El síndrome de Agripina-Kissinger (o cómo asesinar opositores)

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Por Alejo Brignole

Hacia finales de la década de 1970, en Italia se produjo un evento que sin dudas podemos considerar paradigmático de la naturaleza sórdida y criminal que domina las relaciones internacionales y la realpolitik.

En 1978, el dirigente democristiano Aldo Moro, quien por entonces intentaba darle un espacio al Partido Comunista italiano (PCI) en una alianza denominada Compromesso storico, fue asesinado. Moro promovía una propuesta conjunta entre democristianos y comunistas, inmersos en el ostracismo político en una Europa en plena Guerra Fría. Pero este acercamiento con los comunistas le costaría la vida a Aldo Moro, que meses más tarde fue secuestrado y asesinado por las Brigadas Rojas, aunque hoy se sabe que fue una planificación de la CIA y los servicios secretos europeos.  

Su viuda, Eleonora Chiavarelli, daría luego algunos detalles sobre la trastienda de aquella tragedia. Contó que Henry Kissinger –Secretario de Estado norteamericano hasta pocos meses antes del crimen– le hizo una inesperada visita al político italiano. Y además acudió acompañado de un alto oficial de inteligencia estadounidense para disuadirlo de no incluir al Partido Comunista en el gabinete italiano.

Kissinger, el hombre fuerte de EE.UU. y Premio Nobel de la Paz, le dijo en tono frío y amenazante: “Debe abandonar su política de colaboración con todas las fuerzas políticas de su país que incluyan al Partido Comunista italiano… o lo pagará más caro que el chileno Salvador Allende.  Nosotros jamás perdonamos”.

Cierta e ingenuamente, muchos consideran que la política internacional discurre entre grandes ideales y horizontes humanistas, cuando la realidad es diametralmente la opuesta. Sobre todo a partir de la segunda posguerra en que Estados Unidos diseñó –o más bien reinventó– refinadas maneras de instalar códigos criminales para resolver la política.Ello contempla, sin dudas, el asesinato de militantes sociales, dirigentes carismáticos y líderes políticos de los países o escenarios que se pretende dominar.Ninguna región o zona de influencia escapa a esta forma cloacal de ejercer la hegemonía. Ni siquiera países tan distantes y serenos como Suecia, donde el Primer Ministro Olof Palme fue asesinado en 1986, en un oscuro atentado que quitó del medio a un socialdemócrata férreo y demasiado independiente para Washington. Ni los propios presidentes estadounidenses escaparon a esta forma de limpieza radical cuando una piedra entró en el zapato de los grandes intereses corporativos.

Actualmente en América Latina podemos ver una suerte de trágico esplendor de estos siniestros mecanismos, siempre de la mano de gobiernos neoliberales perfectamente alineados (sumidos sería el vocablo apropiado) a las directrices de las administraciones estadounidenses.

Hoy en Colombia se asesina a un líder social cada dos días –fueron 170 en 2018–, con cifras y metodologías muy similares a las que se aplicaban hasta hace muy poco en el México de Peña Nieto, o suceden actualmente en la Guatemala de Jimmy Morales, en donde fueron asesinados medio centenar de defensores de DD.HH y activistas sociales y del medioambiente entre 2017 y 2018. Recordemos la muerte de Berta Cáceres en Honduras –otro punto caliente– por oponerse al proyecto hidroeléctrico de Agua Zarca.

«Como una enfermedad que se replica a sí misma, el síndrome de los asesinos políticos vuelve a aparecer, pues eso sostiene al Imperium»

La Oficina de Derechos Humanos de la ONU alertó en el mes de mayo que se han registrado 51 casos en Colombia, solo en los primeros cuatro meses de 2019, todos bajo el Gobierno de Iván Duque. Por supuesto, el presidente colombiano parece no tener rival en el silenciamiento y eficacia de esta forma de genocidio larvado, pero constante. Colombia ha mostrado, quizás como ningún otro Estado de la región, el juego sucio que se esconde tras la política formal de las democracias tuteladas desde el norte y cómo las planificaciones –y las muertes– responden a formas estudiadas para barrer a los elementos políticos que obstaculizan al poder.

En el caso de Colombia, no obstante, habría que hablar de objetivos estratégicos y geopolíticos, pues la nación se halla virtualmente ocupada por EE.UU. y es conducida como un narco-Estado al servicio del Pentágono y de sus políticas hemisféricas.

Cuando en noviembre de 2016 se alcanzaron allí los Acuerdos de Paz, las Fuerzas Armadas Revolucionarias Colombianas(FARC-EP) comenzaron la desmovilización programada y entregaron las armas. Pero paralelamente se iniciaron en la trastienda criminal de la política colombiana una serie de episodios destinados a ir eliminando gradualmente a los exguerrilleros más prominentes. A pesar de que los acuerdos disponían de un programa de reinserción laboral y becas de estudio para que los antiguos insurgentes se insertasen en la vida civil, en los hechos todos ellos comenzaron a estar en la mira de las autoridades colombianas, la CIA y los paramilitares –ya sea en el Gobierno de Juan Manuel Santos (otro “Premio Nobel de la Muerte”, como diría Gabriel García Márquez) o el actual mandatario Iván Duque– que ha llevado hasta cotas de genocidio focal este modus operandi. El propio Duque declaró no hace mucho que su objetivo de gobierno era “vencer la amenaza de la izquierda y combatir la miseria que trae el socialismo del siglo XXI”.

Con diferentes circunstancias, pero una misma etiología, el fenómeno se reproduce en México, en Argentina –el caso de Santiago Maldonado, un militante por los derechos de los pueblos originarios, en 2017, fue quizás el más sonado–, en Chile y por supuesto en Brasil, entre otros.

Hace dos mil años, Agripina, hermana del emperador romano Calígula y madre del emperador Nerón, fue una reconocida envenenadora y asesina que no dudaba en eliminar a competidores que obstruyeran sus planes políticos para mantener su cuota de poder en el seno de Imperio Romano. Algo que Henry Kissinger haría más tarde a escala planetaria organizando los genocidios latinoamericano y asiático del siglo XX. Sin dudas, América Latina vive de nuevo un auge solapado de aquellas prácticas, mientras la prensa corporativa calla esta formas de terrorismo de Estado. Como una enfermedad que se replica a sí misma, el síndrome de los asesinos políticos vuelve a aparecer, pues eso sostiene al Imperium.

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Alejo Brignole Analista internacional y escritor



Juan José Peralta Ibáñez
Fotógrafo documentalista, fotoperiodismo, naturaleza, video, música

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