Bogotá, la guerra, la opinión pública y la búsqueda de la paz

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Por María Fernanda Barreto

El pasado 17 de enero estalló un carro bomba en instalaciones de la Escuela de Cadetes “General Santander” de la Policía Nacional de Colombia, causando la muerte de más de veinte policías entre los que se cuenta una cadete ecuatoriana, debido a que en esta escuela se forman también policías de Panamá, Chile y Ecuador. Cuatro días después el Ejército de Liberación Nacional (ELN) asumió la autoría del atentado contra la Fuerza Pública.

Colombia es un país en guerra y toda guerra es condenable. Más aún cuando de ambos lados del conflicto, los hombres y mujeres que mueren son los de la clase trabajadora.

A pocas horas del suceso, el Gobierno de Iván Duque se levantó de la mesa de diálogo con el ELN –en la que de todos modos nunca se había sentado– y emitió circular roja a través de Interpol, contra la delegación de paz de esa organización guerrillera que se encuentra en Cuba, exigiendo al Gobierno de la isla caribeña su extradición inmediata, iniciando así un conflicto diplomático sin precedentes en el largo historial de los diálogos entre guerrillas y gobiernos en Colombia, en el que Cuba y Noruega, como países garantes, se niegan a faltar a los acuerdos previamente firmados sobre el procedimiento para el retorno de la delegación guerrillera al país, en caso de un rompimiento de dichas conversaciones. Así, se cierra toda posibilidad cercana de diálogo entre ambas partes y se sienta un pésimo precedente para el respaldo internacional.

La trágica guerra que vive Colombia desde hace más de 200 años y particularmente durante todo el siglo XX y lo que va del presente siglo, debe doler al mundo entero pero sobre todo a nuestra América.

«En Colombia se asesinan actualmente alrededor de dos líderes o lideresas sociales cada tres días»

En Colombia las muertes, masacres y bombas se han hecho cotidianas. El Gobierno realiza bombardeos aéreos contra las guerrillas en las que también mueren colombianos y colombianas por decenas, como el realizado en el departamento de Antioquia en marzo del 2018. En la mayoría de los casos, este tipo de acciones afectan a las poblaciones cercanas generando muertes, heridas y desplazamientos masivos como el bombardeo realizado en el 2018 en el departamento del Chocó que además del desplazamiento forzado de la comunidad indígena del resguardo Chagpien Tordó hacia la ciudad de Buenaventura, ocasionó la mutilación de una joven indígena de tan sólo 16 años. Pero también son tristemente comunes en toda Colombia las masacres vinculadas al narcotráfico y el paramilitarismo, como el asesinato de seis personas realizado en diciembre de 2018 en el departamento del Meta. Por mencionar solamente algunos penosos ejemplos.

Otra situación estremecedora por su impunidad, continuidad y sistematicidad es la masacre que se ha venido configurando desde el 2014 con el asesinato de líderes y lideresas sociales, que sólo entre enero y noviembre del 2018 generó 226 víctimas, es decir, en Colombia se asesinan actualmente alrededor de dos líderes o lideresas sociales cada tres días. El propio relatar de la ONU Michel Forst calificó esta situación como “la más dramática que ha visto” y dijo percibir en ella el miedo y el horror.

«Colombia continúa siendo el mayor productor y exportador de cocaína del mundo»

Lo más difícil de entender no es la indiferencia de la comunidad internacional ante todo esto, sino que la propia opinión pública colombiana reaccione masivamente únicamente cuando la guerra alcanza la ciudad capital y afecta a la fuerza pública, como si en pleno siglo XXI fuera aceptable pensar que un país considere tener ciudadanos de primera y ciudadanos de segunda cuya muerte resulta menos importante y conmovedora.

La guerra es hoy día un gran negocio que lubrica el capitalismo mundial. La entrada de Colombia a la OTAN en calidad de socio global deja claro que el interés del establecimiento colombiano es participar activamente de este negocio y no buscar el camino hacia la paz.

El Gobierno colombiano de manera expresa ha demostrado que no tiene interés en cumplir los acuerdos que firmó con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), ni en mantener espacios de diálogo con el ELN; pero tampoco da espacio al diálogo con el movimiento popular, al que responde con desmesurada represión.

Colombia continúa siendo el mayor productor y exportador de cocaína del mundo y ahora el Estado quiere potenciarse como exportador de la empresa de la guerra e incluso se muestra interesado en involucrarse en aventuras militares contra otros países, como Venezuela.

En Colombia no hay paz, el llamado “postconflicto” no ha llegado y la justicia social que debe fundamentar la paz, luce lejana.

Todo esto evidencia la urgencia de que el Gobierno de Duque, como representante del Estado colombiano, retome la mesa de diálogo con el ELN, de serio cumplimiento a los acuerdos que firmó con las FARC y se abra a un proceso de diálogo democrático con el pueblo que lucha por su derecho a la tierra, contra la depredación de sus recursos naturales y el despojo de sus riquezas minero energéticas, por sus derechos gremiales y sindicales, y por los más básicos derechos humanos.

Una vez más el papel de la comunidad nacional e internacional debe ser el de presionar por una salida política que ponga fin a la tragedia colombiana y contribuya a la paz y estabilidad de toda la región.

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