Por Cris González
Para hablar de la Organización de Estados Americanos (OEA), hay que revisar su origen histórico. Su creación no se dio por un idealismo de integración y concertación política. No nació porque los líderes de cada país estaban motivados a unir a la región y buscar el consenso entre las naciones. Como en todo proceso, el contexto influye –en gran medida– en las decisiones a adoptar, y este caso no es una excepción.
A poco de terminada la Segunda Guerra Mundial, una devastada Europa debía recuperarse. Las antiguas fortalezas del viejo continente perdían espacio. En contrapartida, dos potencias se dividen el mundo. Por un lado, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), que consolida su poder en el hemisferio oriental. Por el otro, Estados Unidos, que hace lo propio en Occidente. Es dentro de este juego de ajedrez que ambas potencias movieron sus piezas para asegurar la estabilidad de sus zonas de influencia directa, con áreas controladas que les permitieran una relativa estabilidad frente al adversario.
Es así que en 1948, EE.UU. utiliza a un organismo comercial que ya existía (la Unión Panamericana) y formula un espacio de concertación política similar a las Naciones Unidas, pero con una clara influencia de la Doctrina Truman, que buscaba que las “naciones libres” recibieran el apoyo necesario para frenar el avance de la “amenaza comunista”. En Bogotá se firma la creación de dos entes destinados a mantener la estabilidad de la región. Uno, el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) –símil hemisférico de la OTAN– y la OEA. ¿Se alcanza a percibir el cordón umbilical entre Washington y el organismo panamericanista?
El bloqueo impide comprar medicamentos, además de otros bienes y servicios necesarios para el país.
Esta relación y objetivo primario siguen aún vigentes. En un mundo multipolar, el paradigma de la OEA deviene anacrónico. ¿Qué pasó estos últimos días con la asamblea a la que convocó su secretario general, Luis Almagro, con el objetivo de conseguir 24 de los 35 votos para lograr la expulsión de Venezuela del organismo? Solapada la convocatoria con un llamado a consolidar la intervención humanitaria en suelo venezolano, se desató una frenética presión por parte de los EE.UU. contra todos los gobiernos de Latinoamérica. El resultado fue que sólo lograron 19 de los 24 votos requeridos, ante una organización cooptada y manejada en violación a su propio estatuto.
Aún con claros logros políticos y diplomáticos venezolanos, la organización –con Almagro a la cabeza– pretende desconocer las elecciones democráticas bolivarianas y continúa la búsqueda de sanciones a como dé lugar. Viola toda norma nacional e internacional; además, niega la voluntad soberana de un Estado cuando plantea que Venezuela no puede denunciar la Carta de la OEA, porque se lo prohíbe una ilegítima asamblea y un tribunal inexistente.
Con unas cuantas excusas que nos recuerdan mucho el accionar del dueto EE.UU./OEA contra Cuba, han decidido echar a andar toda la maquinaria de poder mediático, económico, político e incluso militar contra Venezuela.
La nueva arremetida exacerba una crisis generada desde afuera. La guerra económica-financiera es descomunal, la banca mundial se niega a transar con Caracas a partir de las órdenes ejecutivas que dictan a los bancos congelar los bienes de la nación. El bloqueo impide comprar medicamentos, además de otros bienes y servicios necesarios para el país. Pero entonces desatan una campaña global que pretende justificar una intervención disfrazada de ayuda humanitaria con su carga de guerra y destrucción. No necesitamos esa ayuda, se exige el desbloqueo de las cuentas soberanas del Estado. Pero, ¿es Venezuela el único objetivo de la OEA? ¿Qué pasa con el resto de la región?
La diplomacia de carácter descolonizadora de Venezuela, guiada por una filosofía bolivariana de integración regional que va mucho más allá de lo económico-comercial.
Un claro ejemplo es el caso de las drogas, problema principal de EE.UU. con su población. Aquí se impone una trilogía histórica entre los mayores productores-distribuidores-consumidores de las mismas. Tres países, dos del norte y uno del sur que acusan a Venezuela de narcotráfico (si no fuera tan trágico parecería un chiste). Esa troika ostenta tristes estadísticas por homicidios de líderes sociales, autoridades locales y periodistas, entre muchos otros males. Se incrementa la tasa de feminicidio, la desigualdad social avanza a galope según los últimos estudios de organismos internacionales, tales como CEPAL o la OCDE.
Lo equivocado e ineficiente de un organismo nacido en Guerra Fría –con una estructura hecha para esa coyuntura y que no se ha adecuado a los nuevos tiempos–, que pretende vulnerar los principios democráticos de Venezuela, demuestra que su obsoleta estrategia de guerra impera por encima del talento político; su punto débil.
La anacrónica diplomacia de Guerra Fría de la OEA, así como del Grupo de Lima, falló nuevamente. En contraparte, la diplomacia de carácter descolonizadora de Venezuela, guiada por una filosofía bolivariana de integración regional que va mucho más allá de lo económico-comercial, logró tener un respaldo suficiente para evitar la mediática suspensión del organismo.
Sin embargo, y en todos los términos, NO aplica la expulsión al país que desde hace más de un año decidió de manera libre y soberana retirarse de una organización que ya no tiene sentido en este nuevo orden mundial.