La Justicia en Bolivia se convirtió en el talón de Aquiles que marca, condiciona y deforma la vida del país. No es un problema accesorio ni técnico, es el centro mismo de la descomposición del sistema político y social.
Desde el retorno a la democracia, el 10 de octubre de 1982, se arrastra un patrón que no ha cambiado: la Justicia nunca ha sido independiente, siempre fue diseñada, manipulada y usada por quienes ocuparon el poder.
El gobierno de la Unidad Democrática y Popular (UDP) de Hernán Siles Suazo inauguró esa etapa democrática en medio de una economía destrozada y con la hiperinflación que devoraba salarios en horas. En ese caos económico se consolidó un esquema político en el que los partidos pactaban y cuoteaban no solo ministerios o empresas estatales, sino también el Sistema Judicial. La independencia de poderes, escrita en la Constitución, nunca existió en la práctica.
Los bolivianos aprendimos pronto que la designación de magistrados no dependía de méritos ni trayectoria, sino de acuerdos partidarios. Acción Democrática Nacionalista (ADN), Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), Unidad Cívica Solidaridad (UCS), Consejo Nacional Patriótico (Condepa), Movimiento Bolivia Libre (MBL) y otras siglas se repartieron durante dos décadas la maquinaria judicial, asegurando impunidad para los suyos y persecución para los adversarios.
La corrupción no era un accidente, era la regla. Y como agravante, el Departamento de Estado de los Estados Unidos tenía voz indirecta en la designación de tribunos. Si no había luz verde desde Washington, no había nombramiento. La soberanía quedaba en discurso, no en hechos.
Ese modelo garantizó que la Justicia no sancionara los grandes casos de corrupción. Empresarios y políticos ligados al poder podían negociar, vender o rematar empresas estratégicas del país con total tranquilidad.
La Justicia solo reaccionaba cuando un personaje caía en desgracia dentro de su propio partido o cuando los intereses externos decidían darle la espalda. El resto era impunidad estructural.
Con la nueva Constitución de 2009 y el nacimiento del Estado Plurinacional se generó expectativa. Se pensó que con elecciones populares de magistrados el Sistema Judicial podría reformarse de raíz. Pero pronto se evidenció la trampa: el pueblo elegía entre candidatos ya filtrados por la Asamblea Legislativa Plurinacional (ALP), es decir, los mismos partidos seguían decidiendo quiénes podían postularse. El cuoteo se disfrazó de democracia participativa. El resultado fue la continuidad del sometimiento al poder político.
Tres elecciones judiciales después, la conclusión es brutal: el Sistema Judicial no responde a la ley, responde al poder. Durante el gobierno de Evo Morales las sentencias acomodadas reforzaban la hegemonía oficialista. Tras el golpe de Estado de 2019 la Justicia se puso al servicio del régimen de Jeanine Áñez, avalando persecuciones y violaciones de derechos. Con el retorno de la democracia bajo Luis Arce, el péndulo volvió a girar. Cada vez que el poder cambia de manos, la Justicia cambia de dueño.
Hoy la crisis se ha profundizado con la autoprorrogación de magistrados que se aferran a sus cargos, realizando elecciones judiciales a medias y generando un vacío institucional.
Los jueces ya no esperan órdenes, se adelantan a los posibles futuros escenarios políticos y acomodan sus fallos según lo que convenga a los próximos actores de poder. No hay imparcialidad posible: la Justicia actúa como una oficina de anticipación al cálculo electoral.
Lo más grave es que la podredumbre no se limita a las cúpulas. El Sistema Judicial en su conjunto está enfermo: fiscales, jueces y abogados reproducen un esquema donde la corrupción es parte del trámite.
Las universidades gradúan profesionales del Derecho sin formación ética, convertidos en piezas de un engranaje que privilegia intereses particulares sobre el bien común. Litigar entonces no significa buscar justicia, sino calcular cuánto cuesta la sentencia y a quién hay que rendir pleitesía.
El ciudadano de a pie lo sabe y lo sufre. Quien enfrenta un juicio no confía en que la verdad o la razón determinen el resultado. Confía, en todo caso, en tener dinero para pagar un fallo o padrinos para torcer el proceso.
Esa es la realidad cotidiana de miles de ciudadanos atrapados en juicios laborales, civiles o penales que se prolongan durante años sin resolución. La Justicia se volvió un mecanismo de tortura institucional.
No se trata de casos aislados, sino de un patrón histórico. La Justicia fue utilizada para vender empresas en la década del 90, para blindar la corrupción en el neoliberalismo, para proteger a los aliados del Movimiento Al Socialismo (MAS) en la última década y para perseguir adversarios durante el gobierno de Áñez, para liberar políticos que cometieron ilícitos.
Hoy sigue siendo un botín en disputa. No hay inocentes en este deterioro: la clase política en su conjunto es responsable de haber deformado la Justicia hasta convertirla en un cadáver legal que aún camina.
Lo que está en juego no es solo el funcionamiento de los tribunales. Lo que se define con esta justicia corrupta es la viabilidad del país mismo. Sin un Sistema Judicial mínimamente confiable no hay inversión seria, no hay derechos garantizados, no hay estabilidad política. La Justicia es el eje de la institucionalidad, y en Bolivia ese eje está podrido.
Mientras no se rompa la lógica del cuoteo, mientras la Justicia dependa del cálculo partidario o de la injerencia extranjera, la crisis se repetirá cíclicamente.
No hay Bicentenario posible con jueces comprados y fiscales alquilados. La podredumbre es tan profunda que ya no basta con diagnósticos tibios o reformas cosméticas, lo que se requiere es una demolición total del Sistema Judicial y su reconstrucción desde cero.
Lo contrario, seguir aceptando la Justicia actual como un mal necesario, es condenar al país a un futuro de impunidad garantizada. La Justicia no es un problema sectorial, es el cáncer que devora a toda la institucionalidad nacional. Y si ese cáncer no se extirpa, Bolivia toda seguirá condenada a vivir bajo el peso de una Justicia corrupta, venal y servil, que no responde a la ley ni al pueblo, sino al poder del momento.
“¡Justicia para los muertos de Senkata y Sacaba!”, sigue siendo un grito que se pierde en el camino mientras se libera a sus asesinos.
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Marco Antonio Santivañez Soria Boliviano, periodista