Un manco en Carabobo

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A Pedro Fressel Galaviz

Como le cuento, amigo, en Carabobo peleó un manco hace 200 años, no sé cómo lo hizo pero mi abuelo siempre decía que su padre le contaba que el taita Páez, en sus reuniones y tertulias, hablaba de un manco que peleó en la batalla de Carabobo, y se refería a él con respeto y admiración.

Caramba, amigo, su historia suena interesante. En estas cosas de mancos, conozco de uno muy famoso que peleando en la batalla de Lepanto casi pierde la mano izquierda y desde entonces lo llamaron el «Manco de Lepanto» y así, usando la pluma como lanza, escribió tal vez la obra más universal en lengua castellana, El Quijote de la Mancha. Sin embargo, el manco de que usted me habla, si es el que me imagino, era en verdad un lancero que se ponía las riendas de su caballo apretadas entre los dientes y en sus dos manos libres llevaba dos enormes lanzas que atravesaban todo lo que se le presentaba. Hábleme de él, lo escucho, amigo…

Sentados debajo del Samán que sembró Bolívar hace más de 200 años en la plaza Juan de Maldonado de San Cristóbal, mi amigo y acompañante, como cantor de contrapunteo llanero, llenó sus pulmones de aire, se soltó los botones de la camisa y mirando hacia el viejo cuartel de Bolívar, como poseído por los demonios y fantasmas, echó un escupitajo oloroso a chimó y mirándome retador, empezó a contarme del manco…

Sí, amigo, como un duende –me contaba mi abuelo– aquel hombre de piel oscura como la noche más negra, con su voz tartaja, es decir, tartamudeante, y que medía casi dos metros de altura, en un día de faena agarró un enorme toro por un cacho y de un solo carajazo en la nuca lo sentó largo a largo y sacando el filoso cuchillo que portaba en la cintura y que medía como siete cuartas empezó a descuartizarlo y a salar la carne. Su patrón se enorgullecía de tenerlo en su peoná…

El Negro era pura risa, de mente muy ágil y despierta, los demás peones del hato pertenecientes a su amo Vicente Alonzo, un español rico y aventurero que se vino por estas tierras y se asentó por los lados de Achaguas o de San Juan de Payara, lo veían con recelo porque según decían, aquel Negro tenía pacto con el Diablo. Allí el Negro participaba en las labores propias de un hato llanero. Ordeñaba las vacas, pastoreaba en la sabana, junto a la peoná recogía el ganado y lo metía en los corrales de los potreros cantándoles tonadas que solo él entendía. Por las tardes, ya cayendo la noche y espantando las nubes de mosquitos, se sentaba junto al fogón a tomar café y a fumar tabaco para invocar a los espíritus africanos a los que rendía culto con marcado respeto.

Cuando empezó la guerra de Independencia, amigo, el Negro lleno de codicia, se fue a pelear del lado de los españoles que les habían ofrecido a los esclavos villas y castillos. Su escasa preparación cultural no le permitía distinguir entre buenos y malos, entre realistas y patriotas, y nublado por la ambición se fue siguiendo a Ñaña, un anarquista asaltador de caminos que les ofrecía regalarles los tesoros que les robaran a los ricos. Esto no le duró mucho, el Negro se percató de cómo los jefes maltrataban a los hombres y él, que era más cimarrón que otra cosa, una noche en que caía un aguacero torrencial y los truenos retumbaban y los relámpagos alumbraban a los espantos de la sabana, junto a tres de los suyos que le obedecían, se escaparon y se perdieron por aquellos montes. Para poder vivir, el Negro y sus compañeros se metían de noche a los hatos y se robaban una res para paliar la hambruna que padecían y así tener fuerzas para seguir huyendo de sus perseguidores.

Cansados de tanto andar por aquellas sabanas, hambrientos, con los pies descalzos destrozados y con las pocas ropas deshilachadas, el Negro y sus amigos se quedaron dormidos debajo de un árbol de algarrobo. Cuando despertaron, vieron que estaban rodeados por hombres muy fornidos montados a caballo y que eran comandados por un catire que lucía un turbante rojo y que llevaba en su mano una lanza poderosa y al que todos llamaban Taita. El Negro miró de reojo al jefe y este lo observó detalladamente y con voz recia ordenó: «denles carne salada y una torta de casabe y alpargatas y tú, señalando al Negro, te vienes conmigo, con esos brazos poderosos seguro sabrás guerrear a mi lado y dándole un jalón a las bridas de su caballo zaino» y apuntando con la lanza dijo, «vámonos todos, en las Queseras del Medio nos espera la muerte o la gloria».

