Verdad y política

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Pensemos en alguien que anda por la calle con un calzado aparentemente impecable, pero tremendamente sucio en su suela; alguien que porta prendas que parecen nuevas, pero que son colocadas en un espacio que las mantendrá limpias antes y durante el trabajo pues, para laborar, se usan trajes desechables por si acaso brotan y salpican gotas de sangre de los cuerpos sobre los que se trabaja y, de esta manera, resulten ser manchas más que escandalosas. No estoy intentando describir a un médico, sino que se trata de alguien más parecido o igual a un político, un expresidente, cuya memoria es tan corta como la lista de errores que ha reconocido. Un personaje así, típico de la política de nuestro tiempo —y conste que, “nuestro tiempo”, viene de una fecha atrás indefinida hasta nuestros días— y que no se agota sólo en la figura de un expresidente, sino que puede ir del gobernante en turno hasta el puesto burocrático de menor rango en la pirámide política-económica del presente. Para estos personajes ¿qué importancia podría tener la verdad?

¿Acaso debería tener la importancia de un mandato moral el hecho de que todo político se preocupe, respete y busque a toda costa la verdad? Pero, si es el caso, entonces ¿de qué verdad estamos hablando ¿de la correspondencia entre causa y efecto de alguna de sus propuestas para resolver un problema?, ¿de la correspondencia entre lo que dice en algún discurso y lo que hace?, ¿del total des-ocultamiento de su actividad o, dicho en otras palabras, la exigencia del carácter público de su ejercicio político?

¿O más bien tendríamos que reconocer que la verdad en la política, específicamente en la democracia, no tiene lugar? Por un lado, si reconocemos que la verdad en este ámbito se configura en la medida en que prevalece la objetividad y, con ello, la existencia de un único camino que nos ha de conducir al fin supuesto de toda política, “el bien común”, entonces tendríamos un verdadero político y una verdadera forma de hacer política. La justificación de esto descansaría sobre la existencia de modelos que rijan la profesión del o la política. Se trata de una adecuación, ya no de un enunciado con un hecho, sino de una forma de vida, de una existencia, de una actividad con su modelo verdadero.1 Así, el o la verdadera política sería quien logre adecuarse a dicho modelo de ser. Esta posición es bien defendida por Platón. 2

Por otro lado, si reconocemos que la verdad, entendida en su relación con la objetividad en un terreno como el de la democracia, atenta contra aquellos que no estén de acuerdo con dicha objetividad o que no se adecuen al modelo verdadero de hacer política y, en consecuencia, con la “libertad” de los individuos para determinar su existencia como les plazca, entonces tendríamos que aceptar una pluralidad de verdades y, según parece, esto podría llevarnos a caer en un relativismo: la verdad es en relación con quien la enuncia, la piensa y la vive. Eso tendría lugar en una democracia donde todos y todas, o casi, gozaríamos de la libertad de tener nuestra verdad, esto es, nuestro modelo al cual debemos o no adecuarnos. Así, tendríamos que decirle ¡Adiós a la verdad!, a esta verdad objetiva, estable y dada que atenta contra la pluralidad de los individuos en una democracia, como lo señala el filósofo italiano Gianni Vattimo en su libro Adiós a la verdad.

No pretendo dar respuesta a esta encrucijada que, de pronto, se aparece como paradoja, pero sí quisiera señalar los siguientes puntos de cara a una respuesta: a) lo que hoy se entiende por libertad es algo completamente diferente a lo que se entendía por dicho concepto en la Grecia antigua; b) disociar a la verdad de la objetividad da pie, no a un pluralismo, sino más bien a la posibilidad real de la abundancia de la mentira escondida tras “una perspectiva”; c) dado que hablar de la verdad en el terreno de la política y de la democracia nos conduce a un callejón sin salida, convendría entonces pensar en una palabra que no implique la suposición de una relación de poder; d) es conveniente, sin lugar a dudas, considerar y rescatar elementos que son parte de teorías de la verdad, pues tienen mucho que ofrecer, y no descalificarlas por el hecho de ser tan antiguas ya que, de ello no se sigue que no puedan aportar algo a nuestros tiempos; y e) tener presente que la verdad, entendida en su vocablo griego αλήθεια (a-létheia) y su relación con el río Lete (o Leteo) —el río del olvido de la mitología griega de donde bebe el alma para efectuarse una transmigración de ésta a otro cuerpo— con el fin de tener muy en claro que, la verdad en política también se trata de no olvidar, del no-olvido de los hechos perpetrados por funcionarios. Tener en cuenta este último punto podría contribuir a evitar que haya víctimas del sinvergüencismo que hay en ciertos personajes con mucha participación en las redes sociales, por medio de las cuales atrapan a peces incautos.

Referencias

 1 Es preciso señalar que la única no-verdad que permite Platón es el de la mentira noble, y ésta será únicamente perpetrada por el filósofo-gobernante y con vistas a un bien común. Cf., Platón, República, II, 382b-383c.

 2 Desde luego que lo expuesto aquí no pretende dar, ni de lejos, cuenta de la teoría de la verdad en Platón, para ello recomiendo el artículo “Platón: la experiencia de la verdad” del filósofo Josu Landa; más bien sólo me refiero a un elemento constitutivo de la filosofía platónica. Cf. http://revistas.filos.unam.mx/index.php/theoria/article/view/1510

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Ludwing Donovan filósofo mexicano egresado de la Universidad Nacional Autónoma de México

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