Patria: el eterno dilema de la derecha venezolana

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Si en algún tema de la narrativa chavista ha tenido la oposición venezolana un punto de confrontación medular verdaderamente indoblegable para ella, es en lo atinente al sentido bolivariano y, por ende, profundamente patriótico, que Chávez le imprimió a la revolución desde el primer momento.

En la escueta percepción de la revolucionaria propuesta impulsada por el comandante desde antes incluso de su arribo al poder, la derecha venezolana ha asumido el término “patria” ya no como la síntesis de la venezolanidad que va más allá de toda parcialidad o creencia política, sino como un activo chavista al que hay que derrotar, como es su ciego e irracional propósito con todo lo que huela a Chávez o a chavismo y que desde esa miope visión se asocia de manera invariable a una suerte de macabro constructo fidelo-comunista, como denominaba Betancourt a la izquierda y a su pensamiento.

Su férreo e irrenunciable empeño en, por ejemplo, la negativa a aceptar la incorporación de una octava estrella al Pabellón Nacional, tal como fuera decretado (léase “ordenado”) por el propio Libertador Simón Bolívar el 20 de noviembre de 1817, como reconocimiento a la gesta del ejército patriota en Angostura, liberada del yugo español en 1816, y que casi doscientos años después, en 2006, el comandante Chávez ordenara cumplir, ha sido a lo largo de casi dos décadas punto de honor que no acepta discusión entre las filas de la derecha nacional, consolidándose cada vez más como expresión viva del atolladero ideológico en el que se encuentra ese sector a la hora de tener que formular una idea de auténtica pertenencia al país por el cual dice luchar y al cual, siempre de la boca para afuera, dice deberse.

Lo mismo podría decirse perfectamente de la saña con la cual ha sido vejada persistentemente la figura del Padre de la Patria por el antichavismo, que no ha dudado nunca en deshacerse de sus imágenes apenas se considera en control de algún espacio de poder, como el mundo entero lo viera en 2002 a través de las cámaras durante la grotesca sesión de instauración en el palacio de Miraflores del fallido gobierno golpista intentado por la oligarquía, de donde sacaron el cuadro con la imagen del Libertador  que ha presidido siempre el salón Ayacucho, para recluirla en un baño del sótano del palacio,

O el indignante desalojo de las instalaciones del parlamento que el entonces presidente de la Asamblea Nacional golpista de 2015 hiciera con las mismas imágenes, aduciendo que solo permanecerían en el recinto aquellas en las que se presentara “el Bolívar clásico”, idealizado y elegante, como lo entiende la derecha.

Sin dejar de mencionar, por supuesto, escandalosos actos de total entreguismo vendepatria por parte de esa desclasada oposición, como lo fue su repudio al derribo del monumento a Cristóbal Colón por el indignado pueblo caraqueño, en justa represalia contra el genocidio llevado a cabo en nuestro suelo por el sanguinario conquistador. Tal como lo hicieron los pueblos de casi todos los países en los que la conquista no fue sino un proceso de atrocidades inenarrables, denunciado desde hace ya quinientos años por fray Bartolomé de las Casas.

Una vocación auténticamente apátrida que no surge de la confrontación con la propuesta chavista, como han intentado justificarla siempre desde ese sector de la derecha endilgándole a Chávez un pérfido carácter de promotor del odio (que, por cierto, solamente han expresado ellos mediante la más violenta conducta, rechazada siempre por las fuerzas revolucionarias en su constante llamado a la paz y al diálogo) precisamente por el rescate y relanzamiento que hiciera el comandante con las ideas de verdadera independencia, de justicia e igualdad social, que constituyen el eje y fundamento del discurso de Bolívar.

Condición con la que se sienten confortables desde el punto de vista ético, al extremo de pactar abiertamente con gobiernos extranjeros la agresión al país, aceptando incluso cargos de representación diplomática correspondiente a naciones enemistosas con Venezuela, como lo hiciera en su momento María Corina Machado en la OEA para atacar desde esa posición a nuestro país, porque consideran que es ese, el de la traición a la Patria en función de sus propios intereses, el comportamiento políticamente correcto.

Tal como lo registran infinidad de documentos y textos de indiscutible rigor histórico, como Tiempos de Zamora, del insigne historiador Federico Brito Figueroa, a lo largo de las luchas libradas desde hace doscientos años por nuestro pueblo en la búsqueda de la consolidación de ese sueño bolivariano, la oligarquía venezolana, de la cual surgen la mayoría de los más notables apellidos del actual liderazgo antichavista, como Mendoza, Machado o Zuloaga, por ejemplo, no dejó nunca de estar presente de manera protagónica en la contienda que se libraba en uno o en otro momento de la misma.

En esos textos se describe con la más entera perfección la forma en que esos tatarabuelos de los líderes opositores de hoy controlaban siempre no solo la propiedad y la tierra, sino los medios de comunicación más importantes de aquellas épocas en el país, como, lo señala Juan Vicente González en frase reseñada por Brito Figueroa: “La revolución debió parecer una secta de audaces pensadores: la servían las inteligencias más distinguidas, las personas más notables. Y luego formaban su base y la dirigían los que bajo el nombre de mantuanos representaban la jerarquía, la propiedad y la opinión.