En esas Queseras del Medio, amigo, empezó a brillar en firme la estrella del Negro. Mi abuelo gustaba reunirnos a todos en el patio de la casa y allí nos narraba las andanzas de aquel cimarrón que se bebía los vientos a lomo de un caballo, sin camisa y descalzo, siempre al lado de su Taita, cruzando ríos crecidos, comiendo carne cruda. Que había sido uno de los 150 lanceros que lucharon en la batalla de las Queseras del Medio y que al grito de “Vuelvan Caras”, hicieron morder el polvo a los realistas. Por el valor demostrado, el Negro recibió la Orden de los Libertadores que el lucía  pretencioso en su ancho y musculoso pecho. Cuando Bolívar llegó a San Juan de Payara en su campaña del Centro, al reunirse con el Taita Páez, este le presentó al Negro. Bolívar notó la sencillez y la corpulencia de aquel soldado que tartamudeaba al hablar y que observaba con admiración la casaca del General. Bolívar le preguntó: «¿es verdad que tú antes peleabas para los españoles?» El Negro lo miró con temor y sorpresa y en su hablar le dijo… «¿y quién le contó a Usted eso?…» Sin levantar la mirada del suelo le respondió… «Sí mi General, yo antes hacía eso por codicia y por desconocimiento, todo el mundo iba a la guerra sin camisa y sin una peseta y regresaba vestido con uniformes bien bonitos y con bastante plata en los bolsillos, entonces mi General Bolívar, yo también quise ir a pelear para buscar fortuna y más na’…ahora es otra cosa, mi Taita me ha instruido y ahora peleo por mi patria, por la independencia que es la misma lucha suya mi General». Bolívar lo miró con aprecio y le extendió su mano que el Negro apretó con fuerza, aquel Negro sencillo y simpático en su manera tan peculiar de expresarse se le había clavado en el corazón.

Me contó mi  abuelo amigo, que una vez, por allá por el año de 1819 atravesaba el Taita Páez acompañado de su estado mayor y un grupo de sus guardaespaldas, cierta zona de los llanos apureños, iban rumbo a Mantecal cuando a lo poco de andar, la comitiva tropezó con una manada de toros matreros, animales peludos, furiosos, muy temibles y salvajes. El Taita retó a sus soldados a ver quién era capaz de apeársele a uno de esos toros. Uno de los oficiales desmontó de su bestia y espada en mano y eludiendo la embestida le atravesó la cerviz al noble animal y de la misma manera fue repitiendo aquel macabro ejercicio varias veces. El Negro lo miraba desde su cabalgadura y con firmeza le gritó… «Eso es malo, no se mata un animalito de Dios sin necesidad, por el camino que llevamos, nos vamos a quedar sin cría». El soldado que mataba a los matreros, en tono irónico le respondió… «Carajo Negro, siempre echándotela de humanitario, qué me dices de esos españoles que tú vas sacrificando en cada encuentro, ¡ah!…». El Negro mirando las nubes que bailaban en el horizonte le respondió tajante… «Yo no los mato, ellos mismos se matan, se lanzan sobre mí y los recibo con mis lanzas y ellos se ensartan solitos».

Qué bueno todo eso que le contaba su abuelo, amigo, pero dígame, ¿fue verdad que ese Negro era manco? No se me adelante, amigo, me respondió, espere que le cuente otros asuntos de este personaje de quien se han dicho cosas no tan ciertas ni buenas. Decían que era brujo y que cuando peleaba, a un conjuro suyo, su caballo desaparecía con él montado, para aparecer en algún sitio estratégico desde donde atacaba sin ser visto. Que era mañoso y resabiado, desconfiaba de todo y prefería andar en solitario mirando su oscuro rostro en el agua mansa de los ríos, era su espejo natural. Su figura imponente se desplazaba como impulsada por mil demonios y en los rituales que practicaba, gustaba de bañarse en aguardiente y fumar tabacos con la candela dentro de su enorme boca para emitir conjuros a sus dioses africanos.

