En Mendoza, Argentina, el gobierno provincial de Rodolfo Suárez (de orientación macrista) acaba de aprobar hace apenas dos meses una resolución que niega la nacionalidad argentina al originario pueblo Mapuche que ha habitado en esas tierras desde tiempos precolombinos, mediante una norma promulgada por una amplia mayoría de legisladores de ultra derecha quienes en su casi totalidad ni ellos ni sus familias nacieron en esa provincia.
Según reza dicha resolución “Los mapuches no deben ser considerados originarios argentinos”, violando expresamente el texto de la constitución de ese país que establece que “se debe reconocer la personería jurídica de las comunidades y la posesión y propiedad comunitarias de las tierras que tradicionalmente ocupan”. Un brutal despojo perfectamente posible en virtud del secuestro del cual es objeto hoy el Poder Judicial argentino por parte de jueces nombrados a dedo por el entonces presidente Mauricio Macri.
Tal barbaridad (aplaudida públicamente por el propio Macri a través de sus redes sociales) refleja el alto índice de racismo que subyace en una sociedad habituada a verse a sí misma como descendiente de la raza blanca europea antes que de la indoamericana. Pero, más que eso, expresa el profundo carácter supremacista de una derecha que se identifica plenamente con sectores que en toda la región latinoamericana asumen no solo con la mayor convicción sino con profundo orgullo su condición ultra derechista, en razón de lo cual se consideran con derecho a hacer y deshacer a su antojo con todo lo que tenga que ver con el Estado, al que ven (y han visto siempre) no como el asiento del pacto social para el cual está concebido, sino como una herramienta de su propiedad para favorecer la concentración y acumulación del capital. En ese sentido, la historia de despojo que dio paso a la fundación de Estados Unidos de Norteamérica, con el exterminio de indígenas llevado a cabo por los colonos ingleses que en el siglo XV invadieron ese territorio, no puede ser otra cosa que un “inspirador” ejemplo para esa derecha latinoamericana que hoy arremete contra los derechos de los pobladores ancestrales del continente.
De hecho, si algún fundamento ideológico tuvo desde sus orígenes Estados Unidos, indiscutible referente mundial del capitalismo, fue precisamente la idea del Destino Manifiesto por la que se rige el llamado “Estado Profundo”, el sector más ultra derechista de ese país con poder e influencia en todos los ámbitos políticos y económicos del mismo, que tuvo como génesis el exterminio de la casi totalidad de aquella población indígena, argumentando como necesario el genocidio para instaurar una nación basada en la doctrina de la propiedad privada y el libre mercado, en la que los indígenas no solo no tenían papel alguno que jugar, sino que resultaban un estorbo para el supremacismo blanco que avanzaba a sangre y fuego para imponerse como dueño y señor de ese vasto territorio.
En Chile, el amplio sector de ultra derecha que ha despreciado y perseguido desde siempre a la población originaria, casualmente perteneciente a la misma etnia mapuche Argentina, presenta como un gran avance democrático de esa sociedad la desaprobación referendaria de la fórmula constituyente por la que clamaban desde hacía más de tres años los movimientos progresistas chilenos que buscaban la redacción y aprobación de un texto constitucional moderno que dejara atrás el oprobioso texto pinochetista vigente, y celebra como un gran logro que, luego de un nuevo llamado a referéndum, sea la misma derecha la que va a redactar, ahora sí, la nueva carta magna chilena, con todo lo que obviamente eso va a significar de provechoso para los grandes capitales nacionales y trasnacionales y de atraso para las aspiraciones de justicia e igualdad social del pueblo chileno. Lo que debió haber sido un esperanzador y promisorio acontecimiento que abriera las puertas de esa nación a la moderna realidad presente y futura, terminó convertido en un insólito salto atrás del cual no es posible esperar nada nuevo sino una relegitimación del arcaico marco legal redactado hace casi medio siglo por la dictadura más brutal y sanguinaria que se recuerde en nuestro Continente.
