Por Alejo A. Brignole
Las huellas de nuestra sumisión cultural están a la vista de aquel que quiera mirar su entorno con atención.
En los autobuses de larga distancia mexicanos (allí llamados camiones) se les presenta a los pasajeros un video ilustrativo sobre cómo seguir las normas de seguridad durante el viaje: abrocharse el cinturón de seguridad, no fumar, etc. Algunas empresas realizan esta explicación a través de unos dibujos animados donde se muestra a dos pasajeros sentados juntos. El primero va vestido con las prendas sencillas y humildes de los campesinos y posee los rasgos indígenas que son comunes a la inmensa mayoría de la población mexicana en diverso grado. El segundo pasajero es un hombre de rasgos caucásicos, de cabello rubio y vestido con traje y corbata. A lo largo del video explicativo, al indígena se le atribuyen todas las acciones incorrectas durante el viaje: hace ruidos molestos, no abrocha su cinturón de seguridad y no sigue las indicaciones dadas. En tanto el pasajero rubio y de vestimenta más ajustada a estereotipos burgueses y con una estética más bien estadounidense, hace todo correctamente y es tomado como ejemplo de educación y saber estar, en una clara contraposición entre lo blanco y lo indígena. O entre lo burgués y lo popular, si se prefiere.
Así pues, se pueden apreciar en esta animación varios niveles de resolución dialéctica en la manera de mostrar la realidad, puesto que en el video no solo existen componentes racistas sino también de estratificación social y hasta geopolítica, por cuanto se representan dos opuestos aparentes: lo foráneo como portador de progreso y lo autóctono de naturaleza atrasada y susceptible a la impugnación de valores superiores.
Este mensaje extrapolado a la realidad social mexicana, escenifica la confrontación de la clase media burguesa, representante de un arquetipo colonizado y exógeno cuyo ideal aspira a una semejanza con lo anglosajón; contra el indígena, sutilmente representado como incivilizado, reacio al cumplimiento de las normas y portador de todo aquello que debe evitarse y rechazarse. Modelo que resulta particularmente agraviante en un país donde más del 90 por ciento de la población tiene raíces aborígenes. Sin embargo, estos tipos de ejemplificación colonizada, rica en mensajes subyacentes, son normalmente aceptados como válidos por la población en general y abonan el terreno para otras penetraciones, pues instalan la idea –casi subliminal– de que todo lo que proviene de un modelo blanco-anglosajón, o al menos distante con la naturaleza autóctona mexicana, es sinónimo de civilidad, urbanidad y orden.
Se pervierte así desde su propia base al pensamiento general ciudadano que se expone a este tipo de planteamientos –en este caso, un simple dibujo animado proyectado en un autobús– y abona el camino mental del receptor, pero también del conjunto psicosocial, para recibir y padecer otros patrones exógenos de forma acrítica.
Si sabemos mirar con detenimiento y con una mediana actitud analítica en nuestro entorno habitual, veremos que la realidad de América Latina está en extremo contaminada por estos signos sutiles –a veces no tanto–, y que sin embargo fluyen de manera constante en nuestros sistemas cotidianos. Recibimos por doquier consignas que nos habitúan a ideas distorsionadas o sencillamente falsas y que tienen la múltiple capacidad de construir un ideario sumiso y vacilante respecto del resto del mundo, a la vez que deconstruye un sistema reflexivo crítico con ese mundo que se nos presenta como superior, organizado, rico, tecnificado y pujante, cuando en realidad deberíamos cuestionar su naturaleza militarista, económicamente asimétrica y pauperizadora, además de ecológicamente criminal e irresponsable con la continuidad humana.
Son aquellos arquetipos presentes en cada aspecto cotidiano (el hombre rubio del autobús, los filmes de guerra en donde los marines estadounidenses defienden la justicia, o la propaganda sutil de la factoría Disney que produce identificaciones raciales y culturales exógenas) los que nos impiden hallar un eje crítico de naturaleza propia. Vamos poco a poco y en definitiva, aceptando todo aquello que nos degrada y margina, como parte del orden natural de las cosas. Nos hace creer que no podemos ser los dueños del mundo, en tanto dueños significa modificadores de la realidad.