El obsceno holocausto nuclear de Nagasaki

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Por Alejo Brignole

La historiografía dominante de Occidente, cuya dialéctica es intensamente militarista y justificadora de las peores acciones bélicas, ha terminado por naturalizar el horror, la muerte y la destrucción como fundamentos válidos cuando se trata de proteger determinados intereses. Las invasiones colonialistas, los bombardeos demenciales sobre poblaciones civiles y los irresponsables embargos económicos que destruyen y asfixian a sociedades enteras, resultan así parte de un catálogo aceptable y justificado que la diplomacia mundial legitima, o por lo menos asume como de difícil refutación. Ello significa que la sustanciación del horror humano terminó siendo un recurso legal en el lenguaje de la convivencia internacional.

Dentro de esa lógica hobbesiana, del “Hombre como lobo del Hombre” (Homo homini lupus est), la nación estadounidense ha sido la principal precursora de esta máxima prácticamente desde su conformación como país independiente. La utilización de la fuerza extrema contra propios y foráneos tuvo y tiene en Estados Unidos uno de los ejemplos más paroxísticos que registra la historia universal. Ningún imperio de la antigüedad desde el comienzo de la escritura, ni nación moderna, podría comparársele en cuanto a la exportación de mecanismos y metodologías para la muerte. Enorme paradoja para una nación que surgió abrazando los más altos principios democráticos y autoproclamándose cuna de la libertad.

Pero escarbando un poco más hondo en estas contradicciones, surge un dato aún más pavoroso: si el ataque a Hiroshima fue aceptado como una instancia útil para acabar con una guerra, Nagasaki fue la celebración de la tecnología como herramienta de dominio e instrumento ejecutor de una vocación sutilmente totalitaria plena de apetitos supremacistas.

Esta diferenciación es la que convirtió el bombardeo atómico sobre Nagasaki en un crimen contra la humanidad de enorme trascendencia. Fue ese acto de malsana vanidad tecnológica y de desprecio por la vida humana, el que nos advirtió claramente a todos los seres humanos sobre el verdadero poder omnímodo que buscó y aún busca la mayor potencia mundial.

«El innecesario horror, cruel y profundamente degradante acto del 9 de agosto, sirve para recordar el Día Internacional de los Crímenes Estadounidenses Contra la Humanidad»

Aquel 9 de agosto de 1945 EE.UU. lanzó su segundo artefacto atómico sobre una población civil aniquilando en apenas unos segundos a 40.000 personas. Tres días antes, el día 6, lo había hecho sobre Hiroshima y allí los muertos fueron 80.000. Con el tiempo los cadáveres se duplicarían por efectos radiactivos. Los hibakusha, en cambio, los bombardeados que sobrevivieron a esas dos catástrofes de la humanidad, serían unos 360.000. Enfermos de cáncer, quemados o con alteraciones celulares, los japoneses que no murieron resultaron un testimonio vivo del horror tecnificado.

La bomba de Nagasaki estaba destinada a la ciudad de Kokura, pero su cielo nublado salvó a esa localidad. De todos modos, para el presidente Harry Truman resultaba lo mismo, pues la verdadera intención de ese acto bárbaro contra la condición humana era demostrarle al mundo –y sobre todo a la Unión Soviética– que el poder destructor de Dios descansaba en el puño estadounidense.

Años antes, cuando Harry Truman estaba destinado en el frente europeo durante la Primera Guerra Mundial, al enterarse que la contienda había concluido escribió una carta a su novia Elizabeth Wallace lamentándose: «Es una lástima que no podamos entrar y devastar Alemania y cortarle las manos a los niños alemanes y los pies y la cabellera a los ancianos”.

Cuando casi treinta años más tarde debió tomar la decisión de lanzar una lluvia de muerte sobre Japón, por supuesto no lo dudó. Aquella carta fue un buen asomo de su deshumanizada esencia.

El innecesario horror, cruel y profundamente degradante acto del 9 de agosto, sirve ahora para recordar el Día Internacional de los Crímenes Estadounidenses Contra la Humanidad. Pudo haber sido cualquier otra fecha en donde murieron miles, cientos de miles, e incluso millones bajo el militarismo norteamericano del último siglo. La galería de oprobios a la democracia y al mundo de una potencia altamente tecnificada y con vocación de dominio, sería tan extensa como una Biblia negra y la lista de sus muertos como una macabra guía de teléfonos de varios tomos. Masacres, bombardeos con fósforo, segregación racial, torturas sistemáticas, golpes de Estado e invasiones brutales podrían servir para un sinnúmero de otras efemérides. Pero Nagasaki y su obsceno holocausto atómico nos interpela a todos sobre lo que es capaz lo peor de nuestra civilización.

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