Sanar la educación de la enfermedad

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Por Ana Cristina Bracho

Todo Estado de excepción implica una reorganización temporal de las actividades del Estado, para otorgarle las facultades requeridas para hacer frente a una situación extraordinaria. El Estado de alarma, dictado en marzo del 2020, es un gran ejemplo para entenderlo, pues la situación sanitaria intervino todos los modos de socializar que solemos desarrollar. Haciendo caso omiso a los matices y los detalles jurídicos que operan en cada lugar (vigencia de un toque de queda, duración o dimensión territorial, entre otros) la situación del “Estado de excepción global” parece resumirse a un mandato de quedarse confinado, de no desplazarse, salvo estricta necesidad, y a hacerlo siguiendo unos estrictos controles de distancia, así como portar protección corporal para evitar contagios.

En consecuencia, todos los derechos están afectados y, sin duda, son los derechos económicos, sociales y culturales los que más sufren, por ser jurídicamente más endebles, por interesar preferentemente a las mayorías, a los débiles jurídicos y por significar, casi en su totalidad, actuaciones del Estado que requieren el contacto con otro. Así, el trabajo, la salud y la educación. De todas las personas, las que se encuentran más afectadas son las que están en las categorías más vulnerables: los migrantes, las mujeres, las personas con enfermedades crónicas, discapacidades, las minorías sexuales y los trabajadores precarizados. De todas las colectividades aquellas que tienen menos acceso a infraestructuras de prevención social, de atención sanitaria, de acceso continuo a los medicamentos o acceso universal a los centros de salud.

Así las cosas, este es un escenario que es mucho más complicado que la idea del Estado de excepción como una restricción principalmente de las libertades individuales y además tiene como agravante la incertidumbre de no saber cuánto tiempo va a durar, cuán profunda será la afectación económica que genere, así como cuánta gente fallecerá o quedará afectada en su salud por la enfermedad.

De ese modo, el principal escenario de los derechos pasa a ser el hogar, frente a un espacio público reducido al mínimo. Sin embargo, la casa no es un espacio cuyas características sean uniformes. Partiendo por el hecho que, según las estimaciones del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), existen 100 millones de personas que no tienen vivienda, mientras que, según ONU Mujeres, al menos en el 35% de los hogares en el mundo existen cuadros de violencia, no existen servicios públicos continuos para la enorme mayoría de la población, así como la situación económica, por el desempleo, por el cobro de deudas o simplemente para comprar insumos básicos, se verá gravemente afectada.

«Este es un escenario que es mucho más complicado que la idea del Estado de excepción como una restricción principalmente de las libertades individuales»

Así que partimos por considerar que pese a la importancia indudable de adoptar las medidas para que las personas se queden en casa, las políticas públicas deben mirar cuáles son las condiciones reales de las personas en medio de esta inédita situación.

Ese enfoque, partiendo de las realidades más concretas, debe hacerse en materia educativa, donde la pandemia parece evidenciar, al menos en Venezuela, que el derecho a la educación es entendido únicamente en su dimensión escolar, como diciendo: el derecho a la educación es la posibilidad de ir a la escuela, aprobar las materias fijadas en un currículo. Una visión que nos devela que la educación no ha cambiado lo suficiente.

En el presente, el derecho a la educación es visto con mucha más amplitud como el proceso mediante el cual se adquieren los conocimientos necesarios para alcanzar una vida plena. Por ello, es la escuela y mucho más que ella. Es conocer la cultura y el arte, los idiomas de nuestros pueblos, los oficios de los padres, las estructuras sociales de los barrios. Para educar evidentemente hace falta alfabetizar, pero no es un proceso vertical, encerrado en cuatro paredes, entendido como la obediencia de un alumno a un maestro y la repetición de actividades. No es la orden a los padres para que realicen maquetas, dibujos o artefactos que no construyen ni utilizan los niños.

El Presidente ha convocado a un gran debate en Venezuela sobre qué debe hacerse en relación al año escolar, que queda afectado por estas normas del Estado de alarma, y pide que maestros, padres y estudiantes contribuyan para que el proceso educativo no se detenga. Al respecto, resulta interesante ver experiencias extranjeras, como la de Italia, donde se decretó que todos los estudiantes habían aprobado el año escolar.

Una decisión que es posible en el marco de un Estado de excepción y que responde al interés de reducir el estrés que en medio de esta situación sufren las familias. De un modo menos radical, Francia declaró que los exámenes para graduarse de bachilleres quedaban suspendidos y que el título se obtendría una vez que puedan hacer la última evaluación, que será cuando sea posible.

«Las políticas públicas deben mirar cuáles son las condiciones reales de las personas en medio de esta inédita situación»

¿Podemos nosotros pensar la educación como un proceso más amplio que la escolaridad? ¿Buscar estrategias para avanzar desde el hogar y que se adapten a la realidad y no intentar meter la realidad en el formato de un aula de clases? La transferencia de la escuela al aula virtual no opera de manera automática. Para quienes desde las Universidades intentamos cambiar de formato nos damos cuenta de un sinfín de problemas que aparecen. Por ejemplo, la falta de medios tecnológicos para aguantarlo, la inexperiencia de los instructores y de los alumnos que hasta ahora respondían a otros esquemas.

Revisando estas ideas, la necesidad de despertar el interés en lo que se estudia, el placer por lo que se hace, la sensación de superación que debe acompañar el proceso educativo, pienso que debemos revisar la visión con la cual estamos enfrentando la contingencia. Las normas del Estado de alarma nos dan para dictar actos extraordinarios.

La presión psicológica, social, familiar y económica que se vive, debe generar que nosotros busquemos respuestas que sean más llevaderas, que recuerden a las madres solteras, a las poblaciones con poca o nula conectividad y a los abuelos que crían. Todos ellos tienen a su cargo niños que merecen no ser sometidos a una prueba imposible, sino descubrir que en los saberes del pueblo, de la casa, de la lectura por placer, del arte por creatividad hay un mundo infinito que explorar.

¿Qué es lo que nosotros priorizamos en el proceso educativo? Una vez que los saberes más elementales quedan fijados, debemos mirar la construcción de la persona como un ser ético, un ser social, una persona en medio de una realidad concreta. La cual merece que el aprendizaje le enseñe a pensar, a resolver problemas de la vida, a entenderse como una persona digna, útil y capaz.

¿En qué forma someter a los niños a hacer tareas contribuye a esto? Pienso que esa es la pregunta fundamental a plantear, cuáles son los recursos que los padres y maestros, que el Estado sabe están a disposición de esos niños. ¿Cómo evitar que la educación en esta contingencia agudice las inequidades del sistema? ¿Cuál es la unidad curricular que de no darse este año no puede ser recuperada en el próximo período escolar?

Son en mi opinión estas las preguntas que deben guiarnos si creemos en la educación como un proceso de democratización, de liberación y de crecimiento. De lo contrario, seguiremos llevando a muchas casas escenas medievales de padres que no aguantan someter a sus hijos a procesos que ellos mismos no entienden y no comparten.

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Ana Cristina Bracho Abogada

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