, como, por ejemplo, los estados del Sur de Estados Unidos, que recibieron total respaldo de Inglaterra, incluyendo préstamos de dinero y créditos de armamento para enfrentar al Norte durante la Guerra de Secesión.
Fue esa guerra del Norte contra el Sur la que generó que en los estados del Norte de desarrollara, igualmente con apoyo alemán, una rápida industrialización, absorbiendo con avidez las nuevas tecnologías. En pocas décadas en Estados Unidos surgieron miles de industrias, a la vez que cientos de miles de personas se abocaron al aprendizaje y desarrollo de nuevas tecnologías aplicables a la producción industrial. Empresarios como Thomas Alva Edison tomaron inventos experimentales, como la ampolleta eléctrica, descubierta en Inglaterra, y los llevaron a su aplicación industrial y comercial, generando un portentoso caudal de ganancias financieras basadas netamente en la producción industrial.
Ese desarrollo industrial y económico de Estados Unidos se potenció inmensamente por su situación transatlántica respecto de Europa, que le permitió mantenerse al margen de las guerras y los violentos procesos nacionalistas que estaban estallando allí. Eso incluyendo las dos guerras mundiales, en las que Estados Unidos obtuvo enormes ganancias abasteciendo a los países en pugna, amigos y enemigos, hasta decidirse a intervenir militarmente cuando ya estaba seguro de la victoria.
En la Primera Guerra Mundial, en 1918, Estados Unidos llegó a recaudar en sus arcas prácticamente la totalidad del oro que había en toda Europa. Y, tras la segunda Guerra Mundial, en 1944, nuevamente Estados Unidos disponía de una riqueza financiera tan enorme que le permitió financiar la reconstrucción de la Europa occidental mediante el Plan Marshall.
Sin embargo, en el período entre las dos guerras mundiales, en Estados Unidos se produjo una tremenda crisis financiera originada en la caótica administración de los servicios bancarios y las bolsas de valores del país. Fue la llamada “Crisis de los años 20”, que provocó un estado generalizado de miseria y cesantía en todo el país.
En esas circunstancias fue elegido presidente el demócrata Franklin Delano Roosevelt, quien encaró la crisis aplicando la fórmula socialdemócrata de planificación y regulación de la economía bautizada como el “New Deal”, o sea, el «Nuevo Contrato», «Contrato Social», desde luego.
En palabras de Roosevelt, la nación es como un escaño que necesita tres patas para mantenerse en pie. Una pata es la gente, los trabajadores y sus familias. La otra pata es el capital, la base financiera de la economía. Y la tercera pata es el Estado, cuya misión es representar a toda la gente, no solo a los capitalistas y a los trabajadores, y equilibrar satisfactoriamente las aspiraciones de todos los grupos humanos de la nación.
Esa fórmula, planteada por el economista Maynard Keynes, no solo llevó a la solución de la terrible crisis de los años 20, sino que se aplicó después para lograr la reconstrucción de toda Europa occidental, que había quedado reducida a ruinas en la Segunda Guerra Mundial.
Enfrentado políticamente con el socialismo marxista-leninista, el movimiento socialdemócrata europeo buscó mantener un diálogo no confrontacional ante la Unión Soviética, a la vez que llevó a que la economía europea alcanzara un altísimo grado de protección social para los trabajadores y sus familias. De hecho, la política y la economía de Europa fue esencialmente socialdemócrata hasta la última década de 1990.
Según el análisis de Hudson, fue en esa década, de enorme prosperidad en el llamado “Mundo occidental”, que se comenzó a plantear un nuevo concepto de economía frontalmente opuesto al socialdemócrata. El “capitalismo financiero”, que se oponía al “capitalismo de producción”. Un capitalismo en que la administración genera riqueza sin producir bienes. Es el neoliberalismo, que en estos momentos está derrumbándose sobre su propia inconsistencia.
Para Hudson, el más notorio portavoz del neoliberalismo fue el primer ministro británico Tony Blair, elegido por el Partido Laborista, y que, sin embargo, se preocupó de quitarle a su propio partido todo resto de carácter socialista.
Fue Blair el que reorientó la economía británica alejándola de la producción industrial y concentrándola en las técnicas de la llamada “arquitectura financiera”, que genera riqueza financiera solo mediante trucos administrativos. Para ese era necesario eliminar toda intervención del Estado en el quehacer económico. Más aún, Blair llegó a decir, despectivamente, que la producción industrial debía ser relegada a otros países que aún tuvieran que ensuciarse las manos fabricando cosas para el mercado.
Por supuesto, la tesis neoliberal tuvo un atractivo inmenso para los grandes capitales que, por un lado, podían obtener ganancias mediante operaciones de la bolsa y el manejo de los créditos; y por otro, les permitía trasladar sus capitales industriales, llevarse ese dinero a los países pobres, ansiosos de captar capitales extranjeros y crear fuentes de trabajo allí.
Con eso, fábricas que en Estados Unidos tenían que pagar un sueldo mínimo del orden de los cinco dólares la hora podían instalarse en países subdesarrollados donde los trabajadores se sentían muy felices de ganar 50 centavos de dólar por hora. ¡Un ahorro del 90% solo por concepto de pagos del trabajo humano!
Durante más de 40 años el neoliberalismo pareció funcionar de maravilla. La producción de bienes se había abaratado, a la vez que el manejo de créditos y operaciones bursátiles dejaba ganancias exorbitantes.
