Por Katia Gumucio
Las mujeres que abortamos en el mundo somos profesionales, analfabetas, niñas, jóvenes o adultas, creyentes o ateas, con asistencia médica o sin ella, con o sin pareja, casadas o solteras, con o sin hijos, con familia o sin ella, heterosexuales o no heterosexuales, con idiomas y culturas diferentes, víctimas de violencia sexual o dentro de una relación estable, monjas o laicas. El común denominador es que somos mujeres en situación de embarazo no deseado.
Las consecuencias de esta práctica en clandestinidad van desde enfermedades físicas y psicológicas –en muchos casos suicidio y muerte para nosotras– y en el nivel familiar y social; hijos huérfanos, abandonados y familias destruidas.
El no acceder a las condiciones básicas de salud con calidad y calidez, más allá de las secuelas personales, da lugar a la consolidación de negociados a costa de nuestros cuerpos y vidas. Tristemente, personal de salud, clínicas, consultorios, farmacias, curanderos, policías, jueces y fiscales, se enriquecen lucrando con la ausencia de condiciones para garantizar el ejercicio pleno de derechos sexuales y reproductivos, garantizados en nuestra Constitución Política y en la Declaración Universal de Derechos Humanos.
Las cifras mundiales reconocidas por organismos tales como la Organización Mundial de la Salud (OMS) y el Fondo Mundial para la Población dan cuenta de la práctica de 25 millones de abortos anuales.
En América Latina existen diferencias regionales según la legislación vigente. Estadísticamente se ha demostrado que en los países en los que el aborto asistido es garantizado –puesto que sus leyes no lo penalizan– el índice va bajando año tras año.
Urge trabajar conjuntamente con la sociedad civil los escenarios para el ejercicio pleno de estos derechos, reconociendo el valor de la participación de las mujeres en la lucha por la autonomía de nuestros cuerpos, nuestras demandas y nuestras vidas.
Argentina ha iniciado la lucha, nosotras nos sumamos.
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Katia Gumucio Periodista