Por Alejo A. Brignole
¿Realmente creemos que la sociedad moderna ha abandonado de manera definitiva las categorizaciones humanas? ¿Hitler fue un accidente de la historia o, por el contrario, un continuador paroxístico del racismo colonialista celebrado por Europa durante los años previos a Hitler? ¿La noción de una sociedad dirigida por sectores elitistas y sus vanguardias ideológicas ha desaparecido o sólo estuvo dormida y espera irrumpir nuevamente para imponerse a las masas? ¿Ese proceso ya está aquí, aunque aún no se manifieste de manera retórica?
Indagaciones similares ya se las formulaba el ecologista y escritor alemán Carl Amery en su ensayo Auschwitz: ¿Comienza el siglo XXI? Hitler como Precursor. Amery sugiere que los extravíos filosóficos del movimiento nazi (convenientemente repudiados por los vencedores en la posguerra) nos señalan que estas desviaciones pueden hallar un nuevo canal de manifestación bajo la forma de nuevas necesidades globales. El autor bávaro nos advierte que la tentación de lo que él llama un planet manager –un director planetario– es un sueño aún acariciado por muchos.
Amery y muchos otros pensadores de diversas disciplinas (politólogos, economistas y filósofos) han señalado el peligro de revivir los sedimentos dialécticos que inspiraron a los nazis, y que eran anteriores a éstos.
En este sentido, podemos afirmar sin dudas que la ideología nazi no fue creativa en términos filosófico-dialécticos, sino apenas una nueva expresión estructurante de valores ya vigentes en diversas naciones y conjuntos sociales.
Para el ecologista alemán resultaba evidente el peligro una renovación de la dialéctica nazi que subyace en las ideas imperantes de Occidente. O como señala en un párrafo de su obra señalada: “El pueblo dominador como amo de la técnica (…) no sólo tiene derecho, sino que está obligado a mantener su nivel civilizatorio y a mejorarlo. Sólo así podrá cumplir su misión fundamental: reinar de modo irrestricto sobre el orbe (…).”
Bastaría una breve mirada a la dinámica del mundo actual, para concluir que aquellos pronósticos se acercan peligrosamente a estos postulados. Las guerras preventivas ejecutadas y promovidas por Estados Unidos y avaladas sin restricciones por Gran Bretaña, podrían ser una primera prueba de estos peligrosos desvíos conceptuales llevados al plano concreto de la geopolítica.
Por tanto…¿Podemos afirmar que asimilamos constructivamente los errores que plagaron de dolor y miseria la existencia humana desde sus inicios? ¿Vivimos en un mundo mejor que hace dos centurias?
Para muchos, la tentación de una respuesta afirmativa resultaría evidente. La generalidad de la ciudadanía de los países industrializados cree, o ingenuamente supone, que vive en un mundo mucho más civilizado y con sensibles avances en los derechos humanos y en el reparto del bienestar pues, en efecto, ha habido enormes progresos en el ámbito de los ordenamientos legales y en la concepción de la persona humana. Pero la respuestas a aquellas preguntas iniciales deberían contestarse –trágicamente– con un no.
Los mecanismos fácticos –no retóricos– que ordenan el mundo actual, sugieren que no hemos aprendido a erradicar aquellos terribles factores que han pervertido la existencia del hombre. Quizás hayan cambiado los planteos dialécticos y los razonamientos aceptados como legítimos, pero las degradaciones a la condición humana siguen vigentes y la dignidad del Hombre se sigue aplastando como en los siglos precedentes.
Ni siquiera hemos aprendido las lecciones que nos dejaron las brutales mutilaciones que nos legó la última gran guerra. Seguimos masacrando con genocidios programáticos igual que en Auschwitz, aunque no se hable de ello. Seguimos torturando como en la Inquisición del siglo XVI, aunque nos digan que es para preservar al mundo civilizado. Incluso en este razonamiento escindido entre mundo civilizado y el otro mundo susceptible de ser aplastado para preservar al primero, subyace el germen bárbaro que mueve las decisiones globales, pues no hay dos o tres clases de humanidades, sino solo una, y a ella nos debemos sin distinciones ciegas o sectarias. Estas diferenciaciones son, por tanto, una idea estructuralmente nazificada.
Al igual que antaño, seguimos estancados en un sistema mundial de tendencias feudales artificialmente maquilladas de libre mercado, en donde las oligarquías y plutocracias, ya sean financieras, mediáticas o industriales, disponen el flujo de riqueza que pueden alcanzar las masas. Determinan cómo deben vivir y deciden cuando esas masas deben vivir en la paz o en la guerra.
Sigue habiendo hambre o alguna forma de escasez esencial en la mayor parte del orbe. En la era de la tecnificación global, siguen muriendo niños por desnutrición o enfermedades curables. Hombres y mujeres de todas las latitudes transcurren su vida sin alfabetizarse, sin comer adecuadamente ni un solo día, y sin condiciones mínimas para su dignidad.
No caben dudas de que podemos jugar al juego del pensamiento complaciente y pensar que el mundo es mucho mejor que hace cien años. Para sustentar estas conclusiones superficiales, existe una realidad mediatizada que se sirve del bienestar de unos pocos países ricos y cuya realidad permite construir el escaparate publicitario de un mundo mejorado. Pero esta no es la realidad del mundo, sino sólo de una fracción mínima que es utilizada como modelo para la propaganda. Es mediante este reflejo amorfo que se oculta y maquilla el estado catastrófico del mundo moderno.
Desde cierta perspectiva, podemos pensar que el mundo ha avanzado de manera irrefutable, pues existen vacunas que han erradicado enfermedades que antes resultaban mortales y hoy no son siquiera motivo de preocupación. Existen protocolos internacionales que, aunque se violen de manera constante, sirven de marco referencial para una visión del Hombre más apropiada a su naturaleza y dignidad. También sabemos que el mundo produce riquezas que podrían proyectar a la humanidad hacia un bienestar continuo y real, si los criterios distributivos fueran otros. Y sin embargo elegimos cada día, con cada guerra, y años tras año, achicar la peligrosa brecha que nos acerca a Auschwitz.