Cuando llegó la batalla final, el Negro le pidió a su Taita que lo pusiera al frente de todos, quería ser el primero, como siempre lo fue, su arrojo era el elíxir que todo lo motivaba, su valor no tenía límites, sus lanzas coloradas siempre afiladas y listas para combatir a los enemigos. Por los desfiladeros del camino de la Pica de la Mona, el Negro marchaba alegre cuidando la espalda de su Taita. En la explanada de Carabobo, su figura de centauro de ébano lo abarcaba todo, rodilla en tierra los batallones y él, arrogante desafiaba las balas y sus lanzas eran ristras de almas enemigas ensartadas. El Negro encontró en Carabobo la muerte que despreciaba y se enrolló en la gloria tricolor ensangrentada de su pureza criolla, de su alma sin mancha. Caía así aquel soldado que simbolizó como nadie a todo un pueblo, que integró siempre primero la pandilla de la diablocracia comandada por el Taita Páez. El Negro quedó tendido en aquel campo inmortal sin despedirse de nadie, como lo contó su Taita en sus memorias y no como Eduardo Blanco lo inventó en su “Venezuela Heroica” y que la tierra se lo tragó sin dejar rastro ni huella, tal vez el polvo mágico de sus huesos recompusieron su pie manco y desde entonces andará caminando ligerito como el viento.

Ese Negro gigante, sin par en aquellas guerras patrias estimado amigo, era manco de un pié, sí señor. Me contó mi abuelo que su padre le había mostrado un documento histórico donde se decía  que en la Villa de Achaguas, jurisdicción de la capital de Barinas, a 16 de julio de 1818, el escribano Juan Canelón certificó que ante él y testigos compareció el Gobernador Comandante General e Intendente de esta Provincia y dijo: «que el señor General de Brigada de los ejércitos de la República, Jefe del Apure y Casanare, Comandante General de las Provincias Occidentales de Caracas, José Antonio Páez, de la Orden de Libertadores, le ha ordenado que en atención a que el Subteniente Pedro Camejo –que era ese el nombre del Negro–, ha sido uno de los más valientes defensores de la república, exponiendo en todos los ataques que se han dado contra el enemigo de nuestra libertad, su vida con el mayor arrojo y esfuerzo hasta destruirlos y aniquilarlos, quedando en uno de ellos al rigor de una bala manco de un pie e impedido para trabajar, pero no para seguir en el servicio, en el que ha manifestado mayor voluntad, no perdiendo acción en que no se presente en ser él primero en arrojar a los tiranos, cuyos servicios se le deben premiar por la República, y habiendo deliberado, decidió recompensarlos, haciéndole gracia de un hato, fundado en el otro lado del Arauca».

Como puede usted apreciar, estimado amigo, el Negro de este relato es el mismo que peleó en Carabobo y a quien el Taita Páez le regaló un hato en retribución a sus patrióticos servicios. Siendo manco montaba a caballo, cruzaba los ríos crecidos, jamás se sintió en desventaja ante nadie. Ese soldado que tartamudeaba al hablar y que cojeaba al caminar y que conoció a Bolívar, nunca se sintió acomplejado por ello, el marido de Juana Andrea Solórzano, la mismita que logró que el Taita Páez, en los Borales del Frío, el 13 de mayo de 1846 le asignara una pensión en reconocimiento al valor sobresaliente de su marido así se lo contó al padre de mi abuelo el Taita Páez, el mejor testigo de que todo cuanto aquí le he dicho es verdad.

Sabe qué, estimado amigo, luego de escucharlo me voy con mi mochila llena de recuerdos con sabor a patria. Los niños de la patria sabrán que le deben mucho a aquel Negro bembón, de enormes manos, que cortaba las palabras al hablar y que una bala lo dejó manco de un pié. Que en Carabobo hace ya 200 años, su espíritu guerrero se quedó para siempre en la inmortalidad profunda del gentilicio nacional. Ahora sabemos que tenemos nuestro Negro Manco, el gran Pedro Camejo, que aunque no sabía escribir ni leer la o por lo redondo, supo luchar por su país y hacerlo libre.

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Félix Roque Rivero Abogado

Juan José Peralta Ibáñez
Fotógrafo documentalista, fotoperiodismo, naturaleza, video, música

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