Mentiras y verdades acerca de Rusia

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El célebre y venerado primer ministro británico Winston Churchill, junto al soviético José Stalin y al presidente de Estados Unidos Franklin Roosevelt integró el Triángulo de la Victoria sobre aquella trágica y perversa estupidez que fue la Alemania Nazi.

Y este tan venerado señor Churchill, poniendo su mejor cara de gordito cínico, dijo una frase muy verdadera sobre la verdad en tiempos de guerra.

En sus palabras, dijo: “Cuando hay guerra, la verdad es algo tan valioso que hay que protegerla rodeándola con toda una tropa de mentiras”.

¿Se da cuenta Ud.?… Según el gran prócer británico, cuando hay guerra hay que esconder la verdad detrás de una coraza de muchas mentiras gruesas.

Y, en este 2022, sin duda ya estamos sumidos en una guerra entre Estados Unidos y sus socios contra los gigantes asiáticos, Rusia y China.

Una guerra que todavía sigue casi fría, pero que parece demasiado próxima a estallar.

¿Cuál puede ser esa verdad que la gran prensa occidental está protegiendo con tantas mentiras tan gruesas, que en estos momentos se concentran en contra de Rusia, y, sobre todo, en contra del presidente Vladímir Putin?

Recordemos cómo fue el final de la Unión Soviética, cuando el presidente Boris Yeltsin desconoció las atribuciones constitucionales del Congreso, y este, a su vez, desconoció que el Presidente tuviera el derecho dictatorial de gobernar por simples decretos.

En sus primeros dos años de gobierno, la situación general en toda la Unión Soviética era de caos, un empobrecimiento cataclismal con una inflación desatada, llegando al extremo de que durante varios meses seguidos no había dinero ni siquiera para pagar los sueldos a las Fuerzas Armadas.

Finalmente, en marzo de 1993, el presidente Yeltsin emitió un decreto cerrando el Congreso y desconociendo las últimas elecciones parlamentarias. Y el Congreso, por su lado, intentó destituir al Presidente.

Ante eso, Boris Yeltsin llamó a las tropas de la guarnición de Moscú y derechamente les ordenó desalojar el edificio del Congreso, donde los parlamentarios se habían atrincherado.

Un batallón de tanques rodeó el edificio y abrió fuego a cañonazos. Hubo 500 muertos, en su mayor parte parlamentarios, y algo más de mil heridos.

El mundo occidental estalló en aplausos y felicitaciones. ¡Resulta raro que no haya habido un diputado ruso al estilo del venezolano Juan Guaidó, que se declarara “presidente interino”!

El gobierno de Boris Yeltsin, enfocado a la doctrina económica neoliberal, provocó una crisis de miseria generalizada sin precedentes en la historia económica mundial. Pero, a la vez, una minoría de antiguos oligarcas comunistas había logrado manejar los destinos de las mayores empresas, incluyendo las petroleras y las minas, y con ello llegaron a acuerdos con inversionistas de Estados Unidos y Europa.

Esos exjerarcas pasaron a ser súper millonarios. Tanto que varios de ellos fueron considerados entre los hombres más ricos del mundo.

Pero la exUnión Soviética, convertida ahora en la Federación Rusa, parecía un gigantesco animal que podía ser descuartizado, vendido y consumido en manos de las corporaciones transnacionales que habían ya proclamado el fin de la Historia, bajo el poder imperial de Estados Unidos, cuyas fuerzas armadas se encargarían de mantener el orden a nivel mundial.

De hecho, inmediatamente tras la desintegración de la Unión Soviética, y violando totalmente las atribuciones de las Naciones Unidas y el Derecho Internacional, Washington lanzó una guerra total de las fuerzas de la OTAN para desintegrar Yugoeslavia, que era el último estado socialista que sobrevivía en Europa.

En nombre de la libertad, la democracia y los derechos humanos, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) lanzó sobre Yugoeslavia más de tres mil bombas de uranio empobrecido sobre las poblaciones civiles de Croacia y Serbia. Eran las que el pintoresco primer ministro británico Tony Blair había calificado ante la prensa mundial como “bombas humanitarias”. ¡Y fíjese que lo decía en serio!

