Raúl Soruco in memoriam

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Pero supe vivir y morir como hombre digno
queriendo respetar y salvar al que todo lo sufre,
queriendo abrir nuevos soles salvadores.
El final de la historia lo dirán mis compañeros
arriba, abajo, encima de la historia
y contarán a mis hijos
historias verdaderas

y para siempre vivirá la esperanza.

Javier Heraud

Fue a fines de abril del año 2016 cuando conocí a Raúl, comenzábamos a dar los primeros pasos del Comité 90 Años Fidel, con la promesa de tirar la casa por la ventana en festejo del cumpleaños del líder de la Revolución cubana el 13 de agosto que se avecinaba. Hubo unas cuántas reuniones en casa de Chabelita, y poco a poco quienes, semana a semana, nos reuníamos allí, tejeríamos lazos de complicidad, compañerismo y hermandad. Todo era fraterno, todo muy ameno y respetuoso, lleno de ganas de hacer.

Desde entonces Raúl me resultó omnipresente. A ratos coincidíamos en actividades de la Embajada de Venezuela; otras en la radial, imaginaria, igualitaria y subversiva República de Contextatalia –que nunca pude pronunciar en vivo– de Ricardo Bajo en Radio Patria Nueva; otras en las oficinas de la revista Correo del Alba; otras en cualquier cita en casa de amigos comunes.

El año 2017 nos planteó un gran desafío: homenajear a ese “artista de la revolución” llamado Ernesto Che Guevara y sus compañeros de Ñancahuazú en el 50 aniversario de sus muertes. Nos propusimos llevar a cabo la Cátedra Ernesto Che Guevara, en la cual, mediante 12 sesiones y con la colaboración de compañeros como Eric Valdés de la Embajada de Cuba, Carlos Soria Galvarro, Froilán González, Santiago Masetti, Jorge Viaña, entre otras y otros, estudiamos al dedillo y de manera integral el pensamiento del argentino-cubano a través de sus propios escritos. Como no podía ser de otra manera, Raúl estuvo presente de comienzo a fin: fue protagonista en la planificación e implementación de esa inédita, ambiciosa, exquisita y urgente iniciativa.

Una noche llegó a mi casa presuroso y emocionado –a esa altura del partido era visita habitual–, y me dijo: “Ayúdame a ir a Cuba”. Nos pusimos manos a la obra y trazamos un plan. Para el 1 de mayo de 2018 ya se encontraba en la Plaza de la Revolución de La Habana, como miembro de la Brigada Sudamericana a cargo del Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos (ICAP). En su posición de brigadista visitó unas cuantas provincias de la isla, hizo trabajos voluntarios y una noche sostuvo un imborrable encuentro con los Comités de Defensa de la Revolución (CDR). Pero, oyendo mi consejo, se quedó otras semanas “por la libre”, caminando solito La Habana, visitando museos, asistiendo a conciertos, alojando en la casa de un fiel amigo nuestro. En definitiva, haciendo vida de barrio: buscando diariamente el pan de la libreta, “montando la guagua”, poniéndole el pecho al azaroso e inesperado cotidiano de allá.

A su vuelta a Bolivia me trajo el poemario Dulce es la canción de los talleres de Efraín Nadereau. Sus visitas a mi casa se hicieron más frecuentes, esta vez para comer arroz con frijoles y conversar absolutamente de todo. Soy testigo del estremecimiento que le causó la visita al Mausoleo del Che en Santa Clara.

De aquel viaje trajo un caudal de sueños por cumplir. Y una promesa consigo mismo: retornar para estudiar una maestría en Comunicación en la Universidad de La Habana. Traía decenas de contactos, el pensum y los requisitos de matriculación. El propósito era, según me dijo, perfeccionar sus conocimientos en el área para ser más útil en un futuro cercano. Andaba ya con libros de Fidel bajo el brazo y unos textos de Lenin de los que se hizo en Cuba. Su Proceso de Cambio ahora tenía un apellido preciso: “Comunismo”.

No recuerdo en qué momento fue que le comenté acerca de la posibilidad real de enrolarnos en una brigada internacionalista del Movimiento Sin Tierra (MST) de Brasil para ir a Palestina. Una vez más elaboramos planes, rutas por Cisjordania, fantasiosas entradas a la Franja de Gaza… Todo quedó en nada. El viaje se fue posponiendo y Raúl, calculadora en mano, contando cada peso que tenía y que le faltaba, seguía con su plan habanero.

Entre ires y venires, subidas y bajadas, a ratos caía en casa. Una vez se desahogó, no me contó detalles de lo vivido, pero recuerdo su desaliento y desconsuelo por indirectamente vivenciar o ser testigo de cosas con las que jamás comulgaría: actos de vanidad, corrupción, mala fe… No pude más que comentarle de una entrevista a Elena Poniatowska que había leído: contaba la escritora que un día charlando con Caridad del Río –comunista agente de Stalin, madre y reclutadora del asesino de León Trotsky, Ramón Mercader–, a la pregunta de la calidad de su controvertido accionar, esta respondió afligida: “Yo sirvo para destruir el capitalismo, pero no para construir el socialismo”. Y es que yo pensaba, y aún hoy lo pienso, que las formas y actitudes de Raúl se correspondían más con un hacedor de un mundo nuevo, mejor, noble. No destruía, fundaba.       

Tampoco recuerdo con claridad cuándo fue la última vez que hablamos. Sé que quedamos de encontrarnos una infinidad de veces, sin poder coincidir. Andaba detrás de la biografía de Carlos Marx, Moro: el gran aguafiestas. No alcancé a dársela.

En cierta ocasión el más universal de los cubanos e ideólogo adoptivo de Raúl, José Martí, señaló: “La muerte no es verdad cuando se ha cumplido bien la obra de la vida”. Soy un convencido de que esta reflexión se ajusta plenamente a nuestro querido, sincero y generoso compañero.

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Javier Larraín Parada Jefe editorial

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