Diciembre se cierra recordando la Masacre de Navidad

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El escenario fue los yacimientos mineros de Amayapampa y Capasirca, en el año 1996, justo para este mes en el que las familias se reencuentran y todo es paz. En el norte de Potosí ocurría otro episodio de los tantos que componen la historia violenta y el exceso del uso de la fuerza militar en el país. Durante la época preferida de la derecha internacional, la “democracia neoliberal”, en la que la privatización de las empresas era algo común, la venta de territorios enteros, del derecho del uso y explotación de los recursos a empresas transnacionales, aunque en este caso los yacimientos pertenecían a dos familias por demás elitistas, Yaksic y Garafulic, que vendieron en marzo de ese año a Da Capo Resources LTD, asociada a grandes capitales mixtos estadounidense y canadiense, con el pago irrisorio de regalías a la nación.

La Bolivia multicultural no escapó a esa realidad, la venta acelerada de las empresas estratégicas, los intentos del Gobierno de penetrar el movimiento sindical y obrero, el cierre de los centros productivos, el libre mercado y perseguir el sueño americano de converger con las políticas hegemónicas yanquis, que en esos años sufría una de las tantas crisis en la Región con el surgimiento de movimientos sociales, rebeliones cívico-militares que les enfrentaron e intentaron asestar un golpe a sus políticas, como fueron Chiapas y Venezuela, entre otras.

El movimiento sindical en las minas bolivianas era el objetivo que debía desarticularse, porque representaba lo contrario a los intereses tanto del entonces presidente, Gonzalo Sánchez de Lozada (Goni), como de las políticas que representaba, y 1996 fue parte de ese plan en el que debía sellarse la vulneración de los derechos laborales, las mínimas garantías contraposición a la capitalización que crecía aceleradamente. Debilitar el movimiento obrero siempre estuvo en la jugada de los presidentes de derecha y la forma era la represión militar y policial: el resultado fueron masacres como la de Navidad, a las que le precedieron Catavi y San Juan. La idea planteada por los mineros ni de cerca podía contemplarse como una opción; no dejar que empresas transnacionales explotaran los recursos, asumir ellos de forma cooperativa el manejo de la producción, una idea evidentemente marxista y por lo cual había que extirparla.

Goni era uno de los más interesados en ahondar en la inversión extranjera y las protestas por mejoras salariales eran un impedimento para sus planes, por lo que debía disiparlas con la fuerza. Cuando los trabajadores bloquearon y se intentaron organizar la respuesta fue contundente: entre el 19 y el 21 de diciembre se enviaron contingentes armados para retomar el control de las minas, el resultado fue el asesinato de varios mineros y población civil por disparos, heridos y detenciones arbitrarias de quienes se manifestaban por mejores condiciones. Esa violencia respondía a la lógica en la que el modelo económico neoliberal se sostenía sobre la vulnerabilidad de los derechos de los que hacían el trabajo real de la extracción, pero que convivía en pobreza extrema y era expuesto a desechos tóxicos y condiciones infrahumanas de trabajo.

Esto simbolizó la fractura entre el Gobierno y la clase trabajadora, la Navidad se manchó con el duelo de las familias que tuvieron que levantar los cuerpos sin vida entre los socavones, una muestra más de que para el capitalismo la humanidad vale poco cuando se es pobre, una imagen que deja de ser lugar común convertida en una realidad histórica.

No hubo reclamos, investigaciones, ninguna recriminación o sanción a los cuerpos de seguridad del Estado, quienes actuaban con la impunidad que les permitió Goni. Sin embargo, la memoria social y popular se impuso y levantó el carácter simbólico de esta masacre y, al contrario de minimizar la lucha de los trabajadores, reconfiguró en la exigencia de cambios profundos, eso ya con la era de Evo Morales, desde los que se comprendió que el país debía manejar los recursos naturales y que la nacionalización impulsada en 1952 debía retomarse con el control estratégico de este sector, sellando el momento neoliberal que Goni quiso sentar en el país y expresamente en la minería.

Esta es parte de la historia reciente de Bolivia y un homenaje a las víctimas y sus familiares, así como un recordatorio de que la derecha no descansa en sus pretensiones por el poder, que no le importan fechas ni simbolismos, ni la vida.

La Masacre de Navidad no fue la única cometida contra mineros trabajadores. Como se mencionó, anteriormente Catavi fue una de los tantos episodios cruentos, perpetrado en un contexto mundial convulsionado y en una coyuntura local en que se pretendía proteger los intereses de los llamados barones del estaño. Dos masacres, diferentes épocas, mismo país, misma conveniencia: el capital de los poderosos. Bolivia no celebra la llagada de las fiestas navideñas, sino que rememora cada 21 de diciembre el asesinato de los mineros que quedaron sembrados para siempre en los socavones de Catavi, San Juan, Capasirca y Amayapampa.

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Nahir González Correo del Alba

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