Bolivia, Perú, Ecuador, Uruguay, Colombia, Brasil, con eventuales diferencias de forma en cada caso, no han estado exentos del mismo comportamiento reaccionario de esa particular derecha latinoamericana que pretende siempre hacerse del poder por mano propia para instaurar el régimen de exclusión sistemática de los pueblos que encarna todo proyecto de derecha. Es decir; que procura la implantación de un modelo plutocrático gobernado por empresarios y oligarcas, sin la más mínima formación ideológica ni trayectoria política pero sí con mucho apego a la lógica del sistema neoliberal capitalista, prescindiendo incluso de las propias fuerzas políticas que surgen bajo el signo conservador que ella representa, regidas por la misma norma del capital y el libre mercado, para llevar adelante un modelo que en términos programáticos nunca ofrece nada nuevo, sino la fantasiosa pretensión de reinstaurar siempre lo pasado como nuevo. O lo que es lo mismo; retomar la senda del neoliberalismo que ha fracasado estrepitosamente en el mundo, y que ha llevado a las economías capitalistas a atravesar cada vez más por estallidos sociales desatados por la incapacidad de ese salvaje e inviable modelo para responder a las acuciantes demandas de los pueblos.
En Venezuela, el comportamiento de la derecha no es menos reaccionario que en el resto de la región. El proverbial carácter racista y prepotente de dicho sector ha trascendido nuestras fronteras en forma de discurso seudo político mediante una narrativa apoyada fundamentalmente en la estigmatización y la descalificación de nuestro pueblo (en particular la gran diversidad de pueblos indígenas originarios) a quienes ese retrógrado sector califica como tierrúos, desdentados, malvivientes, y pata en el suelo, presentándolos ante el mundo como hordas violentas que habrían secuestrado la democracia venezolana para ponerla al servicio de los fines más siniestros bajo el signo de Revolución Bolivariana, y que, según esa atrabiliaria derecha, serían la mayor amenaza para la paz y la tranquilidad de aquellos países hacia los cuales esos venezolanos estuviesen emigrando, tal como fue estratégicamente alertado al mundo por la misma dirigencia opositora que, con el más cínico y perverso cálculo, provocó el éxodo de nuestro pueblo hacia el exterior como consecuencia de la crisis económica inducida que ella desató en el país con el decisivo apoyo de la derecha internacional y muy principalmente de la Casa Blanca, para tratar de obtener un circunstancial beneficio político que le permitiera acceder al poder en la forma más expedita.
En el proverbial ir y venir de ese inconsistente sector (un día abstencionista y al siguiente democrático; un día a favor del diálogo y al otro saboteándolo; un día promoviendo las sanciones contra el país y al otro denunciándolas) un fenómeno en particular le hace destacar por sobre todas las demás derechas del continente, como lo es su empeño en convertir en eterna promesa electoral su expreso propósito de retrogradar el país al pasado como supuesta fórmula de salvación a una crisis económica y humanitaria creada principalmente por ellos mismos en connivencia con los factores nacionales e internacionales con los que se han confabulado desde todos los flancos en la brutal guerra híbrida desatada contra el legítimo gobierno del presidente Nicolás Maduro.
Con el más irresponsable desprecio por las luchas populares del mundo contra las hambreadoras políticas del Fondo Monetario Internacional, la mayoría de los precandidatos de la derecha venezolana (o, en su defecto, sus asesores) presentan hoy como su fórmula ideal y más elaborada para resolver los problemas del país la búsqueda de un acuerdo con esa funesta entidad en el hipotético caso de llegar a la presidencia de la República cualquiera de ellos. Por su crasa incomprensión de la realidad política, para la cual obviamente no están de ninguna manera capacitados, entienden el desarrollo como una automática consecuencia del simple alineamiento con los grandes centros del poder capitalista. Exactamente los mismos que desde hace décadas han plagado de hambre y miseria a los pueblos del mundo mediante la más despiadada y sistemática explotación de sus recursos, tal como lo han hecho ya en casi todos los países latinoamericanos.
Como lo dijera en su momento el Comandante Chávez, la oposición no es lo nuevo. Lo nuevo es el socialismo. La vana ilusión del volver al pasado es definitivamente una promesa engañosa y profundamente peligrosa.
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Alberto Aranguibel B. Venezolano, comunicador social
Muy bueno el artículo pero no apunta al desarrollo industrial que es lo que necesitamos. Venezuela tiene con que desarrollar una industria sólida, poderosa y consona con sus recursos materiales y la orientación política para su ejecución no está visible.