Pero las actividades humanas no pueden dejar de evolucionar, y en países ricos en calidad humana, aunque fueran pobre financieramente, se produjo una explosiva capacidad de producción de bienes concretos. Un retorno a la economía de producción, más poderosa que la economía de administración.
Y ese fenómeno, en forma espectacular, se produjo sobre todo en la China, donde el comunismo estatista y agrario de los comienzos había evolucionado hacia un comunismo en que el Estado mantiene el control completo de las finanzas y la planificación, pero traspasa a las personas el quehacer económico de la producción de bienes. El Estado planifica y controla, pero entrega créditos de capital para que emprendedores nuevos puedan entrar a la competencia para conquistar mercados. O sea, se instauraba de nuevo una economía de producción, bajo control del Estado, control financiero del Estado.
Eso, para el mundo neoliberal era un cataclismo. No solo el vertiginoso crecimiento y enriquecimiento de la economía china. De igual manera la India, Indonesia, Vietnam, Filipinas, todos los llamados “tigres asiáticos”, pasaron a dominar el abastecimiento de sus propios mercados nacionales, primero; y luego los mercados internacionales.
Para las gigantescas concentraciones del poder financiero, unidas al control autoritario de la actividad bancaria y el crédito, el desafío de esta economía de producción se entendió, por supuesto, como un peligro mortal. De ahí fue que las cúpulas financieras de Estados Unidos, Europa y sus allegados Japón y Australia se vieran enfrentadas ni más ni menos que a la bancarrota, mientras China materializaba su proyecto de integración euro-asiática.
Incluso las propias empresas industriales europeas se encontraron en la necesidad de trasladar sus plantas de producción hacia el Oriente, especialmente a China, ya que su capacidad de producción en Europa y Estados Unidos se había vuelto insuficiente para competir en precio y calidad. Ya no eran competitivos.
En esa perspectiva, Estados Unidos y sus aliados parecen haber comprendido que todo el esquema financiero controlado desde los bancos de Estados Unidos y Gran Bretaña se encontraba al borde de la bancarrota… ¡a pesar de estar sumidos en trillones de dólares y euros!
La Guerra de Ucrania era indispensable para lanzar la verdadera guerra económica mediante las sanciones brutales que ya habían demostrado su eficacia cuando se aplicaron para arruinar a Irán, a Cuba, a Venezuela, a Siria, y que esta vez serían intensificadas hasta lo indecible en contra de Rusia.
Según los cálculos de Washington, la aplicación de las sanciones contra Rusia, que comenzaron con despojarla de 300 mil millones de dólares de sus reservas internacionales, además de un bloqueo comercial absoluto, deberían haber llevado ya a Rusia al default, a la incapacidad de pagar sus deudas, y al derrumbe de su economía interna.
Pero, asombrosamente, Rusia ya logró sobreponerse del todo gracias a los enormizados precios del gas, el petróleo, el níquel y el trigo. La economía rusa resultó con un fortalecimiento del rublo, su moneda nacional, y la puesta en marcha de sistemas financieros que no usan ni dólares ni euros, y que, según el Fondo Monetario Internacional (FMI), ya están sirviendo como alternativa a más de un 30% de toda la economía mundial.
En otras palabras, la guerra financiera no le hizo a Rusia ni la mitad del daño que ya le ha hecho a las economías de Estados Unidos y Europa.
¿Qué está ocurriendo en este instante?… Hasta anteayer se suponía que la guerra de Ucrania seguiría matando y destruyendo aquel país, y que Estados Unidos no quería ninguna solución pacífica con Rusia, y que incluso Japón y Australia deberían prepararse para la opción de una guerra generalizada.
Pero, al parecer, Estados Unidos cambió de parecer. Como quien dice, «comenzó a recoger cañuela». El viernes 13 de mayo el feroz general retirado Lloyd J. Austin III, ministro de Guerra de los Estados Unidos, que hace un mes decía que la guerra iba a seguir hasta tener a Rusia de rodillas… bueno, llamó por teléfono a su colega Sergey Shoygu… y en términos muy educaditos le dijo al ministro ruso que ya es preciso parar cuanto antes los enfrentamientos en Ucrania. Le pidió que mantuvieran abiertas las comunicaciones, y que se haga todo lo posible para conseguir un alto al fuego inmediato.
Al terrible general Ministro de Guerra parece que le vino una especie de “epifanía”, y de repente comprendió que al fin de cuentas la guerra ya no es una buena solución, como era antaño.
¿Les llegará también la epifanía a los políticos europeos, a los militaristas de la OTAN y a los ridículos belicistas de Australia y el Japón que ya están bastante en ruinas?.
En tanto, en las bases sociales de todo el mundo están multiplicándose los casos de violencia brutal, como si cada vez más, más y más personas se fueran contagiando súbitamente de una ferocidad demencial.
Un hoyo negro de desesperación sin dios ni ley, ni esperanza ni belleza.
Como ese inmenso hoyo negro que es cuatro millones de veces más grande que el Sol, y que se encuentra en el centro de nuestra galaxia, a 27 mil años luz de nosotros, entre las constelaciones de Escorpión y Sagitario.
Ud. sabe: los hoyos negros se tragan planetas y estrellas… tienen una codicia insaciable. No se les quita nunca el hambre.
Por suerte, gente amiga, nosotros no somos así.
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Ruperto Concha Analista internacional chileno