Fue esa oligarquía, el mantuanaje ilustrado y rico en tierras, la que promulgó la Constitución de 1830 que excluía a más del 90% de la población de los beneficios y derechos que la misma contemplaba, fundando para sí, luego de una artera jugada política con la que desintegró de manera ilegítima los poderes del Estado, un gobierno que se sostiene por décadas a punta de la más brutal y constante represión contra las clases explotadas y los caudillos no privilegiados. Casualmente la misma oligarquía adinerada que impuso entonces las primeras inhabilitaciones para la elección de cargos públicos en nuestro país, en contra nada más y nada menos que de Antonio Leocadio Guzmán (a quien acusaron de tener cuentas pendientes, de unos cuantos centavos, penadas así por aquella “su” constitución) y de Ezequiel Zamora (acusado de hacer campaña llamando a los electores a que votaran por él).

Actores fundamentales en la guerra que esa oligarquía libraba contra los alzamientos de esclavos y campesinos, el desprecio, el odio, pero también la misma cobardía que sus herederos muestran siempre en nuestros días, era más que conocido por el pueblo: “… la preocupación es notoria en las esferas oficiales -dice Brito Figueroa- especialmente en el círculo reaccionario llamado por el pueblo “el sanedrín oligarca”, formado por los más connotados ultramontanos y financiado por los Machado, Morales, Zuloaga, Romero, Tovar, Avila…” entre otros.

Con la Independencia, la gran mayoría (si no la totalidad) de esos mantuanos vieron abrírseles las puertas del cielo, ya que asumían el proceso libertario como el destierro de un imperio que les dejaba libres territorios que comprendían no solo los dominios de la antigua Capitanía General, sino las más grandes extensiones hacia el sur y hacia el occidente, de las que ahora podían disponer a sus anchas en virtud de la generosa repartición que lograron pactar con Páez, convertido luego de la guerra en el mayor terrateniente del país después de haber sido un vulgar lancero de alpargatas.

Por eso en la “Casa de Estudio de la Historia de Venezuela, Lorenzo A. Mendoza Quintero”, en el centro de Caracas, adquirida a mediados del siglo XIX por los tatarabuelos del líder terrorista Leopoldo López, destaca de la manera más prominente en el salón principal (al que curiosamente se prohíbe hacerle fotos) el retrato del general Páez, mientras que el del Libertador Simón Bolívar, el Padre de la Patria, es colocado en una pared secundaria y en un tamaño modesto, más como para cubrir las apariencias que por ninguna otra razón.

Tal como lo dijera de la manera más vehemente en una entrevista televisiva el dirigente socialcristiano Oswaldo Álvarez Paz, la Venezuela que esa oligarquía anhela “…es la que fundó Páez”, no la que fundó Bolívar. Una inmoral expresión que recoge perfectamente el pensamiento y la actitud de la derecha hacia el activo fundamental de la venezolanidad y que desde ese reaccionario sector se desprecia no por una circunstancial diferencia de opiniones partidistas, sino por una profunda convicción de naturaleza eminentemente ideológica, que los lleva a marchar contra el gobierno revolucionario enarbolando siempre sin la menor vergüenza la bandera norteamericana por delante de la venezolana.

De ahí el atolladero en que se encuentra una vez más esa derecha reaccionaria, con el recrudecimiento del diferendo con Guyana por la soberanía sobre el Territorio Esequibo.

Herederos como son de aquella apátrida godarria que se adueñó del Estado desde los orígenes de la República, cargan sobre sí el bochorno de unos apellidos que ofrendaron en más de una ocasión como botín de guerra un territorio que ha sido desde siempre venezolano, pero que también desde siempre ha sido objeto de los más turbios intentos de negociados por parte de esa casta entreguista, como lo relata el citado texto de Brito Figueroa.

En documento fechado el 22 de noviembre de 1861, un grupo de notables oligarcas (encabezado por Manuel Felipe de Tovar, Nicomedes Zuloaga (antepasado de María Corina Machado), Juan José Mendoza y Francisco La Madriz) entre otros, redacta un documento que luego envían a la representación diplomática de gran Bretaña en Venezuela, donde pedían no solo la intervención de Inglaterra en el país para contener los alzamientos campesinos, sino la apropiación del Territorio Esequibo por parte del imperio británico, a cambio de apoyo a la causa de los oligarcas venezolanos, exactamente como lo propuso en 2020 la representante del falso gobierno interino de Guaidó ante esa nación, una vendepatria  enzapatada de apellido Neumann.

Hoy nada, o muy poco, puede hacer la derecha para evadir esa pesada carga histórica sobre sus hombros. Lo único a lo que puede apelar es a la difamación y al infundio contra la Revolución Bolivariana, como lo ha hecho desde siempre ante la carencia de argumentos de valor contra la propuesta de soberanía, justicia e igualdad social del chavismo.

Por esa vergonzosa carga del ambiguo y falso patriotismo que la acusa desde los orígenes de la República hasta hoy, es que volverá a ser derrotada por el pueblo.

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Alberto Aranguibel B. Venezolano, comunicador social

Las opiniones expresadas en esta sección son de exclusiva responsabilidad del autor/a

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