Rusia, hecha pedazos, no pudo socorrer a Yugoslavia. Ya no podía responder a sus aliados. Ni siquiera había podido defender al gobierno de Chechenia, que había aprobado por plebiscito mantenerse unida a Rusia, pero que había caído en manos del movimiento fundamentalista islámico wahabita Al Qaeda, que por entonces era mirado con mucha simpatía por Washington…

La prensa occidental hablaba de los “heroicos” patriotas de Chechenia que defendían su libertad. Faltaban todavía tres años para el 11 de septiembre de 2001, cuando Al Qaeda decidió mostrar sus habilidades en la Torres Gemelas de Nueva York y el Pentágono de Washington.

En momentos en que el desastre político, social, militar y económico parecía aniquilar definitivamente a Rusia, el ya desequilibrado y alcoholizado presidente Boris Yeltsin llamó a un joven funcionario, exanalista de inteligencia de la KGB, llegado de San Petersburgo. Yeltsin lo encontró recio, inteligente, y con ganas de hacer algo importante.

Y decidió contratarlo, primero, para poner algo de orden en el desbarajuste de bandoleros multimillonarios que plagaban como ratas el inmenso territorio, con ganas de roer todo lo bueno que hubiera ahí, desde la Escandinavia hasta la frontera de Rusia con Alaska.

Ese joven se llamaba Vladímir Putin, hijo de un marino mercante jubilado pobre, y una enfermera de bajo rango. Había tenido dos hermanos mayores. Uno se murió de hambre durante la guerra. El otro se murió de una enfermedad que no pudieron medicar.

Oiga, ese tal Putin le encontraba soluciones a todo. Iba resolviendo los problemas, uno tras otro, y lograba que el territorio fuera haciendo reaparecer el orden, la confianza… y la esperanza.

Yeltsin le fue encomendando cada vez más misiones. Ya en 1998 lo nombró jefe del Aparato de Seguridad Nacional. En ese puesto, Putin tuvo que hacerse cargo de la guerra antiterrorista de Chechenia, donde el Ejército soviético había sido derrotado.

En menos de un mes, los terroristas wahabitas habían sido derrotados, el presidente de la República de Chechenia pudo reasumir su cargo, y puso fin a la sangrienta ola de atentados terroristas que habían ensangrentado a toda la nación.

Al año siguiente, el presidente Boris Yeltsin se dio cuenta de que ya no podía sostenerse en su cargo, su popularidad había caído a un mísero 2% de aprobación, y optó por renunciar, entregándole el gobierno a su ministro Vladímir Putin hasta la elección presidencial.

Putin se hizo cargo de la pega y luego fue candidato del oficialismo llegado el momento de las elecciones. Y fue elegido presidente de Rusia con una mayoría de un poquito más del 50%.

No es del caso analizar lo que hizo de inmediato Putin como jefe de gobierno. Pero al término de su primer mandato su popularidad era más del 80% de aprobación. La economía se había estabilizado, las pandillas de los exoligarcas convertidos en millonarios habían sido puestas en vereda, y los sueños neoliberales se esfumaron cediéndole el paso a una prudente pero poderosa regulación del Estado.

Rusia estaba renaciendo. En palabras del mismo Vladímir Putin: “Todos los que tienen un buen corazón echan de menos a la Unión Soviética. Pero todos los que tienen un buen cerebro saben la Unión Soviética ya quedó para siempre en el pasado”.

¿Se fija Ud.?… Ese diabólico Vladímir Putin les había desinflado las esperanzas a los grupos financieros y las corporaciones transnacionales que contaban con apoderarse de las inmensas riquezas del país más extenso del planeta Tierra.

Y no solo eso. Paso a paso, el nuevo gobierno encabezado por Putin logró que Rusia recuperara su categoría de gran potencia mundial.

El nuevo orden permitió que las ciudades universitarias de Rusia acogieran una tras otra, año tras año, a multitud de jóvenes inteligentes, que muy pronto consiguieron que Rusia alcanzara todos los avances tecnológicos necesarios y, de hecho, en el campo militar fue la primera potencia que desarrolló misiles hipersónicos de alcance transcontinental.

