El escándalo desatado en Venezuela por la detención de varios funcionarios públicos -de alto nivel- del gobierno venezolano, al estar implicados en actos de corrupción que involucran miles de millones de dólares de la principal empresa venezolana Petróleos de Venezuela (Pdvsa), que se agrega a los manejos irregulares y corrupción sobre bienes del Estado bajo el control de la oposición venezolana; se han sumado al desasosiego que priva en el espíritu de los venezolanos y profundiza el ambiente de decepción que gravita desde hace varios años respecto al futuro del país.
Es el caso que, aunque la corrupción no es una desviación exclusiva de los gobiernos venezolanos, ni constituyen los actuales eventos sorpresivos episodios de asalto al erario público en el país; es lo cierto que los ingentes ingresos que a lo largo de décadas se han obtenido a través del petróleo, que llevaron a calificar al país como la “Venezuela Saudita”, generan un especial foco de cultivo de la corrupción que la hace particularmente escandalosa, el olor del “estiércol del diablo” como se ha denominado al petróleo. Los bienes del Estado venezolano, mal administrados por las clases políticas que han detentado el poder por décadas, han generado notorios manejos dolosos por parte de funcionarios públicos que los han tratado como su patrimonio particular.
Esos mismos políticos han pretendido legitimar su conducta, generando en el imaginario del entramado social la idea de que la corrupción es parte de “nuestra cultura”, siendo memorables la frase atribuida a un Presidente del principal partido político durante el siglo pasado Acción Democrática, quien expresó que «En Venezuela se roba porque no hay razones para no robar» o más recientemente lo dicho por una ministra del actual gobierno, quien expresara “prefiero un ladrón…. Que un traidor…”; al punto de pretender hacer como parte del pensamiento popular frases “no quiero me den (los gobiernos) sino que me pongan donde hay” (para robar). Esta “naturalización de la corrupción” como parte del ser venezolano, como una condición endémica, no es sólo falsa sino una cobarde forma de las clases políticas de justificar su relación con el poder, al que acceden por voluntad popular y muchas veces “a pesar” de esa voluntad.
Esta matriz de opinión dista mucho de la historia y de la vida en general del venezolano común (no político), de antes y de ahora. El pueblo venezolano, con su carácter caribe (alegre, desenfadado y bochinchero), ha demostrado ser solidario, con una altísima educación familiar plagada de valores, donde la honestidad, la búsqueda del bienestar a través del trabajo y del estudio, la fe religiosa (mayoritariamente cristiana, en sus diversas manifestaciones), son parte de su esencia. Un pueblo que ante un auge petrolero que le era ajeno, mantuvo a lo largo del siglo pasado sus luchas por el acceso a la educación (integrado al imaginario social como mecanismo de ascenso social), se trasladó del campo a la ciudad en búsqueda de trabajo y progreso, que le eran negados, y se integró a la vida productiva del país, a pesar de la clase política que le gobernaba, de la cual no obtuvo sino migajas de los abundantes ingresos petroleros.
Ante la concentración de la mayoría de la población en zonas desasistidas y dejados a su suerte en las capitales de los estados, pequeños grupos de poder político y/o económico exhibían su bienestar producto de una existencia parasitaria del Estado; sin embargo, Venezuela estuvo lejana a la violencia que plagó a la América Latina gran parte el siglo XX, lo que no implicó que se rindiera en la búsqueda de los cambios que le reconociera su derecho a existir dignamente, pero abrazando la contienda democrática como el camino para canalizar sus luchas sin que cayera en la resignación, y que llevó a la victoria de Hugo Chávez Frías a romper con el control de las clases políticas dominantes desde 1958.
