Por Margaret Randall
(Roque Dalton: El Salvador 1935-El Salvador 1975)
Roque, coño, te sigo viendo aún
en la silla encorvado hacia delante con los codos hundidos
en las rodillas y tu mentón-
es uno imagen fija.
¿Cuándo fue? Hace tres o cuatro años,
no el último encuentro,
sino el que permanece,
tiempo que se empuja a sí mismo, y corre,
o veces casi a rastras y vacilante
y luego alzándose de nuevo
en esta lucha nuestra.
Es la última imagen, la final,
donde te miro
por lo que no podía saber yo que era la última vez.
Un año o algo así más tarde, julio de 1973,
una carta desde Hanoi y me decías
que en Vietnam
junto al coraje extraordinario,
al heroísmo extraordinario y la victoria segura
había un precio:
la destrucción, devastación humana,
el dolor como nunca pudiste concebir.
Los revolucionarios de América Latina, me decías,
y América Latina
tienen que prepararse para eso.
Responsabilidad.
Te lo agradezco: ese simple hecho terrible
se hizo parte de mí.
Tu vida como la de cualquier otro
puede reconstruirse de sucesos, gesto a gesto-
la cabeza ladeado, escribiendo,
de lucha en lucha,
de debate ideológico en debate ideológico,
siempre didáctica.
Y también de amor en amor,
de represión en represión,
de hijos en poemas, en libros,
en lugares.
México. Checoslovoquia. Cuba.
Chile. Corea. Vietnam.
El Salvador.
A través de tu juventud y «Los Jinetes Dalton»
compartiste recuerdos (creaste y compartiste),
la formación en «el Partido Comunista de un país muy pequeño»
hasta el día en que una facción de renegados
del movimiento revolucionario que tú ayudaste a construir
te abatió en ignorancia criminal,
la trampa,
el fin.
El fin para tu cuerpo humano pero no para tu causa
que no fue nunca tuya sola.
El fin para ese gesto, ese debate, ese amor
pero no para lo que nos enseñaste,
siempre siempre didáctico,
lo que nos diste,
lo que se queda y seguirá quedándose.
Como el amor, los poemas y los hijos,
la CIA es también parte de este cuadro una vez y otra vez.
La primera fue en 1963:
igualita al país, siempre decías,
era una cárcel subdesarrollada
y fuiste el único
revolucionario latinoamericano que se sepa
que escapó al pelotón de fusilamiento
porque un terremoto destruyó la prisión que lo encerraba.
Después fue en las calles de Praga, 1968,
y la paliza que te dieron
te tuvo en cama varias semanas.
Y utilizaste el tiempo del hospital para tomar las notas
del libro más grande entre los que intentaran dar una explicación
a tu país,
Miguel Mármol.
Pero esta vez, la tercera,
fue la última. Lo última vez.
El fin.
Nadie sabía y todos lo sabían
que habías vuelto otra vez a El Salvador.
Infiltración. Militarismo extremo. Sectarismo.
Error total.
Titulares
y camaradas de cuatro continentes
demandan una explicación. Un cadáver.
Un modo de entender lo que pasó,
cómo pasó,
por qué pasó,
una manera de soportar y de saber qué hacer
con el dolor.
Nuestro dolor. Nuestro dolor inmenso. Nuestra ira.
Lo ira y el dolor que nos agitan y nos punzan,
nos cazan, nos atrapan también
pero al fin, sin remedio
promete exactamente el mismo pago,
y nos liberan hacia más trabajo,
una vida agrandada por tu vida,
lo próxima batalla y la siguiente.
Una vez escribiste:
«En la lucha por la revolución hay muchísimos dolores de cabeza
-pero el comunismo será, entre otras cosas,
una aspirina del tamaño del sol».
Ahora, diez de mayo de 1975,
eres parte de ese sol para siempre.
5 de septiembre de 1975.
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Margaret Randall Escritora
Tomado de de/sobre Roque Dalton, Casa, Cuba, 2010.