El encierro

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Por Pedro Ballestero

El reloj seguramente marcaba pocos minutos para las seis de la tarde, hora en que a  San Juan por costumbre y tradición lo hacían entrar a la Iglesia para despedirse de sus fieles como cada 25 de junio de cada año; después de tres días juerga, sol, lluvia y fervor de un pueblo amalgamado en una sola sustancia viscosa y espesa ofrendando a su Santo.

Día en que los devotos y no devotos hacen lo posible por no dejar entrar a la Iglesia al responsable de todo; al convocante, al que saben que si lo dejan entrar se acabará la fiesta y tendrán que esperar un año, sin que los tambores repiquen, como se lo enseñaron sus antepasados, de bemba en bemba, sin que jamás sus historias se vieran escritas ni reflejadas en ningún libro, porque lo que sienten está más allá de las venas, del estómago, de los nervios y del propio corazón… Incluso, hasta más allá de sus propias almas.

Pero en aquel universo de sensaciones que me envolvían, donde me sentía en mi elemento, lleno de energía mundana, terrenal y cósmica, como flotando; con los latidos al compás de la sabrosura de la vida, sintiendo las cadencias de “la melaza que ríe y la melaza que llora”, me reconocía niche, con un tinte blanco en mi piel que me fue prestado, porque ahí, al laíto de la epidermis, me habitaba mi verdadero color de Cumbe y Mandinga, pendiente del bochinche ancestral que cargo conmigo desde que el mundo es mundo.

Pero, ¿cómo iba a escapar de aquel chorro de gente que me cargaba y me arrastraba de un lado para otro; entre paseos y cantos Malembes, estaciones con tambores culo e’puya y carreras de una esquina a otra para bailar y cantar al compás del Mina? Esa vez me había propuesto ver la parte final de El encierro. El año anterior había disfrutado los tres días seguidos de la parranda; y aunque sé por experiencia propia que ninguna fiesta se parece a otra, quería comprobar si eso que me había contado Reinaldo era una sensación muy personal de él, o en realidad era así, como él lo contaba.

Saqué fuerzas no sé de dónde y salí de la olla muy diferente a como entré: sin el sombrero de cogollo, la franela rota y el cierre del short que llevaba puesto totalmente rodado hacia el hueso ilíaco izquierdo, mientras las voces coreaban: “Malembe, Malembe, Malembe no más.”

No me atreví a mirar hacia atrás. Sabía de sobra que si volteaba me iba a quedar sin la posibilidad de poder contar qué cosa es quedarse a la deriva en medio de una rebelión cimarrona en Barlovento.

Llegué a una casa con platabanda de donde se vería con lujo de detalles todo lo que allí sucedería. El corazón me latía fuerte; reclamaba sin dolor y con razón el no oír de cerca el golpeteo de los laures sobre el tallo de un árbol seco y hueco que ahora daba frutos de ritmo y armonía. Solo entonces fue cuando tuve el valor de mirar el reloj. Apenas faltaba un minuto para las seis de la tarde y el torbellino del tambor Mina en la plazoleta anterior al templo ahora era cuando sonaba, acompañado por un ondulante tapiz rojo que exclamaba “San Juan Guaricongo, ieá; cabeza pelá, ieá; y el año que viene, ieá; te vuelvo a cantá, ieá, ieá, ieá, ieá…”.

Las campanas repicaron anunciándolo todo. Eran las seis en punto de la tarde cuando San Juan llegó a las puertas de la Iglesia. Nadie tenía llaves ni manos para abrir nada. Una atmósfera estremecedora de furia y ternura saltaba en el lugar, donde cinco siglos de silencio se convertían en gritos estremecedores. San Juan estaba gozoso. Otra vez su pueblo y él se habían desenganchado de unas cadenas, que aún sin ser vistas, todavía existían.

De repente las puertas comenzaron a batirse en un abrir y cerrar constante produciendo un estruendo capaz de escucharse en medio del tumulto. El libreto tenía años recreándose de la misma manera y la multitud lo tenía entronizado. Al desenlace le faltaba poco para su culminación. Murallas de gente tratando de meter a San Juan por el redil y un pueblo entero oponiéndose a que esto ocurriera.

En ese instante estuve a punto de sucumbir. Quería saltar al griterío, enredarme y ser parte del montón al cual pertenecía. Estaba a punto de estallar y salir volando del techo de la casa hasta la fiesta, cuando de repente la puerta se abrió de par en par y San Juan desapareció de la muchedumbre.  La vida se postalizó y un enigma lo enmudeció absolutamente todo. Los relojes se quedaron sin horas y el tiempo desapareció. Una extraña sensación de ausencia, abandono y separación recubrió aquella puesta en escena.

Unas manos invisibles volvieron a abrir las puertas de la Iglesia y el pueblo todo salió de la pausa, apenas para darle un último adiós hasta el año próximo, con el compromiso de verlo, tocarlo, sentirlo y gozarlo con los ánimos convertidos en las ánimas de siempre.

Después de ver y oír todo lo que acababa de presenciar, saqué mi cuartico de ron y brindé solo y mirando al cielo, sollozando de dicha revuelta con pena. No busqué explicaciones. Todo estaba dicho, cantado, tocado, bailado y disfrutado. Me di cuenta que lo sucedido lo había vivido como si hubiera estado presente en todo el recorrido del Santo. Bajé y le di las gracias al señor dueño de casa. Me acerqué hasta las puertas de la Iglesia y miré hacia el lugar donde me encontraba. Mi sorpresa fue muy grande al ver que yo estaba viéndome a mí mismo en el techo de la casa. San Juan se las había arreglado para hacer que yo estuviese en los dos lugares a la vez. Pedro Miguel contaría todo desde las dos ópticas: desde el que vive a plenitud los hechos en el lugar y desde el sitio que le permitía entender de qué materia estaba hecha su alma, su cuerpo y su espíritu. Entonces con una sonrisa de picardía los dos Pedros se miraron y cantaron para sus adentros, “Si San Juan lo tiene, San Juan te lo da”.

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Pedro Ballestero Director de teatro

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