Estas características del ser venezolano han ido a la par de la influencia de los factores que determinan la vida en la sociedad contemporánea y la globalización del capitalismo; así, con el progreso producto del petróleo llegó el consumismo, la profundización de la división de clases y la influencia del modo de vida norteamericano como un ideal, producto de la transculturización; no por nada Venezuela ha ido desarrollando una parodia de ciudades norteamericanas (centro comerciales en lugar de plazas y parques, promoción del uso de vehículos particulares en lugar del desarrollo de un eficiente transporte público, etc.). Todo ello forma parte de la colonización continuada que ha sufrido nuestro continente desde el “descubrimiento”, y que, hacia el sur implicó el remedo de ciudades europeas y su bagaje cultural, cultivando el distanciamiento entre nuestros pueblos.
Es lo cierto que, sin pretender determinar la magnitud de la influencia de los elementos antes señalados en la conformación del complejo conjunto social venezolano y en particular de su sistema político, la clase política venezolana luce como una suerte de mutación del cuerpo social del que proviene: de espaldas al sentir del pueblo al que pretende representar, ajena a los valores que le son más propios. Pareciera que en la medida que la clase política accede a espacios de poder, los valores de servicio, responsabilidad social y bien común son solapados por el consumismo, la perdida de la conciencia de clases y la convicción que la función pública no es un compromiso sino un privilegio.
A esta suerte de mutación social que conforma la clase política venezolana que ha detentado el poder por décadas, se le suma el tratamiento displicente, condicionado por la voluntad política de turno, a la contraparte del poder político que lo es el Estado de derecho y en particular los controles y mecanismos de previsión de la corrupción, circunstancia agravada a lo largo de los últimos años por la intervención extranjera en el país a través del mecanismo de las sanciones económicas.
El nuevo escándalo de corrupción que oprime el espíritu del venezolano es parte del efecto de la concepción del desenvolvimiento del Estado como una marioneta de las circunstancias políticas y de las voluntades que han detentado el poder, que ha caracterizado a la clase política venezolana por décadas.
La relación entre el Estado de derecho como el funcionamiento jurídico debido, más allá de las circunstancias fácticas que rodean el desenvolvimiento de la sociedad y el Estado, implica una relación dialéctica en la cual, si bien el sistema político incide en la institucionalidad jurídica, configurándola inicialmente, la fortaleza de ésta sirve de contrapeso a los devaneos de la política y sobre todo a los impulsos individuales de quienes ejercen el poder.
Sin negar la importante influencia de las sanciones en el desenvolvimiento de la economía y en general del ejercicio de las funciones del gobierno actual, es lo cierto que ello ha servido de justificación para la “flexibilización” de los controles legales y procedimentales que buscan enfrentar las arremetidas de la corrupción, profundizando el funcionamiento del Estado a la “voluntad política” de las clases que controlan el poder, rompiendo con el desarrollo de la institucionalidad que se recoge en la normativa jurídica, en particular respecto a los controles del funcionamiento del Estado; dejando la puerta abierta a los traidores que más allá de la despreciable conducta que exhiben los corruptos de antes y de ahora, han agredido al pueblo en momentos de alta dificultad.
Enfrentar los motivos que generan la mutación de individuos que, siendo hijos de este pueblo, trastocan valores de la venezolanidad, dan la espalda al pueblo que les ha dado su confianza y asumen como privilegios lo que les ha sido dado como responsabilidad se convierte en tarea esencial de toda la clase política venezolana y la compresión que, más allá de la voluntad política expresada por el gobierno en las actuaciones que hoy hacen públicos actos de corrupción que han sido atacados al más alto nivel, la institucionalidad jurídica debe funcionar, los procedimientos y controles se deben ejercer de manera permanente, no sólo puntual, y con carácter preventivo no correctivo, la contraloría social que se expresa cuando se transparenta la función pública es un principio del texto constitucional y sobre todo el Estado de derecho, no es sólo una herramienta del sistema político sino que es esencial a la existencia misma de la sociedad que se configura en una meta vital para la patria de Bolívar, si queremos tener patria.
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Carmen Stebbilng Venezolana, abogada
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