Es decir, el fenómeno llamado Vladímir Putin, en constelación con el fenómeno chino llamado Xi Jinping, les mandó a los regímenes neoliberales de Occidente, nacidos del imperialismo militar, el augurio de que el «siglo americano» se estaba haciendo humo, que la Historia no había llegado a su fin en Nueva York, y que el último hombre no será como se lo imaginaba ese señor Francis Fukuyama.

Eso era algo intolerable. Ese par de aguafiestas, encabezando un par de naciones potentes e inteligentes, eran inevitablemente los peores enemigos del «sueño americano». La guerra era inevitable. La economía de mercado fue instantáneamente reemplazada por la economía de sanciones y amenazas militares por parte del Imperio.

Así, pues, sin que nos diéramos cuenta, estábamos todos en guerra. Y por eso, siguiendo la receta de Winston Churchill, la verdad comenzó a ser protegida como un tesoro. Escondida detrás de una coraza de innumerables mentiras y calumnias repetidas una y otra vez para que la gente por último termine creyendo que son la verdad.

En esos momentos la narrativa de los grandes medios periodísticos y de entretención está orientada a infundir en la gente un sentimiento de miedo y de repugnancia no solo hacia los gobernantes como Putin y Xi Jinping, sino también hacia la gente de Rusia y de la China.

Desde la desintegración de la Unión Soviética, Rusia no ha realizado jamás ni una sola acción agresiva fuera de sus fronteras. Su guerra en Chechenia fue netamente defensiva y dentro de su territorio.

Su intervención militar en Osetia del Sur, en 2008, fue en defensa de una nación que estaba siendo invadida por el Ejército de Georgia, violando los acuerdos de paz suscritos por el propio Gobierno georgiano para poner fin a dos años de represión contra la voluntad de independencia del pueblo de Osetia del Sur, confirmada por un plebiscito en que el 99% de la gente votó por ser independientes.

El turbio líder georgiano Mikhail Saakashvili lanzó un ataque feroz en 2008, tratando de apoderarse a sangre y fuego de la capital de Ostia del Sur, Xingali, y en esa acción las tropas georgianas no vacilaron en dar muerte también a soldados rusos de la Fuerza de Paz acordada en 1992.

Pese a las falsedades periodísticas occidentales, la intervención de Rusia en defensa de la población no se produjo durante el gobierno de Vladímir Putin, sino durante el del presidente Dmitri Medvedev. Y la penetración del Ejército ruso en territorio de Georgia fue estrictamente una acción puntual para destruir los arsenales georgianos a solo 15km de la capital.

Luego los rusos se retiraron y, posteriormente, cuando ya Saakashvili había perdido su intento de reelección presidencial y se vio obligado a huir de su país para evitar ir a la cárcel, los gobiernos de Georgia y Rusia reanudaron sus relaciones en términos positivos, con protección de Rusia sobre los gasoductos y oleoductos que abastecen de combustible a Georgia pasando a través de Osetia del Sur.

Es decir, la realidad de los hechos no tiene nada que ver con la calumnia de que el Gobierno ruso le haya “arrebatado” a Georgia dos provincias de su territorio. De hecho, la actual situación de Georgia y Osetia del Sur es exactamente la que propuso la Unión Europea (UE) al término de las hostilidades en 2008.  

En cuanto a Ucrania, la mayoría de los grandes medios de prensa occidentales hablan de una supuesta “obsesión” de Rusia por apoderarse de ese país. Incluso consideran que el presidente Putin revela sus intenciones de ocupar Ucrania, cuando se ha referido a la ciudad de Kiev, la capital de ucraniana, como la “ciudad madre” de la nación rusa.

Pues bien, Putin tiene toda la razón. La ciudad de Kiev fue fundada y defendida por el llamado “rus” de Ruskaya Proda junto al río Dnieper, hace algo más de mil años. En las lenguas eslavas la palabra “rus” significa el “pueblo” o la “nación”. Los «rus» son la gente. Y es por ello que Rusia se llama Rusia, o sea el país de la gente.

Por supuesto, a lo largo de más de mil años, los habitantes del actual territorio de Ucrania se distanciaron de sus hermanos de Rusia. La gente, los “rus” de Ucrania fueron invadidos y subyugados por invasores de Suecia, de Polonia, del Imperio turco, de Austria y de Alemania.

