Marcado con el número A-7713

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Por Alejo A. Brignole

Ciertas oportunidades históricas que se pierden son las que luego definen el decurso entero de toda una civilización.

En 1945 un joven húngaro judío llamado Eliezer Wiesel, de apenas 16 años, fue rescatado del campo de concentración de Buchenwald, cerca de Weimar, en territorio alemán. Había finalizado la II Guerra Mundial y ese adolescente que estuvo a punto de ser convertido en cenizas en uno de los tantos hornos crematorios nazis diseminados por toda Alemania y Europa del Este, con los años sería uno de los principales relatores de aquella noche de la humanidad que fue la Shoá. Junto con el italiano Primo Levi, sobreviviente también de los campos de exterminio y autor de la célebre Trilogía de Auschwitz, legó al mundo la visión espeluznante de lo que el hombre, alejado de toda concepción fraterna, es capaz de realizar.

Elie Wiesel, que fue marcado con el número A-7713, en su antebrazo izquierdo, fue más tarde Premio Nobel de la Paz, en 1986, en reconocimiento a su labor de divulgación del Holocausto, como una advertencia de la Historia sobre aquello que la humanidad no debe repetir y tiene que superar definitivamente.

Mientras se escriben estas líneas, aún no ha muerto el último sobreviviente de aquel exterminio y con él permanece la memoria viva y el testimonio directo de aquellos oprobios de la especie humana. Podemos decir, por tanto, que la historia es todavía tan temprana que aún tiene testigos. Que los hornos del Holocausto aún no se han enfriado por completo y que las heridas siguen abiertas.

A pesar de esta inmediatez generacional, la humanidad ha sucumbido –una vez más– a la feroz tentación de regresar a esos tenebrosos callejones de la barbarie programada. Guantánamo, Abu Grahib, los buques prisión y los centros de detención para inmigrantes diseminados por toda Europa, dan cuenta de ello.

Pero quizás la tragedia más grande, la menos comprensible y la más punzante desde una perspectiva filosófica, resida en el hecho de que fueron muchas de las víctimas del Holocausto nazi las que se erigieron en continuadoras de aquel horror. El Estado de Israel – que fue fundado tras la guerra atendiendo una genuina necesidad histórica y cultural de poseer una tierra que diera abrigo a todos los que por su condición de judíos pudieran ser perseguidos o segregados– se ha convertido paulatinamente en un símbolo atroz de todo aquello que buscaba exorcizar.

Bajo la gran misión de dotar al pueblo hebreo de un Estado y un territorio, Israel ha torturado, masacrado y encerrado en ghettos a cientos de miles de palestinos, a los cuales sigue aplastando con la misma deshumanización que padecieron los judíos durante la II Guerra Mundial. Fueron los hijos, y peor aún, muchos de los propios sobrevivientes del Holocausto los que diseñaron las políticas que dieron forma al nuevo Estado de Israel bajo premisas muchas veces emparentadas con los procedimientos genocidas aplicados en la Alemania nazi. Atento a ello, Israel ha buscado con éxito blindarse de cualquier cuestionamiento que llame la atención sobre sus desvíos totalitarios impregnados de fanatismo racial y religioso y de lesa humanidad.

En el año 2002, el premio Nobel de Literatura 1998, el portugués José Saramago, fue considerado persona non grata en Israel por comparar la política del Estado hebreo en los territorios palestinos ocupados, con los campos nazis de exterminio, como Auschwitz. La respuesta política del Israel fue un acto de censura a Saramago, retirando todos sus libros de las librerías israelíes.

Teniendo en cuenta el ideario político y moral del escritor portugués fallecido en 2010, reflejado además en toda su obra y en su pensamiento escrito, siempre en defensa de un humanismo a ultranza, difícilmente podamos acusar a Saramago de antisemita o con vestigios de cualquier postura racista, o contraria a los valores humanos más universales.

De manera análoga, muchos de los soldados del ejército israelí y oficiales de graduación media, además de pilotos de helicópteros de combate que emprendían misiones sobre territorios palestinos, comenzaron a declararse objetores de conciencia y a negarse a servir en los territorios ocupados ilegalmente por Israel. Sus argumentos eran que el conflicto armado con Palestina es, en realidad, una guerra de expansión colonial con acciones programadas de tintes genocidas.

Estos objetores de conciencia, soldados y cuadros militares que iniciaron el movimiento Omat LeSarev (valor para negarse) son también israelíes igualmente consustanciados con la causa de su país, amantes del proyecto de una tierra propia que cobije a una nación milenaria libre de persecuciones y de futuros genocidios. La diferencia radica en que estos israelíes han fijado un límite para realizar ese sueño, y esa frontera la marca la consideración humanista hacia los pobladores palestinos, que son tratados casi como animales, tal como padecieron los judíos históricamente en toda Europa.

Entonces cabría indagar de manera profunda y perpleja sobre las lecciones que nos ha dejado el horror del siglo XX… ¿Hemos aprendido algo? ¿Ésta debe ser, finalmente, nuestra síntesis histórica, nuestra respuesta política y filosófica a tan grande caída de la razón y la dignidad humana?

Aquellos que judíos que fueron aplastados bajo la argumentación de pertenecer a una subespecie y que fueron catalogados como untermensch (subhumanos) y rebajados en su sagrada condición ontológica… ¿no deberían ser los guardianes de la dignidad que les fue arrebatada y preservar la dignidad de todos los hombres, en tanto semejantes? ¿No debieron erigirse en los definitivos mensajeros de la tolerancia y del diálogo fraterno?

La defensa humanista de la dignidad hebrea, que es lo que ha buscado Israel con valentía y denuedo, finalmente se ha trocado en barbarie y de esta manera, nuevamente, se ha desperdiciado una gran oportunidad histórica en el decurso de nuestra civilización para establecer patrones inamovibles de respeto a la condición humana y para una estructuración legal que no tolere los genocidios, provengan éstos de cualquier nación o fuente política.

¿Más guerras, más torturas y más segregación es todo lo que podemos hacer como seres humanos integrantes de un mismo mundo y de una misma raza? ¿Aquí concluye todo nuestro potencial ético, nuestra vocación de cambio, aun cuando estamos inmersos en una vorágine del saber y de tecnologías fastuosas que pueden hacer posible lo imposible? ¿Tan pobre y despreciable es nuestra proyección colectiva?

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