En 1686, ejércitos de los “rus” de Rusia y de Kiev derrotaron al Imperio turco que avanzaba hacia el norte amenazando incluso la ciudad de Viena, la capital de Austria.

En 1709, el rus de Moscú logró vencer a 23 mil soldados del Ejército sueco que habían intentado una nueva invasión.

Ya en el siglo XIX Rusia había logrado adueñarse definitivamente de la península de Crimea, que era parte del Imperio turco, y luego, durante el reinado de Catalina la Grande, de Rusia, todo el territorio del sur-oriente ucraniano quedó integrado a Rusia.

Sucesivas invasiones pusieron el oeste de Ucrania bajo el dominio de otros reinos europeos, y los habitantes de ese territorio a menudo se dividían peleando entre sí, al servicio, por ejemplo, de reyes polacos contra reyes austrohúngaros, o contra los zares de Rusia.

En las dos guerras mundiales, Ucrania fue duramente avasallada por los prusianos y los austríacos, y, posteriormente, por los nazis.

Durante la Revolución soviética, en los primeros años de guerra del Ejército rojo contra los Rusos Blancos, gran parte de los ucranianos apoyó a los bolcheviques, y en la Segunda Guerra Mundial vieron la llegada triunfante del Ejército soviético que había aniquilado a los alemanes.

Pero, sin duda, la afinidad entre los “rus” de Rusia y los “rus” de Ucrania no hace que actualmente sean una sola nación. Ambos pueblos se saben parientes íntimos, pero no llegan a ser verdaderamente hermanos.

En este episodio de amenaza de invasión rusa, ha quedado fuertemente en claro que la gente ucraniana no quiere ir a la guerra contra Rusia.

Por el contrario, es fuerte el deseo de recuperar la cooperación fraternal que llegó a existir entre ambas naciones, y que llevaron al desarrollo en Ucrania, por ejemplo, de la fabricación de aviones como los gigantescos Antonov, y de la tecnología avanzada, incluyendo la instalación de centrales nucleares como la de Chernobyl, de triste destino, tal como la de Fukushima en Japón, fabricada por la General Electric de Estados Unidos.

En realidad, una posible guerra con Rusia en Ucrania no podrá producirse sin que los intereses políticos de Estados Unidos y la OTAN quieran llegar a ello.

Rusia no invadirá a Ucrania por propia iniciativa. No desea hacerlo ni le conviene. Las encuestas realizadas por empresas independientes coinciden en que en Ucrania una fuerte mayoría de la gente desea que se alcance un acuerdo razonable con Rusia.

De ahí que incluso el muy antiruso Gobierno actual del presidente Wlodimir Zelenski ha llegado a protestar por el lenguaje belicista de Estados Unidos y Gran Bretaña.

Rusia ha sido clara y sencilla en sus demandas: que no se instale armamento de ataque en Ucrania. Que no se incorpore a Ucrania en la alianza militar de la OTAN, y muy especialmente, que no haya agresión militar contra la población de las provincias orientales, que son gente rusa, de habla rusa y con familias rusas, y están instaladas allí desde el siglo XIX, cuando Rusia liberó aquellas tierras que habían sido invadidas por el Imperio turco.

Así, pues, Estados Unidos y la OTAN en estos momentos no tienen más remedio que mentir y seguir mintiendo para justificar un aumento de la amenaza militar y sostener el mito de que los rusos son malos y Putin es aún peor. Que los chinos son malos y Xi Jinping es peor. Que Irán y Kazajstán son pérfidos igual que Siria, Yemen, Afganistán, Paquistán, El Salvador, Cuba, Venezuela, Nicaragua, Bolivia, Perú y, posiblemente, también Brasil, y Chile por haber elegido residente a Gabriel Boric.

En fin, la frase de Winston Churchill sobre la verdad en tiempos de guerra es confesar que el Imperio estadounidense, en el fondo, más que un imperio es un emporio, que piensa solamente en ganar más plata a costa de lo que sea.

¡Hasta la próxima, gente amiga! … Cuídense, hay peligro. La mentira es peligrosa para todos, incluso para el mismo mentiroso.

Y, a propósito, ¿sabía Ud. que la palabra Diablo viene del griego Diábolos, que quiere decir “mentiroso”?

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Ruperto Concha Analista internacional chileno

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